P. Adolfo Franco, S.J.
Mateo 3, 13-17
Jesús bautizado en el Jordán es exaltado por el Padre
El domingo pasado celebrábamos la adoración
de los Reyes Magos, ante Jesús recién nacido como una manifestación especial de
Dios. Hoy celebramos otra manifestación de Dios: ocurre en el bautismo de
Cristo en el Jordán. Ha pasado una semana litúrgica entre este domingo y el
anterior, pero cuántas cosas pasaron en la vida real de Jesús entre el primero
de los hechos (la adoración de los Magos) y el segundo que hoy consideramos, su
Bautismo en el Jordán. Han pasado casi treinta años de la vida de Cristo. Y
vale la pena detenerse para hacer de todo este tiempo transcurrido una adecuada
reflexión.
En estos treinta años ha sucedido toda una
vida oculta, no precisamente anónima, sino una vida, de la que parece que no
hay nada que contar, tan parecida debió ser a las vidas de sus paisanos de
Nazareth. Y sin embargo estos treinta años han sido una preparación para lo que
ocurre en el Bautismo, y lo que vendrá después. Hablamos con términos demasiado
humanos, pues podríamos preguntar: Jesús el Hijo de Dios ¿tenía que prepararse
para esta misión, que traía desde su Encarnación? ¿Dios no estaba
suficientemente preparado desde el principio? Pero resulta que Jesús es
verdadero Dios, pero también verdadero hombre (no una apariencia de hombre), y
como hombre real, debía pasar de la niñez a la infancia, a la adolescencia, a
la juventud, a la madurez. Hay unas breves frases en el Evangelio de San Lucas
en que afirman que Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia. Hay por tanto en
El un verdadero crecimiento humano, que lo está preparando para su misión.
Al Bautismo llega Jesús de treinta años
aproximadamente. Ha ido pensando despacio en la misión que el Padre le ha
encomendado: acercarse a los hombres, entregarles una doctrina pura, vivir para
los demás como nadie lo ha hecho, entregar su vida, después de haber entregado
todo lo que El es. Su corazón se ha ido desarrollando para tener una capacidad
de amar sin limitaciones, un amor que era como un aroma que le seguía por todas
partes, y que lo hacía cercano a todos incluso a los más alejados de Dios.
¿Cómo se formaría ese amor tan grande? Claro que ahí inyectaba además su
potencia toda la divinidad que latía en su interior.
Fueron años en que aprendió a servir, a ser
sencillo, a ser acogedor, a no juzgar, a compadecerse. La Palabra de Dios fue
convirtiéndose en El en una segunda naturaleza. Y aprendió a leer el mundo
creado; aprendió a contemplar la semilla, y los pájaros: una meditación
profunda e íntima, que le hizo descubrir en la naturaleza las huellas
invisibles de su Padre. Y por eso se acercaba a la naturaleza, para ir
convirtiendo cada hecho del campo y del mar, de la fiesta y de las bodas, en un
mensaje del Reino de los Cielos.
Y cuando ya ha llegado al término esta
preparación, como un hombre totalmente maduro, se marcha una tarde de su casa,
sale definitivamente de la infancia, y va al Jordán. Se trata de una nueva
identificación con los demás hombres. Podría decirse, aunque impropiamente, una
nueva encarnación: se hizo semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Pero se pone en la cola de los pecadores, para recibir un bautismo destinado a
pecadores. Y en ese momento hay un luminoso forcejeo entre la humildad de Jesús
y la humildad de Juan el Bautista. Naturalmente que vence la voluntad de Dios,
que es lo que Jesús le dice a Juan. Y una vez que Jesús entra en el Jordán se
abren los cielos, porque ya se está abriendo en Jesús el camino de la
salvación. El Padre se asoma a ver a su Hijo querido, se asoma para ver toda su
obra, lo que un día planificaron en el cielo, cuando el amor a los hombres les
arrebató otra vez, con un amor mayor aún que cuando Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo estaban planificando la creación, y sobre todo la creación del hombre a
su imagen y semejanza.
En el Jordán aparece el primer hombre que
de verdad es a imagen y semejanza de Dios. Pero de ahí empezará la fila de sus
seguidores, que irán por los mismos caminos que El marca, para realizar en sus
vidas “la imagen y semejanza de Dios”.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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