Bendita entre todas las mujeres
P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
Los católicos, junto con los ortodoxos orientales, somos los únicos que en el ejercicio de la fe cristiana practicamos la devoción a la Virgen María. Por el testimonio de algunos convertidos sabemos que esta laguna era antes para ellos fuente de insatisfacción; a veces incluso captaban una contradicción entre lo que en la Escritura se dice de María y sus mismos teólogos y pastores afirmaban y lo que de hecho se fomentaba y se vivía en su confesión. Sin embargo otros nos critican con frecuencia a los católicos el culto que damos a María. Nos urge por eso saber dar “razón de nuestra esperanza”. Las fiestas de María, como hoy, nos ofrecen la oportunidad de hacerlo.
El Catecismo de la Iglesia Católica, que reúne el contenido de la fe de la Iglesia, habla en muchos lugares de la Virgen María. Porque María forma parte de la fe de la Iglesia. El misterio de Cristo, el misterio del Espíritu y el misterio de la Iglesia remiten necesariamente a María (CIC 963).
En esta Iglesia, que nosotros formamos y en la que participamos de riquezas sobrenaturales que sólo por la fe podemos conocer, María –enseña el Catecismo– tiene la función de Madre, de modelo o figura ideal y de colaboradora de Cristo en el orden de la gracia (963–969).
Y la experiencia lo confirma. En particular la prerrogativa de la Inmaculada Concepción de María ha suscitado y suscita siempre, sobre todo en tantos jóvenes, el anhelo, el ansia de imitarla liberándose de todo pecado, en particular contra la pureza. María, aplastando la cabeza de la serpiente, es un imán, una llamada interior de todo hijo e hija de la Iglesia y una esperanza de liberación del pecado.
“El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo” (CIC 964). Ahora bien lo único que Jesús vino a realizar en este mundo es la obra de nuestra salvación: “Yo he venido para que tengan vida”(Jn 10,10). “Para eso he venido, para dar testimonio de la verdad”(Jn 18,37). Y hemos escuchado en la segunda lectura que el Padre “nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables por el amor; y nos ha destinado en el mismo Cristo a ser sus hijos y así con Cristo hemos heredado también nosotros y a esto estamos destinados según su voluntad”. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”(Jn 3,16).
Y si la vida de la Virgen María no tuvo ni tiene otro sentido que la de la colaboración con la obra de salvación de su hijo Jesús, podemos deducir que para nuestra salvación fue concebida, para nuestra salvación fue madre de Jesús, para nuestra salvación lo acompañó hasta la cruz, para nuestra salvación quedó en la tierra orando en el Cenáculo y hasta la muerte por aquella comunidad de hijos de Dios y para nuestra salvación participó de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús con su propia muerte y su asunción.
Y la lectura del Génesis, que hemos escuchado, viene a decir lo mismo: “Establezco hostilidades entre ti –la serpiente– y la mujer –María–, entre tu estirpe y la suya –Jesús–. Ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón”. Con razón, pues, la Iglesia la reconoce como Madre y ve una verdadera maternidad sobrenatural en la función maternal de María, quien acogió el mandato de su Hijo en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, mostrando al discípulo amado y a todos los discípulos, también ellos muy amados (CIC 964-966).
Y continúa el Catecismo, citando ahora el Concilio: “Esta maternidad de María perdura sin cesar (repito: sin cesar) en la economía de la gracia”. Pues continúa en estos momentos “desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. Porque con su asunción a los cielos no abandonó su misión salvadora sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna... Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (969). Es abogada porque es Madre, es auxiliadora porque es Madre, es Socorro y Mediadora porque es Madre.
Y el Catecismo saca otra consecuencia: “La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano”(971). Esto significa que como, por ejemplo, en una persona cualquiera de sus miembros es parte de la misma persona (si sus pulmones enferman la persona enferma), así la devoción a la Virgen María es parte del culto y honor que la Iglesia tributa a Dios. Si la devoción a María es floja, nuestra respuesta al amor de Dios no le está dando la honra y la gloria ni le agradece como debiera. Por eso “la Santísima Virgen es honrada con razón –con razón, dice el Catecismo– por la Iglesia con un culto especial” y, siendo diferente y lógicamente menos sustancial que el culto a la Trinidad, “lo favorece muy poderosamente”(971).
Es, pues, la devoción a la Virgen María una riqueza de la gracia de Dios que debemos cuidar, una luz que nos ilumina el misterio de Cristo y de la Iglesia. Y así cierra el Catecismo sus reflexiones diciendo: “no se puede concluír mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su peregrinación de la fe, y lo que será al final de su marcha (la de la Iglesia), donde le espera para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad, en comunión con todos los santos, aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre” (972).
La devoción mariana, por eso, debe ser componente normal de nuestro comportamiento religioso. Y no nos limitemos a pedir cosas o bienes de este mundo, sino invoquemos especialmente lo que la hizo grande, los dones sobrenaturales, la gracia, la luz y la fuerza del Espíritu, la participación de sus virtudes. El Catecismo señala el Santo Rosario, “síntesis de todo el Evangelio”, como la llamó el Papa Pablo VI(971), y la celebración de las fiestas de la Virgen. La invocación y recurso a María aparece en la petición de perdón al comienzo de la misa y el recuerdo de su presencia tras la consagración.
Desde el corazón de la Iglesia saludemos a María con frecuencia y con amor de hijos: Alégrate, Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres. Porque has encontrado gracia ante Dios para ti y para nosotros; porque has concebido un hijo que es Hijo de Dios; porque has colaborado para que nosotros seamos también hijos de Dios por el bautismo e hijos tuyos porque así lo quiso Jesús; porque para Dios nada hay imposible.
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