2. La caridad como vida en la fe
Toda la vida cristiana consiste en
responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger
llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y
nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de
amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido.
Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito.
No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo
tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo
vive en mí (cf. Ga 2,20).
Conviene leer estas
palabras con mucha atención y procurando que nos agarren desde dentro de
nuestro corazón. Consideramos normal el poder de convocato-ria de personajes
exitosos en el orden público, deportivo, artístico. El entusiasmo suele
desbordarse. El mismo Papa es objeto de tales demostraciones en sus viajes. El
caer en la cuenta de que nada menos que Dios, creador y señor de todo, a mí
personalmente me ama y en grado infinito, no puede menos de inundarme de
estupor, emoción, gratitud. La verdad es que tales sentimientos deben
superarnos y sumirnos como en un océano de felicidad y gratitud. No
encontraremos términos suficientemente expresivos. La respuesta del encuentro
de la fe marca así un antes y un después de ese encuentro. No tenemos derecho a
estar tristes, al ver nuestra vida como un sinsentido, como algo sin valor o
despreciable. Porque, además de comunicarnos su luz y su belleza, quiere
comunicarnos su vida, es decir hacernos participantes de su amor, amándole a
Él, a los hombres, a nosotros mismos, al mundo, como es justo, gozando,
admirando y agradeciendo su bondad. Nada más grande, nada más hermoso, nada más
maravilloso, nada más capaz de dar felicidad que el amor de Dios que me salió
al encuentro cuando se prendió mi fe. Porque empezó Cristo a vivir en mí.
Cuando dejamos espacio al amor de Dios,
nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor
significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como
él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse
a ella (cf. 1 Tm 2,4); la
caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef
4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y
se cultiva esta amistad (cf. Jn
15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad
nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf.
Jn 1,12s); la caridad nos hace
perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu
Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos
lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la
caridad hace que fructifiquen (cf. Mt
25,14-30).
Todo esto es la fe,
porque la fe es la posesión de Dios amor, que quiere entrar en nuestros
corazones, animarlos con su propia vida, transformarlos con su presencia. Quien
tiene fe, ve que todo lo hecho por Dios es bueno, que los hombres son sus
hermanos, que el mundo es el hogar de la familia.
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