Jesús de Nazaret - 1º Parte

P. Ignacio Garro, S.J.
Seminario Arquidiocesano de Arequipa




 
El Misterio de Cristo
La Redención del pecado en su realización histórica





A través de las siguientes publicaciones pasaremos a explicar la Vida y la Obra de Jesucristo. 

Comenzamos con una palabra clave en la Historia de la Salvación: “La plenitud de los tiempos”, estas palabras significan el tiempo elegido por Dios Padre para comunicarnos y revelarnos la Salvación por medio de su Hijo Jesucristo: “en el cual (Cristo) se encuentran escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de  la ciencia”, nos dice S. Pablo en Col 2,3. Por ello vamos a ver este paso tan importante de  nuestra fe con máximo interés.

 “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, Efes 1, 9, por medio de Cristo, su Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, puede los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina, Efes, 2,18; 2 Petr 1, 4.” Concilio Vaticano II, Const. “Dei Verbum” Nº 2.

“Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas: “Ahora en esta época nos ha hablado por el Hijo” Hebr 1, 1-3. Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios, Jn 1, 1-18. Jesucristo, Palabra hecha carne ”hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios, Jn3, 34, y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó, Jn 5, 36; 17,4. Quien ve a Jesucristo ve al Padre, Jn 14, 9. Jesucristo con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna”. Const. “Dei Verbum” Nº 4.

1.1. LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS. La Buena Nueva: Dios ha enviado a su Hijo

«Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4, 4-5). He aquí «la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1, 1): Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: El ha enviado a su «Hijo amado» (Mc 1, 11).

Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha «salido de Dios» (Jn 13, 3), «bajó del cielo» (Jn 3, 13; 6, 33), «ha venido en carne» (1 Jn 4, 2), porque «la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1, 14. 16).

Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre nosotros creemos y confesamos a propósito de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Sobre la roca de esta fe, confesada por S. Pedro, Cristo ha construido su Iglesia.


1.2. "Anunciar... la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3,8)

La transmisión de la fe cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para llevar a la fe en El. Desde el principio, los primeros discípulos ardieron en deseos de anunciar a Cristo: «No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hech 4, 20). Y ellos mismos invitan a los hombres de todos los tiempos a entrar en la alegría de su comunión con Cristo.


1.3. En el centro del Evangelio: CRISTO


«En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros.
Evangelizar es descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por El mismo». El fin de la catequesis: «conducir a la comunión con Jesucristo: sólo El puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad». 

«En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a El; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16)»

El que está llamado a «enseñar a Cristo» debe por tanto, ante todo, buscar esta «ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo»; es necesario «aceptar perder todas las cosas... para ganar a Cristo, y ser hallado en él» y «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 8-11). 

De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de «evangelizar», y de llevar a otros al «sí» de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe, presentaremos en primer lugar los principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor. 

A continuación los principales misterios de la vida de Cristo: los de su encarnación, los de su Pascua, es decir, pasión – muerte y resurrección,  y por último, los de su glorificación.


1.4. JESÚS

Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión. Ya que «¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (Mc 2, 7); es El quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación  de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).

La Resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre  y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, él se lo concede.


1.5. CRISTO

Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido», o, “consagrado”, traducido al latín: “Christus”, al castellano: Cristo. No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. Jesucristo es una palabra  que está compuesta de dos nombres: Jesús = el que salva, el Salvador; y Cristo = el Ungido, o, consagrado de Dios, es decir = El Ungido de Dios que salva.

En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de El. Este era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. 

Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote, pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre. Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad trascendente del Hijo del Hombre «que ha bajado del cielo» (Jn 3, 13), a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28). 

Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz. Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2, 36).


1.6. HIJO ÚNICO DE DIOS

Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles, al pueblo elegido, a los hijos de Israel y a sus reyes. Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey - Mesías prometido es llamado «hijo de Dios», no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel, quizá no quisieron decir nada más.

No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), porque Este le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). 

Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles...» (Gal 1, 15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia
Si Pedro pudo reconocer el carácter trascendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”, Mt 16, 17. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70). 

Ya mucho antes, El se designó como el «Hijo» que conoce al Padre, que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo, superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre», salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Unico de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Unico de Dios» (Jn 3, 18). 

Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».
 
Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4). Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).


1.7. SEÑOR


El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios.

El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109, pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles. A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.

Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de El socorro y curación. Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino Jesús.
En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7).

La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros», o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: «Marana tha» «¡el Señor viene!”, o «Marana tha», «¡Ven, Señor!», (1 Cor 16, 22): «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Apoc 22, 20).


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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