Sobre la fe que salva
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
“Yendo Jesús camino de Jerusalén”. Es interesante el dato. Probablemente es el último viaje desde Galilea a Jerusalén. Va a celebrar allí la Pascua, que va acercándose. No pudiendo atravesar Samaria por la animadversión de los samaritanos, camina por la zona limítrofe entre Samaria y Galilea hacia el Jordán, para tomar entonces el camino más frecuentado y seguro hasta Jericó y de aquí a Jerusalén.
Cerca ya de un poblado le ven y parece que le conocen. Un grupo de diez personas se ha acercado y luego detenido a cierta distancia. Son leprosos. La “lepra” entonces era generalmente incurable y siempre contagiosa. El enfermo debía apartase totalmente de la convivencia con los sanos y permanecer lejos de los lugares habitados. “En cuanto al leproso sus vestidos serán desgarrados, su cabeza estará desgreñada, se cubrirá hasta el bigote y gritará: ¡Impuro, impuro! E impuro será todos los días que le dure la herida. Es impuro, habitará solo, su morada será fuera del campamento” (Lev 13,45-46). Esto ordenaba la ley. Si alguno curaba, aunque no se supiese cómo, la misma ley mandaba que se fuese a un sacerdote que lo constatase y para ofrecer un sacrificio ya prescrito.
Eran un grupo de diez, nueve judíos y un samaritano. Judíos y samaritanos no se hablaban y se despreciaban mutuamente, pero en este caso la desgracia común les había unido y hecho superar las barreras del antiguo y ciego rencor mutuo. Por alguna razón conocían a Jesús y su poder sobre las enfermedades alguno o varios de ellos. Lo reconocieron, se acercaron y todavía desde lejos, pero pudiendo ya hacerse escuchar, piden a Jesús de modo general: “Ten compasión de nosotros”.
Y el Señor tuvo compasión. El texto es muy escueto; dice sólo que Jesús los vio y les dijo: “Vayan y preséntense a los sacerdotes”, como se mandaba en caso de curarse. Samaritanos e israelitas admitían el Pentateuco o libro de la ley de Moisés (los cinco primeros libros de la Biblia) y por tanto las prescripciones del Levítico, pero cada pueblo tenía su templo y sus sacerdotes. Por eso el samaritano y los judíos se separarían al ir cada uno a sus sacerdotes respectivos. No habían sido curados, pero obedecieron.
Marcharon todos corriendo. En el camino quedaron curados y fue el samaritano el único que agradecido interrumpió su carrera y antes que nada regresó a Jesús a darle gracias. Dar gracias fue entonces para él lo más importante. Dejaba para luego ir a la familia, tal vez la esposa y los hijos, ciertamente los amigos, la vida, la amistad y el amor, que volverían a acogerle después de una experiencia espantosa.
El leproso vuelve “alabando a Dios a grandes gritos” y, echándose a los pies de Jesús, le da las gracias. Jesús traduce los gestos y palabras del samaritano, diciendo que está dando “gloria a Dios” y le despide así: “Tu fe te ha salvado”. Los gritos de alabanza Dios y el echarse por tierra a los pies de Jesús dejaban ver que el samaritano reconocía a Jesús como persona en la que Dios está, obra y se manifiesta, cercana a Dios como ninguna.
La acción de Dios en los corazones es un misterio. Pero aquí las palabras y actos del samaritano y de Jesús nos dan luz. Lo que ha obrado Dios en el alma del samaritano, va más allá de la curación. Los nueve leprosos judíos fueron curados, pero decepcionaron a Jesús. Ahí quedaron. Sin embargo el samaritano con gritos y gestos muy significativos alababa a Dios y daba gracias a Jesús. Y Jesús dijo del samaritano que daba “gloria a Dios”. Así confirmó la bondad, la belleza, el valor que para Dios tenían sus gestos, los confirmó como una manifestación de fe y le aseguró que esa fe le había salvado. El texto no afirma con claridad si esa fe era en la divinidad de Cristo y en el perdón por ella de sus pecados; en todo caso era una fe destinada a crecer, aunque fuese todavía como un grano de mostaza, y que pujaba por dar los frutos de la salvación plena.
De todas maneras Lucas dirige su escrito a cristianos que han creído y han sido bautizados, limpiados de la lepra de sus pecados por la palabra y el poder de Cristo, y lo hace así “para que conozcamos la solidez de las enseñanzas recibidas” (LC 1,4). La fe en nosotros tiene que actuar de modo pleno. Porque a nosotros Jesús nos ha concedido y concede de continuo preciosos y aun mejores bienes. Cada uno, cuando fuimos bautizados, recibió de Cristo el beneficio de la gracia santificante, participando de la vida divina de Jesús resucitado. Constantemente estamos recibiendo inspiraciones hacia el bien. Ahora mismo la palabra de Dios está llegando a ustedes, lo cual es una gracia y es una maravilla. Están ustedes ahora como los apóstoles en la Última Cena. Si estuvieran atentos a lo que sucede un momento tras otro en sus vidas, se darían cuenta de que muchas cosas maravillosas les suceden y de que Dios está cercano y escucha sus peticiones y deseos. Actuar la fe es interpretar el mundo interior por la luz de la fe. Entonces vemos que hay mucho para dar gracias a Dios, que más de una cosa ocurre como ocurre porque Dios escuchó nuestra oración y su presencia y acción maravillosa estaba ahí. Den entonces gracias a Dios y alábenlo a grandes gritos con entusiasmo. La vida escasea en sorpresas maravillosas si la vivimos con poca fe. Pero si la misa, por ejemplo, se vive con fe, la misa dice muchas cosas. Si la oración se hace con fe, si la escritura se lee con fe, si cualquier cosa se hace con fe, encontraremos muchos motivos para agradecer y alabar a Dios, y su vida no será aburrida. Háganlo.
Háganlo y den gracias a Dios porque está ahí. Porque sin decir palabra y mientras con prisa realizan sus obligaciones para con Dios, el prójimo y ustedes mismos, Dios les va bendiciendo como a aquellos leprosos. La acción de gracias y el aplauso entusiasta es en la Escritura y en la Iglesia una forma de oración frecuente, tal vez la más frecuente, como se puede constatar en los salmos y en el salterio que obligatoriamente rezan en nombre de la Iglesia y por la Iglesia los sacerdotes y los religiosos/as contemplativos. El nombre técnico de la misa es la “eucaristía”, equivalente a acción de gracias. La acción de gracias hace crecer nuestra fe, agrada a Dios, nos lo hace propicio y cercano y nos permite ver a Dios en todas las cosas. La oración de acción de gracias es un fácil ejercicio de la fe y un modo precioso y eficaz de hacer de la vida oración y de tener a Dios siempre ante los ojos.
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