Lecturas: Sab 11,22-12,2; S 144; 2Tes 1,11-2,2; Lc 19,1-10
Mantener vivo el encuentro con Cristo
P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
Hoy nos plantea el evangelio una realidad frecuente en la vida cristiana. El Papa Benedicto XVI gusta hablar de ella con alguna frecuencia, tal vez por estar un tanto olvidada.
Zaqueo se encuentra de repente con Jesús y aquello le cambia la vida. Es persona importante en la ciudad, es el jefe de los recaudadores de impuestos, de los publicanos. El dinero le hace poderoso y respetado, aunque muy probablemente su fama de honestidad no sea grande como no lo es la de ningún publicano y más siendo de los que destacan. El publicano era en Israel el prototipo del pecador.
Pequeño de estatura, superando el ridículo, Zaqueo sube a una higuera, para poder ver mejor a Jesús. Al pasar, la gran sorpresa. Los ojos del publicano se cruzan con los de Jesús. Jesús le mira con bondad, le llama por su nombre, sin que tal vez nadie antes se lo haya dicho: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.
Que cada uno se imagine, como pueda, el asombro y la alegría de Zaqueo. Nunca lo hubiera pensado. Empezó una nueva vida. Había cambiado por dentro y de tal manera que sintió la necesidad de manifestarlo públicamente a los demás publicanos, muchos de los cuales fueron allí invitados al banquete, también a los discípulos y a todos los que pudieran escucharle: “Se puso en pie y dijo al Señor: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”.
Zaqueo no es el mismo. Zaqueo ha cambiado, ha dejado de ser un avaro y un ladrón. Zaqueo seguirá siendo publicano y recaudando impuestos, pero ahora lo hará honradamente y ayudando a los pobres con parte de sus ganancias.
“Jesús le contestó: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”. Jesús aclara la transformación de Zaqueo. Estaba perdido por el pecado, como se habían perdido la oveja, la dracma, el hijo del padre bueno que se fue y malgastó toda su herencia. Y parecía que Jesús pasaba sin más por Jericó, pero venía a salvar a Zaqueo. También era judío, también era hijo de Abrahán, también cualquier hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, también quiere Dios que todos los hombres se salven, también ha venido Jesús a salvar a todos los hombres. Y alguna vez llega y llama y pide que le abramos el corazón para hacer morada en él y hacernos templos del Espíritu Santo: “Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Hay mucha literatura cristiana con acontecimientos semejantes. Así cambió San Pablo y de modo aun más violento, podríamos decir. En los Hechos de los Apóstoles tres veces se recuerda el acontecimiento: primero cuando sucede, luego cuando Pablo lo narra en su discurso ante el tribuno romano y el pueblo de Jerusalén, por fin ante el rey Agripa y el procurador romano Festo. También en sus cartas recuerda repetidamente aquel hecho que cambió radicalmente su vida (Ga 1,13; 1Cor 9,1; 15,8; Ef 3,8; 1Ti 1,15). Las vidas de los santos están repletas de estas conversiones: San Agustín, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola… El Papa Benedicto XVI insiste mucho en que la fe es consecuencia de ese acontecimiento, del encuentro personal con Cristo. Lo repite en discursos y homilías y en el libro “Jesús de Nazaret”, libro precioso, cuya lectura recomiendo. Todo comienza con ese encuentro. Yo también lo creo así.
Sin embargo son muchos los que no caen en la cuenta. Cierto que a veces el encuentro no es tan violento. Es el caso de un niño que, lo mismo que fue aprendiendo a hablar y a andar, se encontró con Dios con la misma naturalidad que con sus padres; vivió la atracción y aun la presencia y el amor de Dios sin mayores problemas, igual que la respiración y otras actividades vitales, importantísimas, pero naturales. Santa Teresa del Niño Jesús es un ejemplo claro.
Si estamos aquí, es porque todos hemos tenido en la vida un encuentro semejante. El encuentro de Zaqueo con Jesús puede aclararnos el nuestro, del que tal vez no seamos conscientes pese a su importancia en el pasado y para el futuro.
A todos nosotros nos ha llamado Jesús. Y más de una vez probablemente. Puede haber sido algo como un fogonazo de luz que me iluminó de repente, puede haber sido como el sol del amanecer que va disipando la oscuridad paso a paso. Hagamos un esfuerzo y recordémoslo. Y agradezcámoslo. Y respondamos. Porque el encuentro con Jesús y la convivencia con Jesús nos tienen que cambiar.
El que esto sea verdad no significa hacerse incapaces de pecar. Este encuentro lo tuvieron los doce apóstoles. Sin embargo Pedro negó tres veces a Jesús y Judas le traicionó, y todos tuvieron un lento progresar en las virtudes como la humildad y la comprensión de la cruz.
“El justo vive de la fe” (Ro 1,17). Si ustedes viven de la fe y despiertos a Dios, tendrán con frecuencia estos encuentros. Son una gracia de Dios y como tal no podemos producirlos nosotros de ninguna manera. Pero podemos pedirlos, estar preparados para ellos y siempre debemos agradecerlos y aprovecharlos para avanzar en la práctica de las virtudes. “Cree y entenderás”. Verán que es cierto lo que decía Santa Teresa de que “entre los pucheros anda Dios”. Es más fácil vivirlo que explicarlo. Pero, si dentro de mí una frase de la escritura, una reflexión sobre Dios o Jesús, un acto de bondad, una limosna, el perdón de algo, el arrepentimiento de mis pecados, levantan como una luz, que me dice que Dios me ama, que Él está cerca, y esto me conmueve y me da paz, alegría, fuerza y ganas de hacer el bien, todo esto significa que Su presencia está cerca. No pierdas la oportunidad. Vive atento a estas ocasiones preciosas. Es el Señor el que te alienta.
“Hoy ha venido la salvación a esta tu casa”, a tu corazón. Vive de otro modo; no se puede volver al antiguo después de haberlo dejado. Que Nuestra Señora nos ayude a tener siempre abiertas las puertas a su Hijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra”.
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