P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Tomada de la Homilía del Domingo 14 T.O (A)
Tomada de la Homilía del Domingo 14 T.O (A)
¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Ro 6, 3-4.8-11
Ro 6, 3-4.8-11
El fragmento de la carta a los Romanos, que acaban de escuchar, resume las gracias que da el sacramento del bautismo. En la parte que precede de la carta Pablo ha explicado que, siendo todos esclavos del pecado, Cristo nos ha rescatado por su muerte en la cruz de manera superabundante. Podría parecer a algunos que entonces no hace falta que el hombre haga nada para salvarse. Pero no es así.
En rigor la misma razón humana puede llegar a darse cuenta de que el último destino debe alcanzarlo el hombre de una forma conforme a su naturaleza. Pero el hombre posee una voluntad libre. Por eso será usando su libertad como deberá lograr su salvación. ¿Cómo? No puede sin más redimirse a sí mismo –ya lo explicamos–. Pero puede aceptar la salvación que Dios le ofrece gratuitamente, sin merecerlo. Lo hace por la fe. Por la fe y el bautismo prescritos por Cristo. “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado” (Mc 16,16).
“¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”. Más de una vez hemos expuesto estas ideas. En el bautismo, que es un símbolo de la muerte y resurrección de Cristo, nos incorporamos la muerte y resurrección de Jesús: “fuimos bautizados –o, al pie de la letra, sumergidos– en su muerte” (Ro 2,3), “por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado, también nosotros andemos en una vida nueva”. La inmersión del neófito (así se llama al que se va a bautizar) simboliza la muerte y sepultura de Jesús; Jesús mismo lo dice (Mt 12,40). La salida del agua simboliza la resurrección, es decir la salida del sepulcro con una vida nueva. Pero los sacramentos, por la voluntad de Cristo, que los ha instituido, realizan lo que simbolizan.
El bautismo realiza la incorporación de la muerte de Cristo por nuestros pecados y la de su vida resucitada: se muere así al pecado y se recibe la vida de Cristo resucitado. El bautismo perdona todos los pecados, tanto el original como los personales. No hay necesidad de confesión previa y la absolución sacramental sin estar bautizado sería nula, aunque sí es necesario el arrepentimiento y la conversión del corazón.
El segundo efecto del bautismo es el don de la gracia santificante. La gracia santificante es la participación en la vida de Cristo resucitado, vida nueva que fluye en el bautizado al haber sido injertado en Cristo como sarmiento en la vid. El bautizado recién comienza entonces a ser hijo de Dios, cuando ha recibido la vida del Hijo, la de Jesús resucitado. Esta vida nueva, divina, está destinada a no morir, a perdurar y llevarnos a la eternidad bienaventurada. Lo subraya y explica Pablo: “Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez recitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez `para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”. Ciertamente el perseverar en la gracia, evitando el pecado, no es automático; exige esfuerzo personal. Lo demuestra la experiencia y es razonable, dado que el hombre es libre y estamos en prueba. Exige no obrar “según la carne” sino “según el Espíritu”, según el modo de hablar de San Pablo.
Tras una amplia digresión sobre el pecado, la concupiscencia y “las obras de la carne”, que concluye con la constatación de que “el pecado está en mí” (Ro 7,17) y que la solución está en Cristo, concluye Pablo con una mayor explicación de la gracia del bautismo. “Ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo”.
Esa vida divina, que nos viene de Cristo, incluye (y es su elemento más importante) la presencia del Espíritu Santo en el alma del justificado. Esto es tan cierto como para afirmar que “el que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo”. De aquí el que se pueda decir de todo el que vive la gracia del bautismo que “es templo de Dios”, “piedra viva”, miembro de un “pueblo sacerdotal” y apelativos parecidos, que aparecen en el Nuevo Testamento. Se lo había prometido Jesús a los discípulos: “Si me aman, guardarán mis mandamientos; y yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito (el término significa abogado, defensor, apoyo, padrino...) para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero ustedes le conocen, porque mora con ustedes y en ustedes está” (Jn 14,15-17). Así el Espíritu Santo presente en nosotros por la unión con Cristo tiende a producir en nosotros los mismos efectos que en Cristo hasta el máximo de la resurrección de los cuerpos. “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús dará nueva vida a sus cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en ustedes”. Todo cristiano con la gracia de Dios, obtenida en el bautismo o recuperada en la confesión, lleva dentro de sí al Espíritu y con Él también al Padre y al Hijo. Es templo de Dios. Es teóforo, portador de Dios, como le llamaban a San Ignacio de Antioquia. Además el Espíritu en nosotros nos impregna de sus dones, nos comunica sus virtudes, nuevas fuerzas para obrar según su naturaleza, nos transforma, nos diviniza. Llevamos a Dios, hacemos presente a Cristo, el Espíritu nos comunica capacidades de obrar divinamente con las virtudes teologales, “divinas”, de la fe, esperanza y caridad.
Pablo culmina lógicamente su enseñanza: Lo más grande y precioso que tenemos es esta presencia del Espíritu de Dios con todos sus dones. Es permanente, es la gran gracia que nos hace santos; por eso los teólogos la llaman “santificante”. En consecuencia debemos vivir no según la concupiscencia, “la carne”, que nos lleva al pecado y la muerte, sino según el Espíritu de Cristo que es la vida y nos lleva a la vida eterna: “Así, pues, hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne según el Espíritu, entonces vivirán”.
“Reconoce, oh cristiano, tu dignidad”, dice San León Magno con razón. Creamos, agradezcamos a Dios con frecuencia, alimentemos esta vida con los sacramentos, la palabra de Dios, la oración, las buenas obras, inmunicémonos contra el pecado, evitemos jugar con él. Seamos presencia de Cristo y luz. Esto espera la Iglesia cuando, en la despedida final de la misa, nos envía con el “pueden ir en paz”. Que así sea como concluimos cada eucaristía.
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En rigor la misma razón humana puede llegar a darse cuenta de que el último destino debe alcanzarlo el hombre de una forma conforme a su naturaleza. Pero el hombre posee una voluntad libre. Por eso será usando su libertad como deberá lograr su salvación. ¿Cómo? No puede sin más redimirse a sí mismo –ya lo explicamos–. Pero puede aceptar la salvación que Dios le ofrece gratuitamente, sin merecerlo. Lo hace por la fe. Por la fe y el bautismo prescritos por Cristo. “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado” (Mc 16,16).
“¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”. Más de una vez hemos expuesto estas ideas. En el bautismo, que es un símbolo de la muerte y resurrección de Cristo, nos incorporamos la muerte y resurrección de Jesús: “fuimos bautizados –o, al pie de la letra, sumergidos– en su muerte” (Ro 2,3), “por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado, también nosotros andemos en una vida nueva”. La inmersión del neófito (así se llama al que se va a bautizar) simboliza la muerte y sepultura de Jesús; Jesús mismo lo dice (Mt 12,40). La salida del agua simboliza la resurrección, es decir la salida del sepulcro con una vida nueva. Pero los sacramentos, por la voluntad de Cristo, que los ha instituido, realizan lo que simbolizan.
El bautismo realiza la incorporación de la muerte de Cristo por nuestros pecados y la de su vida resucitada: se muere así al pecado y se recibe la vida de Cristo resucitado. El bautismo perdona todos los pecados, tanto el original como los personales. No hay necesidad de confesión previa y la absolución sacramental sin estar bautizado sería nula, aunque sí es necesario el arrepentimiento y la conversión del corazón.
El segundo efecto del bautismo es el don de la gracia santificante. La gracia santificante es la participación en la vida de Cristo resucitado, vida nueva que fluye en el bautizado al haber sido injertado en Cristo como sarmiento en la vid. El bautizado recién comienza entonces a ser hijo de Dios, cuando ha recibido la vida del Hijo, la de Jesús resucitado. Esta vida nueva, divina, está destinada a no morir, a perdurar y llevarnos a la eternidad bienaventurada. Lo subraya y explica Pablo: “Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez recitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez `para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”. Ciertamente el perseverar en la gracia, evitando el pecado, no es automático; exige esfuerzo personal. Lo demuestra la experiencia y es razonable, dado que el hombre es libre y estamos en prueba. Exige no obrar “según la carne” sino “según el Espíritu”, según el modo de hablar de San Pablo.
Tras una amplia digresión sobre el pecado, la concupiscencia y “las obras de la carne”, que concluye con la constatación de que “el pecado está en mí” (Ro 7,17) y que la solución está en Cristo, concluye Pablo con una mayor explicación de la gracia del bautismo. “Ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo”.
Esa vida divina, que nos viene de Cristo, incluye (y es su elemento más importante) la presencia del Espíritu Santo en el alma del justificado. Esto es tan cierto como para afirmar que “el que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo”. De aquí el que se pueda decir de todo el que vive la gracia del bautismo que “es templo de Dios”, “piedra viva”, miembro de un “pueblo sacerdotal” y apelativos parecidos, que aparecen en el Nuevo Testamento. Se lo había prometido Jesús a los discípulos: “Si me aman, guardarán mis mandamientos; y yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito (el término significa abogado, defensor, apoyo, padrino...) para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero ustedes le conocen, porque mora con ustedes y en ustedes está” (Jn 14,15-17). Así el Espíritu Santo presente en nosotros por la unión con Cristo tiende a producir en nosotros los mismos efectos que en Cristo hasta el máximo de la resurrección de los cuerpos. “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús dará nueva vida a sus cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en ustedes”. Todo cristiano con la gracia de Dios, obtenida en el bautismo o recuperada en la confesión, lleva dentro de sí al Espíritu y con Él también al Padre y al Hijo. Es templo de Dios. Es teóforo, portador de Dios, como le llamaban a San Ignacio de Antioquia. Además el Espíritu en nosotros nos impregna de sus dones, nos comunica sus virtudes, nuevas fuerzas para obrar según su naturaleza, nos transforma, nos diviniza. Llevamos a Dios, hacemos presente a Cristo, el Espíritu nos comunica capacidades de obrar divinamente con las virtudes teologales, “divinas”, de la fe, esperanza y caridad.
Pablo culmina lógicamente su enseñanza: Lo más grande y precioso que tenemos es esta presencia del Espíritu de Dios con todos sus dones. Es permanente, es la gran gracia que nos hace santos; por eso los teólogos la llaman “santificante”. En consecuencia debemos vivir no según la concupiscencia, “la carne”, que nos lleva al pecado y la muerte, sino según el Espíritu de Cristo que es la vida y nos lleva a la vida eterna: “Así, pues, hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne según el Espíritu, entonces vivirán”.
“Reconoce, oh cristiano, tu dignidad”, dice San León Magno con razón. Creamos, agradezcamos a Dios con frecuencia, alimentemos esta vida con los sacramentos, la palabra de Dios, la oración, las buenas obras, inmunicémonos contra el pecado, evitemos jugar con él. Seamos presencia de Cristo y luz. Esto espera la Iglesia cuando, en la despedida final de la misa, nos envía con el “pueden ir en paz”. Que así sea como concluimos cada eucaristía.
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