Hacerse compañía

P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.

“Después, dijo Yahvé: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Haré, pues, un ser semejante a él para que sea su ayuda’. Yahvé formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y los llevó ante el hombre para que les pusiera nombre. Y cada ser viviente había de llamarse como el hombre le había llamado. Pero no encontró entre ellos un ser semejante a él para que fuese su ayuda.

Entonces Yahvé hizo caer un sueño profundo al hombre, y este se durmió. Y le sacó una de las costillas, tapando el hueco con carne. De la costilla que Yahvé había sacado al hombre, formó una mujer, y se la presentó al hombre. Entonces el hombre exclamó: ‘Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne’. Y la llamó mujer”; había sido sacada del hombre”.
(Génesis 2, 18-23)


Cuando a un encarcelado se le quiere castigar por una falta grave de insubordinación, hay una manera de hacerlo sin mayores torturas: meterlo aislado de todos los demás en una celda de castigo, y dejarlo ahí días o acaso meses sin que pueda comunicarse con nadie. Pienso en Abimael Guzmán apresado y sentenciado, con juicio sumarísimo, a ser recluido en una cárcel de alta seguridad: estando él solo, en una apartada celda, en total aislamiento hasta en el pequeño patio a donde en algunas horas le permitieran salir a pasear y tomar el aire o el sol. Como sucede en tantas “celdas de castigo” que se dan en cualquier parte del mundo.

Estar días y días encerrado en esa soledad, acostado, de pie o paseando, quizás leyendo, pero sin contacto con nadie; y así días y días, cadena perpetua,... es como para volverse loco. Solamente viendo a sus guardianes y viéndolos como enemigos. Cualquiera que se viese en tal situación de castigo, experimentaría lo terrible de semejante soledad. Es duro castigo el estar solo. Vale la pena meditarlo.

Como es triste la soledad de un enfermo en un hospital, a quien nadie viene jamás a visitarlo. Igualmente si está enfermo en su propia casa, pero sin familiares, sin amigos, sin que los vecinos siquiera entren a visitarlo ni atenderlo. Como es muy penosa, también, la soledad de un niño cuyos padres han muerto en un accidente, y él se ha quedado solo en la vida. O el anciano que se quedó viudo, y le ocurre que ni los hijos se interesan por él. Esa soledad se puede dar hasta viviendo en pareja, casados, pero sin verse o sin hablarse semanas y meses.

Desde lo profundo de nuestro ser humano, todos buscamos compañía. Cuando sufrimos, el estar acompañados es ya un importante alivio. Compartir nuestras penas o temores aligera ese peso que nos oprime en nuestro dolor; como si nos aliviase el que nos acompaña y nos escucha. Hasta nuestras alegrías y satisfacciones experimentamos que son más valiosas cuando alguien las comparte acompañándonos.

Y hago una reflexión más. El vivir mismo, sin compañía de nadie, nos parece carecer de sentido y de valor. Aunque sabemos también que, el vivir acompañado de gente alrededor, no quita la soledad tan penosa para el ser humano; seguimos en ella si no hay relación de amor con quienes nos acompañan. Solamente con amor hay verdadera compañía. Como también, sólo haciéndose compañía se goza del amor. Hasta en el Paraíso del Libro del Génesis, aquella pareja hecha para participar de la felicidad divina, tenía que pasearse con Dios (Gén 3, 8).

En la relación con la gente uno puede disfrutar de riquezas o de poder. Sin embargo, sería el hombre más desdichado aquel que, teniendo todo eso, no fuese amado por nadie; y más desdichado todavía aquel que, con poder o con dinero y con salud, igual que sin esas cosas, él mismo no amase a ninguna otra persona. Ser amados y amar son consustanciales a los seres humanos y a su anhelo de ser felices viviendo. Amar y ser amados es lo que más buscamos y queremos encontrar.

Con una profunda visión de la realidad del hombre, la Biblia, en el relato de la creación, nos dice que al hombre le hizo Dios después de todas las demás cosas que creó, queriendo poner en el hombre una imagen y semejanza de El mismo, como Dios, al coronar la creación. Nos pone a Adán en el Paraíso, dueño y señor de todo lo que podría necesitar, porque Dios le había provisto de todo; “pero no encontraba un semejante a él para que fuese su ayuda”.

Dios al verlo, sintió pena; y sentenció: “No es bueno para el hombre estar solo; voy a hacerle una ayuda adecuada”. Creó entonces a la mujer para que viniese a llenar el vacío que tenía el hombre allá en lo profundo de su ser, sintiéndose inconsistente como faltándole una costilla. Se la presentó al hombre en un despertar de su sueño, y él exclamó al ver tal compañera: “Esta sí, que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Añade la Biblia: “Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza”, no tenían de qué sentirla.

Serían felices tales como eran, pero juntos los dos. Encontraban su ser completo estando juntos, y viéndose así, como eran, “no sentían vergüenza”. El desorden al mirarse, y la consiguiente vergüenza al verse uno al otro desnudos, vinieron después, cuando se escondieron avergonzados por haber pecado al querer buscar la felicidad en las cosas en vez de tenerla en ellos.

Dios instituyó así el matrimonio: no para desahogo de sus pasiones, sino para complementarse, y ser felices de esa manera. Sentenciando: “Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”. Jesús, más tarde, añadió a esa sentencia divina: “Y lo que Dios ha unido, que nunca lo separe el hombre”, como puede hacerlo de tantos modos con sus torpezas.

Es por ello que el hombre igual que la mujer, en su despertar a ser adultos, se buscan como si un profundo imán los atrajese mutuamente. No para satisfacer su instinto sexual, que podrían hacerlo y lo hacen fácilmente fuera del matrimonio. Sino “para ser su ayuda” el uno unido al otro.
Cuando él o ella van haciéndose mayores y no encontraron ya su pareja, sienten la penosa angustia de quedarse solos. Si enviudan, es frecuente que se busquen otra pareja, sintiendo que lo necesitan en su soledad; aunque el viudo tenga riquezas, honores o poder, pero sin que los hijos siquiera le basten como consuelo. Cuanto más se acercan a la ancianidad, la soledad se les hace más dura y pesada, se ven más necesitados de tener a su lado el complemento que Dios pensó. Así nos lo dice la experiencia más general.

Comunicándose mutuamente con una confianza sin barreras, y así “viéndose al desnudo” el uno al otro, no sentirán vergüenza por verse tan de veras; sino que en ello encontrarán la dicha de ese amor que se demuestran viviendo ambos su relación en una apertura total. Esa confianza y apertura mutua es lo que más adelante veremos como el “diálogo” necesario en el matrimonio, tomando la decisión de amar a quien eligió para ser su pareja.

Diríamos que Dios se jugó mucho al hacer a los hombres “a su propia imagen y semejanza: para hacerlos así, los hizo libres, como lo es El. Siendo libres los dos, es como habrían de decidir o no decidir, decidir una cosa o la contraria, igual en su vida personal que en su vida de relación. Pero si Dios es AMOR, serían “semejantes a Dios” amándose de así, responsablemente, libremente. Y si en el amarse como Dios nos ama es como encontrarían ser felices como Dios, ambos, esposo y esposa, serán cada uno responsables de su amor y su felicidad. Echar la culpa al otro, generalmente es elegir el engaño.

También ocurre entonces que cuando dos esposos se aman con ese amor con el que Dios los ama, son de veras “imagen de Dios”. Es Dios quien se ve en ellos como en un espejo, gozándose al hallarse reflejado en ese amor. Pero, además, todos los que los ven amarse de ese modo encuentran en ellos a Dios; lo encuentran los hijos, y todos los que los miran con esos ojos limpios que aún tienen los niños para ver e interpretar.

Cuando decimos a los niños que Dios es Padre, o que Dios es AMOR, lo entenderán si ven a sus padres amarse de esa manera, particularmente viendo a su padre amar a su madre de ese modo. De lo contrario, es posible que no entiendan bien lo que decimos. Igual que les ocurre a los mayores cuando un sacerdote dice esas cosas a su gente y no encuentran en él ese Amor de Dios del que les hablan. No pueden ni creer ni entender algo tan luminoso.

Quiero decir más del caso del sacerdote. Si no asume con fe e ilusión su celibato al que le llamó el Señor, sabiéndose ser la presencia de Cristo desposado con su Iglesia, con esa parcela de la Iglesia que a él se le ha confiado para amarla “como Cristo ama a su Iglesia”, sentirá una soledad penosa. El celibato le resultará como una carga pesada, acaso hasta insoportable; aunque se vea rodeado de la gente y de su estima, o quizás de sus aplausos. Pero se sentirá tan feliz como Jesucristo que optó por ser célibe para darse plenamente, no a una mujer, sino a todos los que redimía con igual amor; si el sacerdote es fiel en amar a su Iglesia tanto como Cristo la ama. Y si entonces es amado por su gente, sentirá que es Cristo quien es amado en la persona de él. ¡Cuán felices han sido los santos sacerdotes y los consagrados con Votos Religiosos viviendo con toda fidelidad y entrega su consagración!

Uno que había sido Religioso y que le habían hecho Obispo, me decía en una ocasión que lo más duro para él en su nuevo estado de Obispo era haber dejado de vivir en Comunidad Religiosa. Ahora, en su casa se sentía solo, aunque tenía sirvientes. Y en su vida, trabajando mucho, sentía la soledad de que sus sacerdotes le respetaban, sí, pero se le quedaban distantes. En algunos casos, hasta le parecía que le tomaban como un “enemigo”. Añoraba la vida de antes; le parecía que, al haber “subido de nivel”, había sido condenado a sufrir la soledad. Los Obispos también pueden sufrirla, es evidente.

En el mismo matrimonio es muy frecuente seguir viviendo juntos, comiendo en la misma mesa, durmiendo en el mismo lecho; pero sufriendo una soledad angustiosa. Cuando llevan tiempo sin intercambiar una conversación seria, o cuando se hirieron y no se perdonaron aún. También cuando se han resignado a seguir adelante para no dar escándalo; pero haciendo cada uno totalmente su vida propia. Cuando no se tienen verdadero amor de intimidad. Cuando su enamoramiento ha desaparecido, y ya no se tienen ni amor. Es muy penosa soledad en la que están cada uno, viviendo en pareja. Se unieron para toda la vida, y no para vivir así, sino más bien para ser el uno apoyo firme del otro. Así les ocurre también a los sacerdotes si son simplemente no casados, si no son Cristo amando a su Iglesia hasta el extremo en el que Jesús amó a los suyos tales como eran (Jn 13, 1).

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