2. "Como Cristo ama a su Iglesia"
“Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia dando la vida por ella, y la limpió y la santificó con la palabra y mediante el bautismo en agua, porque si es cierto que deseaba para él una Iglesia espléndida, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada, él mismo debía prepararla y presentársela así” (Ef 5, 25-27). Ambos esposos tienen que dar la vida por su pareja; cuanto vale y tiene cada uno, ha de dárselo al otro para hacerle feliz, como lo hacen unos por otros los miembros de un mismo cuerpo. En lugar de sentir “asco” por lo feo que encuentres en el otro, debes sanarlo, para enamorarte de él como pareja en unidad, hecha por Dios a fin de que se viva un amor semejante a como El nos ama. Igual que ha de hacerlo un Sacerdote con la Iglesia que Cristo le encomienda para amarla por medio de él.
Casados con el Sacramento, cada cónyuge es miembro de Cristo: para ser Cristo el Esposo amando al otro como a su Esposa la Iglesia, haciéndola más hermosa cada día, para cada día enamorarse más de ella viéndola tan digna de él. Pero lo hace nada menos que “dando la vida por ella”, para hacerla suya adquiriéndola a tan gran precio, como nos valora Dios (1P 1, 18-19). Cada uno, a la vez, es la Iglesia Esposa amando en el otro a Cristo su Esposo, que le necesita en su cónyuge: “lo que a uno de mis hermanos hiciste, a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40). Eso es amarse “Como Cristo ama a su Iglesia”; y “así debe amar el hombre a su mujer y la mujer a su marido” (Ef 25, 25 y 33).
Cada uno de los esposos cristianos al casarse con el Sacramento, dijeron a Dios, mediante la Iglesia que eran los allí presentes presididos por el sacerdote: “Prometo serte fiel y así amarte todos los días de mi vida”. Pero con un amor que no fuese cualquier cosa que en el mundo se llama “amor”, sino con el amor con que Dios los une en el Cuerpo de Cristo: “Como el Padre me ha amado a mí así os he amado yo a vosotros, permaneced en mi amor “ (Jn 15, 9). La fidelidad en ese amor es fidelidad a Dios, que es a quien se le ha dado esa palabra; y será, amarse de esa manera “todos los días” de su vida.
El problema por el que los matrimonios cristianos terminan fácilmente frustrados, no amándose ya, y pareciéndoles imposible volver a vivir en el amor primero, fundamentalmente es porque no cumplieron esa palabra de “amarse todos los días”, y con ese amor “como yo os he amado” (Jn 15, 12); acaso no se amaron así ningún día, ni en el día mismo de su boda. Porque nadie les enseñó que era ese el alcance de las palabras con las que se unían en matrimonio, ni sabían, de lo que es “amor”, otra cosa distinta de lo que el mundo entiende con esa palabra.
“Amar es entregarse olvidándose de sí buscando lo que al otro puede hacerle feliz”. Pero el amor normal en el mundo y en los mismos matrimonios, es lo contrario: es tener siempre en la mente quién es uno mismo, y no entregarse al otro para “ser comido” por él, sino él comerse al otro; no “buscando lo que al otro puedo hacerle feliz”, sino buscando “en qué el otro pueda hacerme feliz a mí”. En todos los actos de amar, y principalmente en lo que se llama “hacer el amor”, que se dice de la unión sexual con cualquiera, y también con el cónyuge, cuando yo quiero, porque yo quiero, y como yo quiero. Suele afirmarse que lo contrario al amor es el odio; el verdadero contrario al amor es el egoísmo, que es la negación del amor. Y este es el amor que el mundo enseña a todos, también a los que están casados.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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