Segunda Promesa del Corazón de Jesús
"Daré paz a las familias" "Pax vobis" (Lucas 24, 36)
El Dante, uno de los poetas más celebrados, que han contemplado los siglos en la edad media, se vio un día perseguido por sus conciudadanos los florentinos. Huyó el poeta en el silencio de la noche. Huyó a través de los campos y de las selvas. Al fin, en la oscuridad de las sombras vio una luz. Era un convento franciscano. El poeta temeroso se acerca y llama. Desde dentro uno voz le pregunta: “Hermano, ¿quién sois? ¿Qué buscáis aquí?”
“La Paz. La Paz”, gritaba el poeta en el silencio de la noche, de aquella noche sombría.
Parece paradoja y utopía hablar de paz en el año 1962, cuando con tinta, aún reciente, está escrito el balance de dos guerras mundiales: 65 millones de víctimas. El 50% fue de población civil pacífica, no movilizada bélicamente. Una mirada retrospectiva a sus tumbas en los 50 mil cementerios de unos 70 países, invita a la meditación y conmina a estar alerta, para la paz del mundo.
Paradoja y utopía hablar de la paz, de ese don sin precio, que parece no merecer este mundo turbulento. “La paz se ha de buscar, porque la guerra ella se viene. Si dada la hallare, tomadla; y si no, compradla, que nuca será cara” (D. Diego López de Haro a Carlos V). El mundo agoniza en una atmósfera tremendamente pesimista cuando se le dice en todos los idiomas y en todos los estilos: que en un nuevo conflicto no habrá ni vencedores ni vencidos. Que las catastróficas consecuencias de una conflagración mundial no serían ya un cataclismo económico o una regresión cultural, sino el cementerio de media humanidad presente y la tara hereditaria de los hombres venideros, inficionados antes de nacer por las radiaciones nucleares.
Sin embargo, hay que ser realistas a lo sobrenatural, con sentido divino y providencial. Esa fuerza nuclear, inmensa y espantosa, en poder de los dos bandos contendientes es, paradójicamente agente de paz. Si no fuera por el miedo sensato de ambas partes al cataclismo, ya se hubiera desatado más de una vez furiosamente una tercera contienda mundial terrestre. Sin embargo, bien o mal, hasta ahora todo se arregló con la llamada guerra fría de la dialéctica y de meterse miedo los unos a los otros, como hacen los niños diciendo: yo te puedo a ti, porque tengo más fuerzas y tengo a mi hermano, que me defiende.
Sin embargo, el hombre necesita de paz, para vivir. Si no la encuentra en el ámbito internacional, ni en las conversaciones de los caminos, ni e la prensa diaria… la tiene que crear dentro del recinto de su hogar.
El Corazón de Jesús es un seguro de paz para las familias, que le invocan, que respetan su ley, y en Él ponen toda su confianza.
Hermoso es el espectáculo de una familia en paz: allí todo es orden, trabajo, felicidad. Pero lo contrario, la familia falta de paz, la familia desunida es como el infierno metido en los limitados muros del hogar. Mirando al Corazón de Jesús con fe y confianza, Él añadiría lo demás a la buena voluntad de la familia. Cada uno modere sus pasiones y procure sacrificarse, para no contrariar a los otros: el hijo no desobedezca, ni falte el respeto a los padres; los padres no corrijan caprichosamente a los hijos, ni con inmerecida dureza, sino con razón y mansa energía; la esposa obedezca y obsequie a su esposo; el esposo no contraríe a la esposa en sus justos deseos y, muchas veces, pierda de su derecho y autoridad por el bien de la paz y por la edificación de sus hijos; cada uno, en fin, recorra sosegadamente su órbita sin tropiezos ni choques, como las estrellas del cielo.
Causas de la falta de unión en las familias
La falta de religiosidad. “Non est pax impiis”, “Los impíos no tienen paz”.
La falta de espíritu de sacrificio: para sobrellevar los defectos.
El egoísmo: “¿De dónde vienen las luchas y disensiones entre vosotros? ¿No es verdad que de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?” (Carta de Santiago 4,1)
El desorden: “La paz es la tranquilidad del orden” (S. Agustín) Ordenad vuestra vida. Vivid según las ideas, leyes e inspiraciones de Dios.
Remedio: El Corazón de Jesús
Dándola a las familias desunidas por medio de gracias especiales.
Conservándola en las familias, que la tienen, dándole gracias, para saber callar, soportarse y mortificarse.
La Iglesia nos hace invocar: “Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra”. Pues nos reconcilia con Dios, con nuestros prójimos y con nuestros allegados, produciendo en las familias el fruto delicioso de la paz.
La Paz de Cristo
¡Qué amigo es Jesucristo de la paz! El profeta Isaías le llamó, ya antes de nacer “Príncipe de la paz”. En su nacimiento los ángeles entonan cánticos de paz: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Bienaventurados los pacíficos, dijo en el Sermón de la Montaña, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). Mandó a sus apóstoles que, al entrar en alguna casa, lo primero que dijesen fuera: “la paz sea en esta casa” (Lc 10,5). Y en la última cena les dijo despidiéndose: “Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27). Así también en su muerte extiende los brazos, brindando abrazos de paz, mientras sus labios sedientos piden al Padre la paz para el mundo y para sus verdugos, expresamente para ellos rencorosos Caínes.
“¡La paz de Cristo en el reino de Cristo!”, rezaba el lema del gran Pontífice Pío XI. ¡La paz, obra de la justicia!, rezaba el del “Pastor angélicus”, Pío XII. El Santo Padre Juan XXIII es el que siendo Patriarca de Venecia, decía frecuentemente: “Busco lo que une: Mantengo alejado lo que divide”, y el que convocó el Concilio Vaticano II persiguiendo la unión de los hombres todos con Dios y de todos los hombres entre sí como verdaderos hermanos, hijos de un mismo Padre. Paz con Dios, cumpliendo su voluntad y viviendo en su gracia; la paz con nuestros prójimos, respetando sus derechos y evitando las riñas y discordias; la paz con nosotros mismos, teniendo tranquila la conciencia y dominando los apetitos y pasiones.
Termino con un ejemplo referido al P. Vilariño, S.J. para que no se desalienten las familias, cuando alguno en la casa esté alejado de Dios y no hay la paz tan deseada y pedida.
“Era la mujer de un obrero, pobre, pero decentemente vestida. Llega a la mañana temprano, en cuanto se abren las puertas del devoto santuario de la Visitación, en Paray-Le-Monial. Ora largo rato como extasiada, se confiesa y comulga con fervor, y sus ojos apenas aciertan a separarse del tabernáculo”.
He aquí su historia, tal como la refirió ella: “Treinta años hacía que mi marido no practicaba la religión. Trataba yo de persuadirle, discutía y no lograba más que violencias y mayor endurecimiento. Después de 17 años, el Sagrado Corazón me inspiró otro sistema, el de la bondad, la humanidad y la dulzura. Desde aquel momento no dije una palabra más. Hice voto de venir aquí, si mi marido se convertía. Rogábaselo todos los días al Sagrado Corazón, le ofrecía todas mis penas y me mostraba mansa, afectuosa, solícita cuanto podía con mi pobre esposo. Nada parecía cambiar; los años pasaban y aumentaba mis angustias. Lloraba, pero sola, delante del Corazón de Jesús, poniendo en Él increíble esperanza. Este año fue a misa mi marido un domingo o dos durante la Cuaresma; una tarde fue hasta el sermón; otra tarde… ¡Ay, cuán fuertemente me latía el corazón, al volver a casa! Llegó el Sábado Santo. Después que mi marido había ido algunas veces a misa, por la tarde me atreví a rogarle, con la mayor afabilidad posible, que viniera conmigo la mañana de Pascua. Vino en ello… Llena de felicidad le dije: Bueno, querido, voy a prepárate el traje, y mañana por la mañana te calentaré el café, para que puedas tomarlo antes de irnos. No, querida, mañana por la mañana comulgaré contigo, que ya me he confesado esta tarde. Decir mi gozo, mi estupor, mi agradecimiento a Dios es imposible. Desde la Pascua hasta ahora he economizado mis pobres ganancias y así he podido venir, a dar las gracias al Sagrado Corazón”.
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