Homilía: Solemnidad de Pentecostés (A), Domingo 12 de Junio del 2011


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Hch 2,1-11; S. 103; 1Cor 12,3-7.12s; Jn15,26s; 16,12-15

La Gracia de Pentecostés

Después de haber expuesto el contenido de la fe, el misterio cristiano, como le llama el Catecismo de la Iglesia Católica, es decir aquello que hemos de creer, y los sacramentos o medios por los que Dios actúa en los que creen y les comunica las gracias que para ellos Cristo ha ganado, el Catecismo dedica su parte tercera a cómo hemos de vivir los poseedores de toda esa riqueza.

Esta parte tiene el título de: “La vida en Cristo”. Comienza recordando estas palabras solemnes y preciosas del Papa San León Magno: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué cabeza perteneces –es decir a Cristo– y de qué cuerpo eres miembro –la Iglesia, cuerpo de Cristo–. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios”.

El mismo Catecismo habla así un poco más adelante: «Los cristianos han llegado a ser “hijos de Dios” (Jn 1,12; 1Jn 3,1), “partícipes de la naturaleza divina” (2Pe 1,4). Los cristianos, dándose cuenta por la fe de su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una “vida digna del Evangelio de Cristo” (Flp 2,7). Para eso reciben la gracia de Cristo y los dones de Su Espíritu, que los capacitan para ello» (1692).

Y el texto añade: «Incorporados a Cristo por el Bautismo (v. Ro 6,5), los cristianos están “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Ro 6,11), participando así en la vida del resucitado (v. Col 2, 12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (v. Jn 15,5), los cristianos pueden ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor” (Ef 5,1), confirmando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con “los sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (v. Jn 13,12-16)» (1694).

«“Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1Cor 6,11) –seguimos con el Catecismo– “santificados y llamados a ser Santos” (1Cor 1,2), los cristianos se convierten en “el templo del Espíritu Santo” (v. 1Cor 6,1). Este “Espíritu del Hijo” les enseña a orar al Padre (v. Ga 4,6) y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar (v. Ga 5,25) para dar “los frutos del Espíritu” (Ga 5,22) por la caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual (v. Ef 4, 23), nos ilumina y nos fortalece para vivir como “hijos de la luz” (Ef 5,8), “por la bondad, la justica y la verdad’ en todo (Ef 5,9)” (1695).

Difícilmente se puede decir más. Es importante que cada uno de ustedes medite estas palabras. Porque el Espíritu Santo se derrama hoy en la Iglesia con tanta abundancia como aquel día en el Cenáculo. Entonces lo hizo acompañado de fenómenos visibles extraordinarios, de las lenguas de fuego. Era necesario por ser la primera vez y para que los discípulos, sin una experiencia semejante hasta entonces, creyeran en el valor del don que recibían en sus almas y no dudasen del origen del cambio que sentían en sus almas. También aquí se cumple lo dicho a Santo Tomás: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29). Por la fe sabemos nosotros de la fuerza de ese Espíritu. Es el que derribó a Pablo y lo hizo apóstol de los gentiles, el que transformó a Agustín de pecador a Santo, el que ha sostenido hasta el martirio a tantos cristianos en nuestros días, fusilados, asfixiados en las cámaras de gas, perseguidos en Vietnam y en China, mientras la fe milagrosamente sigue multiplicando creyentes.

El Espíritu sigue actuando con abundancia en nuestros días. El sostiene y activa la fe con que ustedes recurren a María y a los Santos, la fe que provoca esos sentimientos del corazón hasta lágrimas de dolor de los pecados, o de amor a Cristo y a María, o de confianza en la oración que dirigen a Dios por su familia, por el hijo o la hija, cuando dan gracias, cuando piden, cuando sufren y ofrecen su dolor por la salvación de las almas, la fe con que han venido y toman parte en esta misa. Ahí está la acción del Espíritu sosteniendo, iluminando, llenando de fe y esperanza y sobre todo de amor sus días, trabajos, esfuerzos, dolores, acciones de gracias y oraciones. Porque “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado” (Ro 5,5.10.11).

Pero la acción del Espíritu Santo en nuestras almas es una gracia y por eso hay que pedirla. Logramos que sea más abundante por la oración intensa, mejor comunitaria y junto con María, como vemos en la misma Escritura. Nosotros venimos a ser como barquitos de vela, pequeños balandros, que no disponen más que de su vela para la navegación. Dependen del viento y del manejo de la vela. El viento favorable es la gracia del Espíritu Santo. No está en poder del hombre, que sople. Por eso hay que pedirlo con la oración.

La oración es actividad normal del cristiano que vive como tal. Si falta oración, el Espíritu no actúa. Pero puede actuar el espíritu del mal, que nos tienta; o quedamos al garete, dirigidos por nuestros instintos, en los que hay bueno y malo, en los que entra nuestra concupiscencia, lo que Pablo llama “carne”, del que forman parte tantas tendencias egoístas y carnales. Tenemos un gran peligro de derivar a situaciones así. Por eso es necesario orar siempre, para que el Espíritu venga y nuestra vela recoja el viento.

Con la oración y la intercesión de María nos llevará el Espíritu en la vida y “el amor de Dios se derramará en nuestros corazones” (Ro 5,5).





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