P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
3. EL CICLO DE LA NAVIDAD
El Ciclo de
Navidad apareció más tarde que el Ciclo de Pascua en la Vida de la Iglesia.
Pero desde hace siglos el Año Litúrgico se abre con el primer domingo de
Adviento. Por esta razón nosotros lo anteponemos en nuestras reflexiones
litúrgicas en torno al Año Litúrgico.
La fiesta de
la Navidad del Señor hizo su aparición en Roma hacia el año 330 con una
finalidad netamente pastoral, cual fue el sustituir la fiesta pagana del
Nacimiento del Sol Invicto, celebrada en el 25 de diciembre (el solsticio de
invierno), por una solemnidad cristiana. Así pues, la fecha de Navidad no fue
elegida teniendo en cuenta el día exacto del nacimiento de Jesús. Una tradición
consignada por Clemente de Alejandría asegura que Jesús nació en el año 28 del
Emperador Augusto el día 25 de mayo. (Stromata, 1)
Con el correr
de los años se creó un tiempo de preparación de la fiesta de Navidad, al cual
se le dio el nombre de Adviento.
A. ADVIENTO
La palabra
latina Advientus significa venida o
llegada y traducía a su vez los vocablos griegos Epifanía y Parusía.
La expresión
Epifanía tiene su origen en concepciones religiosas paganas y significaba que
la divinidad invisible se hace visible, que se manifiesta como salvadora y que
se revela desplegando su poder.
Los orígenes
del Adviento Litúrgico son oscuros. En la elaboración del tiempo de Adviento
tal como hoy lo tenemos han intervenido principalmente tres iglesias, la
oriental, la romana y la galicana.
A partir del
Concilio de Efeso en 430 se difunde por todo Oriente la fiesta de la Navidad;
ella es vista principalmente por los fieles ante todo como un recuerdo del
hecho histórico del Nacimiento del Señor. Al establecerse un tiempo de
preparación para la Navidad la liturgia recogió ante todo los textos
evangélicos anteriores al nacimiento y propuso como personajes litúrgicos
centrales además de Jesús a María y a Juan Bautista. El tema de meditación que
retornaba sin cesar en los textos litúrgicos orientales, era el Admirable Intercambio
realizado en la Encarnación del Verbo: Dios se hace hombre y el hombre es
elevado a Dios.
Por su parte
la iglesia romana, en su preparación de la fiesta de Navidad, centraba su
atención en la venida de Cristo en el misterio litúrgico de la Iglesia. El
Señor está viniendo sin cesar a la Iglesia, a cada alma en particular por el
Bautismo, por la Penitencia, por la Eucaristía... Esta óptica tuvo una gran
influencia en la espiritualidad del Adviento, pues ella muestra que la fiesta
de Navidad no es sólo un recuerdo sicológico del hecho histórico que ocurrió;
la Navidad es ante todo un misterio litúrgico que recuerda y actualiza la
realidad religiosa más profunda de la fe católica, es decir, el hecho de que
Cristo está viniendo sin cesar al corazón humano para levantarlo hasta Dios.
Esta visión
de la Navidad hizo que el Adviento Romano se tiñera de un esfuerzo ascético de
preparación, para estar alerta y acoger al Señor en lo íntimo de la
personalidad, cuando él visitara al alma cristiana. Este matiz ascético dio al
Adviento y a la Navidad una vivencia profundamente teológica, pues la Navidad
recordaba la necesidad de la iniciativa divina en el campo religioso, y el
Adviento le hacía sentir el fracaso total de los hombres en sus búsquedas del
rostro divino: El hombre no puede subir a Dios, si Dios no baja a buscarlo.
Finalmente la
iglesia galicana subrayó con insistencia en el tiempo de Adviento, que nuestra
existencia humana está localizada entre la venida del Señor en la humanidad de
Belén y su venida triunfal al final de los tiempos para juzgar a los hombres.
El tiempo de
Adviento, tal como hoy lo tenemos después de una larga evolución, consta de
cuatro semanas, en las cuales los fieles descubren el nacimiento de Jesús en
Belén como un misterio religioso de profundidades inexplorables. Pues el
nacimiento histórico de Jesús es el símbolo de una venida misteriosa del Señor
a las almas para santificarlas, para salvarlas, para llevarlas al Padre y
anuncia la venida definitiva de Cristo al final del mundo para juzgar a vivos y
muertos y para llevar a los suyos al reino eterno.
Siguiendo la
dialéctica simbólica, la liturgia del Adviento nos proyecta en el primer
domingo hacia la venida definitiva del Señor al final de los tiempos; en los
domingos segundo y tercero nos habla de la venida mística de Cristo a los
corazones humanos por medio de la gracia, y en el cuarto domingo nos recuerda
el hecho histórico del nacimiento de Jesús.
La liturgia
de la primera semana de Adviento en
la misa y en el oficio divino está centrada en la escatología y en la venida de
Cristo el último día. Hay, pues, que estar en vela. Hay que cumplir la voluntad
del Padre con una vida llena de amor a Dios y de justicia. Hay que convertirse
de nuevo a los caminos del Señor.
Este caminar
con la vista puesta en la venida definitiva del Señor sólo puede ser realizado
por la fe y en la fe, luz misteriosa comunicada al hombre por el Espíritu
Santo. Por esa fe sabemos con certeza y esperamos sin desmayos que vendrá para
los hombres una era de justicia y de paz, pues Dios triunfará definitivamente
del mal.
La segunda
semana del Adviento tiene un tema que aparece y reaparece de continuo:
“Preparad los caminos del Señor”. La voz de Juan el Bautista sigue resonando:
Jesús está presente en la historia religiosa de cada uno de los cristianos, él
sigue llamándolos, pues el trabajo de la conversión no acaba nunca, no es
suficiente pertenecer a la raza cristiana, como no fue suficiente pertenecer
tener por padre a Abraham. Pues Jesús tiene el tridente en la mano, aventará su
parva, reunirá su trigo en el granero y
quemará la paja en una hoguera que no se apaga.
La imagen es
fuerte y significativa, pues la preparación de los caminos del Señor supone un
constante esfuerzo de conversión:
“Ya toca el
hacha la base de los árboles, y el árbol que no da fruto será talado y echado
al fuego” (Mt. 3,10)
El tercer
domingo de Adviento nos habla de la alegría mesiánica, puesto que el Reino de
Dios ya está presente: Los ciegos ven, los inválidos andan, los muertos
resucitan (Mt. 11,5) La posibilidad de ver, de oír, de comprender, de marchar
por los caminos de la vida con Dios, existente en el pueblo cristiano, es señal
de que el Reino de Dios está ya presente en el mundo. Y es Jesús precisamente
ese médico corporal y espiritual a la vez, el cual, a través de su palabra y
del sacramento presente en el misterio litúrgico, sana, da luz y resucita a los
muertos en el espíritu.
Por ello la
liturgia nos sigue repitiendo a los católicos las palabras del Bautista a los
judíos: “En medio de vosotros hay uno al que no conocéis” (Jn. 1,26) Es
necesario que cada año re-descubramos la presencia salvadora de Cristo en
nuestras existencias y que nos acerquemos a los ritos litúrgicos con fe para
descubrir en ellos esa presencia, y experiencia en nuestros corazones
oscurecidos y cerrados al mundo de Dios a causa de las tentaciones del mundo,
del demonio y de las pasiones humanas.
La cuarta
semana del Adviento recuerda la venida histórica del Hijo de Dios al mundo,
cuando nació con figura humana en Belén bajo el Emperador Augusto. El adviento
es un recuerdo de este hecho. En el seno de María se verifica la presencia (Lc.
1,28.35). Durante los siete últimos días de Adviento el oficio de Vísperas
contiene cada día una antífona, que comienza con la letra O. Estas antífonas
resumen las profecías en torno al Mesías, traducen el ardiente deseo del pueblo
judío y de la humanidad entera y las súplicas por la venida del Salvador. Ellas
nos presentan a Jesucristo como la Sabiduría del Padre, la Luz eterna, el Dios
de la Antigua Alianza, Descendiente de David, Rey del mundo.
Junto a esas
tres venidas del Señor, presentadas por la liturgia del Adviento, aparecen tres
grandes figuras religiosas: Isaías, Juan el Bautista y María, que son tres
modelos de acogidas para los católicos de todos los tiempos.
Durante el
Adviento aparece de continuo ante nuestros ojos la figura enérgica del profeta
Isaías a través de las lecturas litúrgicas. Este profeta vivió en el siglo VIII
antes de Cristo, perteneció a la aristocracia de Jerusalén. Cuando vio el
rostro de Yavé en el templo quedó consternado y seducido, por eso recibió con
valentía la misión dada por Dios de anunciar al pueblo su pecado y de
trasmitirle una gran esperanza (Is. 6,1-13)
Sabemos por
la historia que este siglo fue una época de esplendor y prosperidad para los
reinos de Samaria y de Judá. En medio de este bienestar generalizado Isaías se
levantó para cumplir con coraje religioso su misión; habló en nombre de Dios
ofendido, sacudió las conciencias, pues anunciaba con toda libertad la ruina
que guardaba al pueblo por su infidelidad a Yavé.
Pero no se
contentó Isaías con una predicación moralizante, él intuyó a la luz divina el
gran misterio religioso venidero, la Parusía de Yavé, la llegada del Señor al
mundo humano, pues un niño, nacido de una virgen, se llamará Emmanuel, es
decir, Dios con nosotros (Is. 7,14)
En los
personajes políticos de su tiempo el profeta adivina las cualidades religiosas
del Mesías venidero: el príncipe Ezequías iba a subir al trono, el profeta le
dedica un poema, lo ve como un retoño del tronco, inundado del espíritu de
Dios, lleno por lo tanto de sabiduría, de inteligencia, de prudencia y de temor
de Dios (Is. 11, 1-2) ¿Vislumbraba Isaías al Mesías a través del príncipe
Ezequías? Nuestra liturgia de Adviento ciertamente lo cree así.
Isaías fue un
hombre que sintió la presencia abrasadora de Dios en su vida, por ello quedó como
hipnotizado por él, y lo veía intervenir en su historia contemporánea. Pero
para él estas intervenciones continuas de Dios en la historia eran sólo una
figura de una intervención más poderosa, que aparecería en los días del Mesías.
Pero para el profeta la llegada del Mesías sería a su vez una figura y un
símbolo del día de Yavé, día definitivo y terrible, pues en él se juzgaría a
los hombres con justicia insobornable.
Así, pues, la
figura de Isaías nos habla de experiencia de Dios, de abertura a la esperanza y
de anuncio ardiente de los planes salvadores del Señor.
...
Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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