Testimonio de conversión al catolicismo de Marcos C. Grodi
Soy un ex-ministro protestante. Como muchos otros he recorrido los caminos que llevan a Roma, por la vía que se conoce como Protestantismo. Nunca me imaginé que algún día me convertiría al Catolicismo.
Por temperamento y entrenamiento soy más un pastor que un erudito, por eso la historia de mi conversión a la Iglesia Católica quizá carezca de los detalles técnicos en los cuales algunos teólogos se mueven y algunos lectores se deleitan. Pero espero poder explicar adecuadamente el por qué hice lo que hice y por qué creo con todo mi corazón que todos los protestantes también debieran hacerlo.
No voy a detenerme en los detalles de mis primeros años, excepto para decir que crecí en una familia típicamente protestante con unos padres buenos que me dieron mucho cariño. Pasé por la mayoría de las experiencias que forman parte de la niñez y adolescencia propias de un americano de mi generación. Me enseñaron a amar a Jesús e ir a la Iglesia los domingos. También me las arreglé para tropezar con los errores tontos que otros muchos de mi generación cometían. Pero después de una temporada de rebeldía juvenil, cuando tenía veinte años experimenté una conversión radical a Jesucristo. Me alejé de los placeres del mundo y tomé en serio la oración y el estudio bíblico.
Ya como un joven adulto me comprometí verdaderamente con Cristo, aceptándolo como mi Señor y Salvador, rezando para que me ayudara a cumplir la misión en la vida que Él tenía para mí.
Cuanto más deseaba, a través de la oración y el estudio, seguir a Jesús y someter mi vida a su voluntad, más sentía el ardiente deseo de dedicar mi vida entera a servirle. Gradualmente, en la misma forma que los primeros rayos del amanecer aparecen en el horizonte oscuro, comenzó a crecer en mi la convicción de que el Señor me estaba llamando a ser un Ministro.
Esta convicción creció cada vez más fuerte mientras estaba en la universidad y más tarde durante mi trabajo como ingeniero. No pude ignorar por mucho tiempo esta llamada del Señor, estaba convencido que el Señor quería que mi hiciera un Ministro. Dejé mi trabajo y me metí en el seminario teológico de Gordon-Conwell en un suburbio de Boston. Adquirí el doctorado en Divinidad y poco después fui ordenado Ministro Protestante.
Mi hijo Juan Marcos, de seis años, recientemente memorizó el juramento del club de Niños Exploradores, el cual dice en parte <>. Este honesto voto infantil resume en detalle mis propias razones para abandonar a la carrera de ingeniería y poder servir al Señor totalmente dedicado solamente al ministerio. Tomé muy en serio mis nuevas obligaciones pastorales y deseaba llevarlas a cabo correcta y fielmente, para que al final de mi vida, cuando me encontrase cara a cara con Dios, pudiera oírle decirme estas importantes palabras: “bien hecho sirvo bueno y fiel”. Mientras me adaptaba a la nueva vida, más bien cómoda, de un Ministro Protestante, me sentí feliz conmigo mismo y con Dios. Finalmente sentí que ¡había llegado!
¡Pero no había llegado!
Muy pronto me encontré a mí mismo enfrentado a una multitud de preguntas confusas de teología y administración. Tenía dilemas de exegética sobre cómo interpretar correctamente un difícil pasaje bíblico y también sobre decisiones litúrgicas que podían fácilmente dividir a la congregación. Mis estudios en el seminario no me habían preparado adecuadamente para responder a estas cuestiones tan diversas.
Lo único que yo deseaba era ser un buen pastor, pero no podía encontrar respuestas consistentes a mis preguntas, las de mis compañeros y amigos pastores, tampoco en los libros de “cómo hacerlo” que estaban en mi librero, ni tampoco en los líderes de mi denominación Presbiteriana.
Daba la impresión, que se esperaba que cada pastor tuviese su propia opinión en esos asuntos.
Esta mentalidad de “reinventar la rueda tantas veces como lo necesites” que es el corazón del carácter pastoral del protestantismo, me estaba perturbando profundamente.
¿Porque tendría yo que reinventar la rueda? me preguntaba a mí mismo con enfado.
¿Qué habría pasado con los Ministros de los siglos pasados que enfrentaron los mismos dilemas? ¿Qué hicieron ellos? La emancipación del protestantismo de las leyes y mandatos de Roma “hechos por el hombre que ha “maniatado” por siglos a los cristianos” (por supuesto esto es como nos enseñaron en el seminario a ver el triunfo de la reforma sobre el romanismo) comenzaba a parecer más una anarquía que una genuina libertad.
Nunca recibí las respuestas que necesitaba, a pesar de que oraba constantemente pidiendo dirección. Sentía que había agotado mis recursos y no sabía a quien recurrir. Irónicamente, ese sentido de frustración de estar sin respuestas, fue providencial. Me preparó para estar dispuesto a las respuestas ofrecidas por la Iglesia Católica. Estoy seguro que si hubiese sentido que tenía todas las respuestas, no hubiese estado dispuesto o inclinado a investigar las cosas a un nivel más profundo.
UNA BRECHA EN MI DEFENSA
En la antigüedad, las ciudades se construían en la cima de un monte y se rodeaban de gruesas murallas que protegían a los habitantes de los invasores.
Cuando un ejercito invasor rodeaba una ciudad, como el ejercito de Nabucodonosor rodeó Jerusalén (2 Reyes 25: 1 al 7) los habitantes estaban seguros mientras tenían agua y comida, y en tanto las murallas podían resistir el violento ataque que lanzaban las catapultas y los picos de los zapadores. Pero si abrían una brecha en la muralla la ciudad estaba perdida.
Mi apertura a considerar las posturas de la Iglesia Católica comenzó como resultado de una brecha en la muralla de la teología de Reforma Protestante que circundaba mi alma. Por casi cuarenta años trabajé para construir la muralla piedra por piedra, para proteger mis convicciones protestantes.
Las piedras estaban hechas de mis experiencias personales, la educación del seminario, relaciones con otros protestantes y mis éxitos y fallos en el ministerio. La argamasa que cementó las piedras en su lugar fue mi fe y filosofía protestante. Mi muralla era elevada y gruesa y, yo pensaba que, impenetrable para cualquier fuerza invasora.
Pero cuando la argamasa se desmoronaba y las piedras comenzaron a moverse y resbalar, al principio imperceptiblemente, pero después con una rapidez alarmante, comencé a preocuparme. Traté con empeño de discernir la razón de la creciente falta de confianza en las doctrinas protestantes.
No estaba seguro si estaba buscando reemplazar mis creencias calvinistas paro sabia que mi teología no era invencible. Leí más libros y consulté con teólogos en un esfuerzo de remendar la muralla pero no logré ningún progreso.
Frecuentemente reflexionaba en Proverbios 3: 5 y 6 “Confía en el Señor con todo tu corazón y no te fíes de tu propia sabiduría. En cualquier cosa que hagas tenlo presente, Él allanará tus caminos”. Esta exhortación me perseguía y a la vez me consolaba, mientras luchaba con la confusión doctrinal y el caos procesal del protestantismo.
Los reformadores han sido los campeones de la idea de la interpretación privada de la Biblia por el individuo, una posición con la cual me empecé a sentir cada vez más incómodo, a la luz de Proverbios 3: 5 y 6.
Los creyentes bíblicos protestantes dicen que siguen las enseñanzas de este pasaje buscando la guía de Dios. El problema es que hay miles de caminos doctrinales bajo los cuales los protestantes sienten que el Señor les está enseñando que viajen. Y esas doctrinas varían ampliamente de acuerdo a la denominación.
Estuve luchando con las preguntas ¿cómo puedo saber cual es la voluntad de Dios para mi vida y para la gente de mi congregación? ¿Cómo puedo estar seguro que estoy predicando lo correcto? ¿Cómo sé cual es la verdad? A la luz de la mutilación doctrinal que existe con el protestantismo donde cada denominación está delimitando por si misma la doctrina basada en la interpretación del hombre que la fundó, el criterio que alardean los protestantes “yo solo creo lo que la Biblia dice” comenzaba a sonar vacío.
Yo prometí que iba a ver solamente la Biblia para buscar la verdad, pero las doctrinas reformadas que heredé de Juan Calvino, Juan Knox y los puritanos, chocaban en muchos aspectos con las sostenidas por mis amigos luteranos, bautistas y anglicanos.
En el evangelio Jesús explica lo que significa ser un verdadero discípulo (Mateo 19: 16 a 23). Es más que leer la Biblia o tener tu nombre en la lista de los miembros de una iglesia o asistir regularmente al servicio del domingo, o incluso el hacer una simple oración para aceptar a Jesús como Señor y Salvador. Estas cosas, aún con lo buenas que son, por si solas no nos hacer verdaderos discípulos de Jesús. Ser un discípulo de Jesús significa hacer un compromiso radical de amar y obedecer al Señor en cada palabra, cada actitud y aspirar a irradiar su amor a otros. Jesús dice que el verdadero discípulo, está dispuesto a renunciar a todo, aún a su propia vida, si es necesario para servir al Señor.
Yo estaba profundamente convencido de esto, y a la vez que trataba de practicarlo en mi propia vida (no siempre con éxito) también hice todo lo posible para convencer a mi congregación, que este llamado al discipulado no es una opción, es algo a lo que todos los cristianos tienen que aspirar. Lo irónico era que mi teología protestante me hacia impotente para llamarlos a un discipulado radical y a ellos los hacia impotentes para oírlo y seguir el llamado.
Uno podría preguntarse ¿si todo lo que se requiere para ser salvado es confesar con los labios que Jesús es el Señor y creer en tu corazón que Dios lo resucitó de la muerte (Romanos 10:9) por qué yo debo cambiar? Si, seguro debería cambiar mis caminos pecaminosos.
Debería aspirar a agradar a Dios. Pero si no lo hago ¿importa realmente? mi salvación está asegurada.
Hay una historia acerca de un reportero en la ciudad de New York que deseaba escribir un artículo acerca de lo que la gente creía que era el descubrimiento más increíble del siglo veinte. Se lanzo a las calles entrevistando gente al azar y recibió una variedad de respuestas: el avión, el teléfono, el automóvil, el ordenador, la energía nuclear, los viajes al espacio, los antibióticos. Las respuestas siguieron es esa línea hasta que un individuo dio una respuesta inesperada: “Es obvio. La invención más increíble es el termo” ¿El termo? preguntó el reportero levantando las cejas. “Seguro. Las cosas calientes las mantiene calientes y las cosas frías las mantiene frías”. El reportero parpadeó. “¿Y que? ¿Cómo sabe?... que esto es lo más importante
Esta anécdota tiene un significado para mí. Puesto que mi obligación y deseo era enseñar la verdad de Cristo a mi congregación mi creciente preocupación era ¿cómo saber cual era la verdad y cual no?
Cada domingo, me paraba en mi púlpito e interpretaba la escritura para mi rebaño sabiendo que en un radio de quince millas a la redonda de mi iglesia había docenas de pastores protestantes los cuales creían que solamente la Biblia es la única autoridad para la doctrina y la práctica, pero cada uno estaba enseñando algo diferente a lo que yo estaba enseñando. ¿Es mi interpretación de la Escritura la correcta o no lo es? me preguntaba. Quizá alguno de esos otros pastores esta en lo correcto y yo estoy engañando a estas personas que confían en mi. También
estaba el tener la certeza (que me revolvía el estómago) que un día tendría que morir y estar delante del Señor Jesucristo, el Juez Eterno, y responder no solamente por mis acciones sino también cómo dirigí a la gente que él me había dado para pastorear. ¿Estoy predicando la verdad o el error? Le preguntaba al Señor repetidamente, “yo creo que estoy en lo correcto”, pero cómo estar seguro.
Este dilema me perseguía. Comencé a cuestionar cada aspecto de mi ministerio y de la teología y de la Reforma, desde las cosas más insignificantes hasta las más importantes.
Ahora miro al pasado con cierto humor vergonzoso al ver como luchaba duramente en aquellos días de prueba e incertidumbre. Llegué a un punto que incluso luche con la duda de sí debería o no usar un cuello clerical.
Como no hay una forma mandataria de como vestirse, para los ministros presbiterianos, algunos usan cuello clerical, otros trajes, otros batas y otros una combinación de todo lo anterior.
Un ministro amigo mío guardaba un cuello clerical en la guantera de su auto, solamente para usarlo en caso de que en algún momento le pudiera traer alguna ventaja, como el de evitar una multa por exceso de velocidad. Cuando me lo dijo, con un gesto de complicidad, decidí no usar un cuello clerical. En el servicio del domingo usaba una simple bata negra sobre mi traje.
En lo que se refiere a la forma y contenido de la liturgia del domingo cada iglesia tiene sus propios puntos de vista en cómo las cosas deben de hacerse, y cada pastor es libre, en lo que cabe, de hacer lo que quiera. Sin guías denominacionales mandatarias que me dirigieran, hice los que otros pastores estaban haciendo, improvisaba: cantos, sermones, selección de las Escrituras, participación de la congregación, y la administración de bautismos, matrimonios y la Cena del Señor fueron un campo abierto a la experimentación.
Me estremezco con el recuerdo de un domingo en particular, que en un esfuerzo para hacer el servicio de jóvenes más interesante y relevante dije las palabras del Señor sobre una jarra de gaseosa y una fuente de patatas fritas “Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre. Hagan esto en memoria mía”.
Las preguntas de teología eran las que más me enfadaban. Recuerdo estar de pie al lado de una cama en un hospital donde un hombre que estaba cercano a la muerte después de sufrir un ataque al corazón, su esposa muy nerviosa me preguntó ¿va a ir mi esposo al cielo? Dudé unos momentos antes de darle mi respuesta presbiteriana adecuada mientras consideraba la gran variedad de alternativas que podría dar como respuesta, dependiendo de lo que uno era, metodista, bautista, luterano, asambleas de Dios, nazareno, ciencia cristiana, evangelio de las cuatro esquinas, testigo de Jehová, etc., etc. Todo lo que pude fue murmurar una clase de respuesta piadosa pero vaga. “Debemos confiar en el Señor acerca de la salvación de su esposo” Este hombre había entregado su vida a Cristo, se había regenerado y estaba confiado que era uno de los elegidos de Dios, ¿pero lo era realmente?
Yo estaba profundamente perturbado sabiendo que no importaba cuan honestamente el haya pensado que había sido predestinado para el cielo (es interesante que todos los que predican la doctrina de la predestinación creen firmemente que ellos mismos son unos de los elegidos) ni importaba cuan sinceramente lo creían los que lo rodeaban, él podría no haber ido al cielo. ¿Y que si sectariamente se había desviado y caído en pecado y había estado viviendo en un estado de rebelión con Dios en el momento que el ataque al corazón lo pilló por sorpresa? La teología de la reforma me decía que si ese era el caso entonces el pobre hombre había sido engañado por una falsa seguridad, pensando que fue regenerado y predestinado para el cielo cuando de hecho no se desvió de su camino al infierno. Calvino enseñó que los elegidos de Dios tienen que perseverar en gracia y elección. Si una persona muere en estado de rebelión con Dios demuestra que nunca fue uno de los elegidos. ¿Que clase de absoluta seguridad era esa?, me preguntaba.
Encontré muy difícil dar una respuesta clara y convincente a la clase de preguntas que me hacían mis parroquianos: ¿va mi esposo a ir al cielo? Cada pastor protestante que conozco tiene un conjunto de criterios que consideran “necesarios” para la salvación. Como un calvinista yo creía que si uno aceptaba públicamente a Jesús como su Señor y Salvador, era salvado por gracia a través de la fe. Pero, a pesar de que yo consolé a otros con esas palabras bien intencionadas, estaba preocupado por el estilo de vida mundano y a veces ampliamente pecaminoso que habían tenido algunos miembros, ahora muertos, de mi congregación. Después de algunos años de ministerio comencé a dudad si debería continuar.
TEN EN CUENTA A LOS GORRIONES
Una mañana me levanté antes del amanecer y tomando una silla plegable, mi diario y la Biblia, me dirigí a un campo muy tranquilo detrás de mi iglesia. Era la hora del día que más me gusta, cuando los pájaros están cantando el despertar del mundo. Muchas veces me he maravillado con la exuberancia de los pájaros temprano en la mañana. Que memoria tan maravillosamente pequeña tienen. Comienzan cada día de su simple existencia con una sinfonía de alabanza al Señor que los creó, totalmente despreocupados y sin planes. Algunas veces pienso en los gorriones y medito en la simplicidad de sus vidas.
Sentado quietamente en el campo cubierto con el amanecer esperando la salida del sol. Leo la escritura y medito en las cuestiones que me han estado molestando, poniendo mis preocupaciones ante el Señor. La Biblia me advirtió de “no apoyarme en mi entendimiento”, por eso estaba determinado a dejar que el Señor me guiase.
Estuve considerando dejar el pastoreo y vi tres opciones. Una fue ser el líder del ministerio de jóvenes en una gran iglesia Presbiteriana que me había ofrecido la posición. Otra fue dejar el ministerio completamente y volver a la ingeniería. La tercera posibilidad era volver a la universidad y completar mi educación científica en un área que podría abrirme aun más las puertas a mi profesión. Había sido aceptado en un programa para graduados sobre Biología Molecular en la universidad de Ohio State. Estuve reflexionando sobre estas opciones pidiéndole a Dios que guiase mis pasos, “una voz audible hubiese sido estupenda”, sonreí mientras cerraba mis ojos y esperaba la respuesta del Señor. No tenia idea de que forma sería la respuesta, pero no tardó mucho en venir.
Mis ensueños terminaron abruptamente cuando pasó un gorrión triando alegremente y lanzó su excremento en mi cabeza. ¿Que me estas diciendo, Señor? clame con la angustia de Job.
El gorjeo de los pájaros fue la cínica respuesta. No había voces celestiales (ni siquiera un susurro disimulado), solamente los sonidos de la naturaleza levantándose de su sueño en un maizal de Ohio. ¿Sería una señal divina o simplemente un comentario editorial del hermano pájaro a mis preocupaciones? Disgustado doble la silla, tome mi Biblia y me fui a casa.
Más tarde en el día cuando le dije a mi esposa acerca de las tres opciones que estaba considerando y el incidente con el gorrión, ella se rió y con su habitual sabiduría exclamó: El significado está claro, Marcos. El Señor está diciendo “ninguna de las tres”.
A pesar de que hubiese preferido un método menos humillante de comunicación, yo sé que nada ocurre por accidente, y que ni los gorriones ni lo que tiran cae a la tierra sin el conocimiento de Dios. Tomé esto como una simpática insinuación de Dios para que permaneciese en el ministerio. Pero continué dándome cuenta que mi situación no estaba bien. Quizá lo que necesitaba era una iglesia más grande, con un presupuesto mayor y con más personal. Seguramente entonces sería feliz. Por lo tanto tome la dirección de que “cuanto más grande, mejor iglesia” pensando que podría satisfacer mi intranquilo corazón.
A los seis meses encontré una que me gustaba y que parecía que yo también le gustaba a su numerosa congregación. Me ofrecieron el puesto de Pastor a cargo con un personal de oficina y un presupuesto diez veces mayor del que había tenido en mi iglesia anterior. Lo mejor de todo es que era una iglesia evangélica fuerte, con muchos miembros que estaban activamente interesados en el estudio de las Escrituras y en ministerios laicos. Disfrute predicando ante esta nueva y aprobatoria congregación cada domingo. Al principio pensé que había resuelto el problema, pero solamente un mes después me di cuenta que “más grande no era mejor”. Mi frustración creció proporcionalmente mayor.
Sonrisas corteses me iluminaban durante cada sermón, pero yo no estaba ciego ante el hecho que para muchos en la congregación mis apasionadas exhortaciones a vivir una vida virtuosa, meramente pasaban rozando la superficie de una vena de religiosidad, como gotas de agua en un sartén caliente. Muchos decían “Gran sermón, realmente me ha bendecido”. Pero yo sentía que lo que realmente pensaban era “Esta bien para otra gente, Pastor -para pecadores-, pero yo ya he llegado. Mi nombre ya está escrito en los rollos del Cielo, no necesito preocuparme con todas esas cosas. Pero claro que estamos de acuerdo con usted, Pastor, eso es lo que tenemos que decirles a todos los pecadores, que se pongan a bien con Dios”.
Un día me encontré parado ante el liderato local, como orador de un grupo de pastores y laicos que defendían la idea de llamar a Dios padre y no madre. Defendí esa posición aludiendo las Escrituras y la Tradición Cristiana. Para mi consternación me di cuenta que la fracción que representaba era una minoría y estábamos peleando una batalla perdida. El asunto sería resuelto, no por un buen razonamiento, apelando a las Escrituras o a la Historia de la Iglesia, sino por la mayoría de votos de los liberales, en pro de un lenguaje neutral. Fue en esa reunión que por primera vez reconocí el principio anarquista situado en el centro del protestantismo.
Estos liberales, (penosamente equivocados como estaban en su proyecto de reducir a Dios a las meras funciones de “creador” “redentor” y “santificador” en vez de las personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo) eran simplemente buenos protestantes.
Estaban solamente siguiendo el curso de protesta que trazaron para ellos sus teólogos antecesores. Marín Lutero, Calvino y otros reformadores. La máxima de la reforma de “no acatar la enseñanza a menos que yo crea que correcta y bíblica” estaba siendo invocada por esos protestantes liberales en favor de su protesta contra los nombres masculinos de Dios. Súbitamente comprendí que estaba observando el protestantismo en su completa gloria y en su hábito natural, protestar. ¿En que clase de iglesia estoy? Me pregunte a mí mismo descorazonado mientras votaban y mi grupo perdía.
Por ese tiempo mi esposa Marilyn que había sido la directora de un centro Pro Vida para mujeres embarazadas, en crisis, comenzó a retarme que intentara resolver la inconsistencia entre nuestras inquebrantables convicciones pro vida y la postura pro aborto de nuestra iglesia Presbiteriana. “Cómo puedes ser miembro de una denominación que aprueba matar a los bebés que no han nacido” me preguntó.
El liderato de nuestra iglesia se había inclinado bajo la presión de las feministas radicales, homosexuales, pro aborto y otros grupos extremistas de presión dentro de la denominación (a pesar de que prominentes miembros de otras congregaciones hermanas mantenía puntos de vista pro vida) e impusieron estrictas pautas liberales en el proceso de contratar nuevos pastores.
Cuando ella me hizo ver que una porción de las donaciones que mi congregación enviaba a la Asamblea General Presbiteriana estaban, lo más seguro, pagando por abortos y que no había nada que yo o mi congregación pudiésemos hacer al respecto, me quede pasmado. Marilyn y yo sabíamos que teníamos que dejar la congregación pero, ¿a dónde podríamos ir? Esta pregunto nos llevó a otra ¿dónde voy a encontrar un trabajo de ministro? Compré un libro que contenía los detalles de la mayoría de las denominaciones cristianas y comencé a evaluar algunas de las denominaciones que me interesaban. Cuando leía los sumarios doctrinales pensaba “está bien, pero no me gustan sus puntos de vista sobre el bautismo” o “esto no está mal, pero su visión sobre los últimos tiempos es un poco llevada por el pánico” o “esta otra parece exactamente lo que estaba buscando, pero me siento incomodo con su estilo de alabanza”. Después de examinar cada posibilidad y no encontrar una que me gustara, cerré el libro, frustrado. Yo sabía que iba a dejar el Presbiterianismo, pero no tenía idea de cuál era la denominación correcta para pertenece. Parecía que había algo mal en cada una, que lastima que no puedo hacer la iglesia perfecta, a mi medida, pensé ilusoriamente.
Por ese tiempo un amigo de Illinois me llamó por teléfono, él también era un pastor presbiteriano que había oído el rumor que yo estaba pensando dejar la iglesia presbiteriana. “Marc, no puedes dejar la iglesia” me regañaba, “tu no puedes dejar nunca la iglesia, estas comprometido con la iglesia” “no importa que algunos teólogos y pastores estén locos, nosotros tenemos que mantenernos con la iglesia y trabajar para renovarla desde adentro”, “debemos conservar la unidad a toda costa”. En primer lugar, contesté malhumoradamente, si eso es verdad ¿por qué nosotros los protestantes nos separamos de la Iglesia Católica? No sé de donde me salieron esas palabras, nunca antes en mi vida había tenido el más ligero pensamiento sobre si los reformadores estuvieron o no equivocados al romper con la Iglesia Católica. Había sido la esencia natural del protestantismo intentar traer renovación a través de división y fragmentación.
El emblema de la Iglesia Presbiteriana es “Reformada y siempre reformando”. Se podría añadir “y reformando y reformando y reformando... etc.” Podría irme a otra denominación sabiendo que eventualmente, tendría que irme a otra cuando empezase a estar insatisfecho o podría decidir quedarme donde estaba y aguantar.
Pero entonces ¿cómo podría justificar quedarme donde estaba? ¿No debería volver a la denominación previa donde los presbiterianos nos habíamos separado con aire desafiante? Ninguna de estas opciones me parecía bien, por lo tanto decidí que debería dejar el ministerio hasta que resolviese el asunto de una manera o de otra.
Volver a la universidad parecía la manera más fácil de tomar un respiro de todo esto, por lo tanto me enrolé en un programa para graduados, de Biología Molecular, en la universidad Case Western Reserve. Mi meta era combinar mis conocimientos científicos y teológicos en una carrera de bioética.
Me imaginé que un doctorado en Biología Molecular me ganaría una mejor posición entre los científicos que lo que lo haría un título en Teología o Ética, aparte que lograr un doctorado en Teología o Ética requeriría aprender Latín y Alemán, y a los 39 me imagine que mis células cerebrales estaban en un declive avanzado para esa clase de rigor mental. El viaje a la universidad de Cleveland duraba más de una hora de ida y otro tanto de vuelta y por los siguientes ocho meses tuve suficiente tiempo de tranquilidad para introspección y oración.
Pronto estuve profundamente sumergido en un proyecto de investigación de Ingeniería Genética el cual comprendía el remover y reproducir el DNA sacado de los riñones homogeneizados de una persona. El programa era un gran reto y me gustaba, aunque comparando la complejidad de los aminoácidos y ciclos bioquímicos con el tener que luchar con las conjugaciones del latín y las declinaciones del alemán de pronto parecía mucho más fácil. El proyecto me fascinaba y me asustaba. Disfrutaba la estimulación intelectual de la investigación científica pero también vi cuan deshumanizada puede ser la investigación de laboratorio.
El tejido genético, tomado de los cadáveres de los pacientes que morían en la Clínica de Cleveland lo mandaban a nuestro laboratorio para investigación del DNA. A mí me conmovía profundamente el hecho de que este tejido provenía de personas, mamas, papas, niños y abuelos que un día habían vivido, trabajado, reído y amado y que ahora estaban muertos. En el laboratorio esos frascos con tejido numerados con esmero eran simplemente material experimental y estaba totalmente desasociado de la persona humana a la cual perteneció.
Escribí una composición de los problemas de ética envueltos en el trasplante de tejido fetal, y comencé a hablar a grupos cristianos acerca de los peligros y las bendiciones de la técnica biológica moderna. Las cosas parecían que estaban marchando de acuerdo al plan hasta que me di cuenta que la razón real por lo que volví a la universidad no era obtener un título. ¡Había sido para que comprase un ejemplar del periódico local de Cleveland!
Un viernes en la mañana, después de conducir el largo trayecto hasta Cleveland, estaba tomando el desayuno, matando el tiempo antes de clases y tratando de estar despierto. Normalmente trato de estudiar un poco, pero esa mañana hice algo desacostumbrado, compré un ejemplar del Plain Dealer. Mientras metía las monedas en la máquina dispensadora de periódicos no me imaginaba que había llegado el momento de confluencia del camino y estaba a punto de comenzar una senda que me llevaría fuera del protestantismo y dentro de la Iglesia Católica (supongo que de haber sabido donde me llevaría habría ido en otra dirección).
Echando una ojeada a los titulares con poco interés, me encontré con un pequeño anuncio que me resalto: “Teólogo católico Scott Hahn hablará en la parroquia católica local el domingo por la tarde”. Me atraganté con el café. ¿Teólogo católico Scott Hahn? No podía ser el Scott Hahn que yo había conocido. Habíamos atendido juntos al seminario teológico Gordon- Conwell
Al comienzo de los años 80. En aquel entonces era un fiel calvinista, anticatólico, el más firme de la universidad. Yo había estado rondando un grupo de intenso estudio calvinista el cual era dirigido por Scott, pero mientras el y otros pasaban largas horas subrayando la Biblia como detectives, tratando de descubrir todos los ángulos de cada implicación teológica, yo jugaba baloncesto. Aunque no había visto a Scott desde que se graduó en 1982, había oído el rumor de que se había hecho católico, no había pensado mucho acerca de ello, seguramente el rumor era falso o ideado por alguien celoso de la intensidad de las convicciones de Scott o de lo contrario Scott había dado un vuelco.
Decidí hacer el viaje de hora y media para saberlo. Estaba totalmente impreparado para lo que iba a descubrir.
APRENDER MUCHO TE VOLVIÓ LOCO
Estuve nervioso cuando llegué al estacionamiento de la gran estructura gótica. Nunca había estado en una Iglesia Católica y no sabía que esperar. Entré en la Iglesia rápidamente, bordeando las pilas de agua bendita, huyendo por el pasillo, inseguro de cual era el protocolo correcto para sentarse en las bancas. Sabía que los católicos se arrodillaban o hacían una reverencia hacia el altar, antes de entrar en las bancas, pero yo, solamente me deslice y con un “crujido” me senté, con la esperanza de no haber sido reconocido como protestante.
Después de unos minutos, y de que ningún acomodador de cara ceñuda me tocara al hombro y apuntando con el dedo la puerta dijera: “vamos amigo lárgate, todos sabemos que no eres católico”, comencé a relajarme y miré atónito el interior de la Iglesia extraño, pero inigualablemente bello.
Unos cuantos segundos más tarde Scott se dirigió al pódium y comenzó su charla con una oración. Cuando el hizo el signo de la cruz supe realmente que realmente había saltado del barco. Se me cayó el alma a los pies, “pobre Scott” gemí interiormente, “los católicos lo ganaron con si hábiles argumentos”. Escuche atentamente su charla sobre la Última Cena, titulada “La cuarta copa” tratando con ahínco de detectar errores, pero no encontré ninguno (la charla de Scott fue tan buena que plagié la mayoría de ella en mi siguiente sermón de comunión).
Mientras hablaba, usando las Escrituras a cada paso para apoyar la enseñanza católica sobre la misa y la Eucaristía, me encontré a mi mismo hipnotizado por lo que estaba oyendo. El catolicismo estaba siendo explicado en una forma que yo nunca me imagine que fuera posible - por la Biblia.
De la forma en que Scott explicaba la misa y la Eucaristía no eran ofensivas o extrañas para mí. Al final de la charla cuando Scott hizo un conmovedor llamado a una conversión radical a Cristo, me pregunté si quizá él estaba solamente fingiendo una conversión para así infiltrarse en la Iglesia Católica y llevar renovación y conversión a los católicos espiritualmente muertos.
No tardé mucho en saberlo. Después que los aplausos de la audiencia se apagaron, fui al frente para ver si me había reconocido. Estaba rodeado por una multitud de personas con preguntas. Me paré unos pasos atrás y estudié su cara mientras hablaba con su típico encanto y convicción al gran grupo de gente. ¡Si era el mismo Scott que conocí en el seminario! Ahora lucía un bigote y yo una barba (un gran cambio de nuestro aspecto aseado de los días del seminario). Cuando se volvió en mi dirección sus ojos brillaron con una sonrisa en un saludo silencioso.
En un momento estábamos juntos dándonos un caluroso apretón de manos. El se disculpó si me había ofendido en alguna forma. “No, seguro que no” le aseguré mientras reíamos compartiendo la alegría de vernos otra vez. Después de unos momentos del obligado ¿como está tu esposa y tu familia? dejé escapar lo que estaba en mi mente “supongo que es cierto lo que oí” ¿por que cambiaste de equipo y te hiciste católico? Scott me dio una breve explicación de su lucha para encontrar la verdad acerca del catolicismo (el circulo de personas escuchaba intensamente la mini historia de su conversión). Me sugirió que tomara una copia de la cinta con la historia de su conversión, dichas copias estaban desapareciendo como pan caliente de la mesa del vestíbulo.
Intercambiamos números de teléfono y nos dimos la mano nuevamente y me fui al fondo de la iglesia donde encontré la mesa cubierta con cinas sobre la fe católica grabadas por Scott y su esposa Kimberly, así como cintas por Steve Wood, otro convertido al catolicismo, el cual también estudió en el seminario de Gordon-Conwell. Compré una copia de cada cinta y un libro de Karl Keating, Catolicismo y Fundamentalismo, que Scott me había recomendado.
Antes de irme me paré atrás de la Iglesia, absorbiendo la extraña y al mismo tiempo atractiva esencia del catolicismo que me rodeaba: iconos, estatuas, adornos en el altar, velas y los obscuros confesionarios. Estuve parado por un momento cavilando el porqué Dios me había llevado a ese lugar. Salía al aire fresco de la noche, mi cabeza me daba vueltas con tantos pensamientos, y mi corazón rebosaba con un desconcertante lío de emociones.
Fui a un restaurante de comida rápida, compré una hamburguesa para el largo camino de regreso a casa, deslice la cinta de la conversión de Scott en el tocacintas de mi auto, planeando descubrir dónde se había equivocado. Aún no había recorrido la mitad del camino a casa, cuando estaba tan embriagado con la emoción que tuve que parar en la orilla de la carretera para poder aclarar mi cabeza
Aunque la jornada de Scott a la Iglesia Católica fue muy diferente a la mía, los interrogantes con los que luchamos el y yo fueron esencialmente los mismos. Y las respuestas que el encontró, que cambiaron tan drásticamente su vida, eran muy convincentes.
Su testimonio me convenció de que la razón de mi creciente insatisfacción con el protestantismo no podía ser ignorada. Las respuestas a mis preguntas, el declaraba que se encontraban en la Iglesia Católica. La idea me taladró hasta la médula. Estaba a la vez asustado y excitado pensando que quizá Dios me estaba llamando a la Iglesia Católica.
Oré por un rato con mi cabeza apoyada en el volante, ordenando mis pensamientos antes de encender el coche otra vez y conducir a casa.
Al día siguiente abrí Catolicismo y Fundamentalismo, lo leí sin parar, acabando el último capítulo esa misma noche. Mientras me preparaba para acostarme, comprendí que estaba en problemas. Ahora estaba claro para mí que los dos dogmas centrales de la reforma protestante, (solo la escritura y solo la justificación por la fe) estaban en un terreno bíblico muy movedizo y por lo tanto yo también lo estaba.
Mi apetito se había agudizado, comencé a leer libros católicos, especialmente los primeros Padres de la Iglesia cuyos escritos me ayudaron a entender la verdad acerca de la historia católica anterior a la reforma.
Pasé incontables horas debatiendo con católicos y protestantes, tratando de someter las verdades católicas a los más difíciles argumentos bíblicos que podía encontrar.
Marylin, como se habrán imaginado, no estaba nada contenta cuando le dije de mi lucha con las doctrinas católicas. A pesar de que al principio me dijo “esto también te va a pasar” eventualmente también ella comenzó a estar intrigada con las cosas que yo estaba aprendiendo y comenzó a estudiar ella misma.
Mientras me abría paso libro tras libro compartía con ella la claridad y sentido común de las enseñanzas de la Iglesia Católica que estaba descubriendo. Más y más seguido juntos llegamos a la conclusión de cuanto más sentido y cuanta más verdad tenía el punto de vista católico de las Escrituras, que todo lo que habíamos encontrado en el amplio rango de opiniones protestantes.
Encontramos que había en la posición católica una profundidad, una fuerza histórica, una consistencia filosófica. El Señor estaba haciendo una increíble transformación en nuestra vida, persuadiéndonos, hombro a hombro, paso a paso, juntos todo el camino.
Junto con las cosas buenas que estábamos encontrando en la Iglesia Católica también nos confrontamos con asuntos confusos y disturbadores. Me encontré con un sacerdote que me consideraba raro por considerar la Iglesia Católica, creía que la conversión era innecesaria. Conocimos a católicos que conocían muy poco acerca de su fe y algunos cuyos estilos de vida no concordaban con las enseñanzas morales de su Iglesia Católica. Cuando atendimos a misa nos encontramos que no éramos bienvenidos y nadie nos asistió. Pero a pesar de esos obstáculos bloqueando nuestro camino a la Iglesia, nos mantuvimos estudiando y orando por la guía del Señor.
Después de oír docenas de cintas y digerir varias docenas de libros yo sabía que no podía permanecer por más tiempo siendo protestante, tenía claro que la respuesta protestante a la renovación de la iglesia fue completamente anti escritural. Jesús oró por unidad entre sus seguidores y Pablo y Juan ambos retaron a sus seguidores a mantener la verdad que habían recibido, no permitiendo que las opiniones los dividieran. Como protestantes habíamos estado con la libertad, poniendo las opiniones personales sobre la autoridad de la enseñanza de la Iglesia. Creíamos que la guía del Espíritu Santo es suficiente para dirigir a cualquier creyente que sinceramente buscase el verdadero significado de la Escritura.
La respuesta católica a este punto de vista es que es la misión de la Iglesia enseña con acierto infalible. Cristo prometió a sus apóstoles y sus sucesores “quien los escucha a ustedes me escucha a mí, y los que los rechazan, rechazan al que me envió” (Lucas 10, 16) La iglesia primitiva también creía esto.
Un pasaje muy fuerte me impresionó mientras estudiaba la historia de la Iglesia:
Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo: una y otra cosa, por ende, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. Así pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos y plenamente asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el reino de Dios estaba para llegar. Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el espíritu- por obispos y diáconos de los que habían de creer. Y esto no era novedad, pues de mucho tiempo atrás se había ya escrito acerca de tales obispos y diáconos. La Escritura, en efecto dice así en algún lugar: “Estableceré a los obispos de ellos en justicia y a sus diáconos en fe.” (Clemente de Roma, Epístola a los Corintios 45, 1 a 5)
Soy un ex-ministro protestante. Como muchos otros he recorrido los caminos que llevan a Roma, por la vía que se conoce como Protestantismo. Nunca me imaginé que algún día me convertiría al Catolicismo.
Por temperamento y entrenamiento soy más un pastor que un erudito, por eso la historia de mi conversión a la Iglesia Católica quizá carezca de los detalles técnicos en los cuales algunos teólogos se mueven y algunos lectores se deleitan. Pero espero poder explicar adecuadamente el por qué hice lo que hice y por qué creo con todo mi corazón que todos los protestantes también debieran hacerlo.
No voy a detenerme en los detalles de mis primeros años, excepto para decir que crecí en una familia típicamente protestante con unos padres buenos que me dieron mucho cariño. Pasé por la mayoría de las experiencias que forman parte de la niñez y adolescencia propias de un americano de mi generación. Me enseñaron a amar a Jesús e ir a la Iglesia los domingos. También me las arreglé para tropezar con los errores tontos que otros muchos de mi generación cometían. Pero después de una temporada de rebeldía juvenil, cuando tenía veinte años experimenté una conversión radical a Jesucristo. Me alejé de los placeres del mundo y tomé en serio la oración y el estudio bíblico.
Ya como un joven adulto me comprometí verdaderamente con Cristo, aceptándolo como mi Señor y Salvador, rezando para que me ayudara a cumplir la misión en la vida que Él tenía para mí.
Cuanto más deseaba, a través de la oración y el estudio, seguir a Jesús y someter mi vida a su voluntad, más sentía el ardiente deseo de dedicar mi vida entera a servirle. Gradualmente, en la misma forma que los primeros rayos del amanecer aparecen en el horizonte oscuro, comenzó a crecer en mi la convicción de que el Señor me estaba llamando a ser un Ministro.
Esta convicción creció cada vez más fuerte mientras estaba en la universidad y más tarde durante mi trabajo como ingeniero. No pude ignorar por mucho tiempo esta llamada del Señor, estaba convencido que el Señor quería que mi hiciera un Ministro. Dejé mi trabajo y me metí en el seminario teológico de Gordon-Conwell en un suburbio de Boston. Adquirí el doctorado en Divinidad y poco después fui ordenado Ministro Protestante.
Mi hijo Juan Marcos, de seis años, recientemente memorizó el juramento del club de Niños Exploradores, el cual dice en parte <
¡Pero no había llegado!
Muy pronto me encontré a mí mismo enfrentado a una multitud de preguntas confusas de teología y administración. Tenía dilemas de exegética sobre cómo interpretar correctamente un difícil pasaje bíblico y también sobre decisiones litúrgicas que podían fácilmente dividir a la congregación. Mis estudios en el seminario no me habían preparado adecuadamente para responder a estas cuestiones tan diversas.
Lo único que yo deseaba era ser un buen pastor, pero no podía encontrar respuestas consistentes a mis preguntas, las de mis compañeros y amigos pastores, tampoco en los libros de “cómo hacerlo” que estaban en mi librero, ni tampoco en los líderes de mi denominación Presbiteriana.
Daba la impresión, que se esperaba que cada pastor tuviese su propia opinión en esos asuntos.
Esta mentalidad de “reinventar la rueda tantas veces como lo necesites” que es el corazón del carácter pastoral del protestantismo, me estaba perturbando profundamente.
¿Porque tendría yo que reinventar la rueda? me preguntaba a mí mismo con enfado.
¿Qué habría pasado con los Ministros de los siglos pasados que enfrentaron los mismos dilemas? ¿Qué hicieron ellos? La emancipación del protestantismo de las leyes y mandatos de Roma “hechos por el hombre que ha “maniatado” por siglos a los cristianos” (por supuesto esto es como nos enseñaron en el seminario a ver el triunfo de la reforma sobre el romanismo) comenzaba a parecer más una anarquía que una genuina libertad.
Nunca recibí las respuestas que necesitaba, a pesar de que oraba constantemente pidiendo dirección. Sentía que había agotado mis recursos y no sabía a quien recurrir. Irónicamente, ese sentido de frustración de estar sin respuestas, fue providencial. Me preparó para estar dispuesto a las respuestas ofrecidas por la Iglesia Católica. Estoy seguro que si hubiese sentido que tenía todas las respuestas, no hubiese estado dispuesto o inclinado a investigar las cosas a un nivel más profundo.
UNA BRECHA EN MI DEFENSA
En la antigüedad, las ciudades se construían en la cima de un monte y se rodeaban de gruesas murallas que protegían a los habitantes de los invasores.
Cuando un ejercito invasor rodeaba una ciudad, como el ejercito de Nabucodonosor rodeó Jerusalén (2 Reyes 25: 1 al 7) los habitantes estaban seguros mientras tenían agua y comida, y en tanto las murallas podían resistir el violento ataque que lanzaban las catapultas y los picos de los zapadores. Pero si abrían una brecha en la muralla la ciudad estaba perdida.
Mi apertura a considerar las posturas de la Iglesia Católica comenzó como resultado de una brecha en la muralla de la teología de Reforma Protestante que circundaba mi alma. Por casi cuarenta años trabajé para construir la muralla piedra por piedra, para proteger mis convicciones protestantes.
Las piedras estaban hechas de mis experiencias personales, la educación del seminario, relaciones con otros protestantes y mis éxitos y fallos en el ministerio. La argamasa que cementó las piedras en su lugar fue mi fe y filosofía protestante. Mi muralla era elevada y gruesa y, yo pensaba que, impenetrable para cualquier fuerza invasora.
Pero cuando la argamasa se desmoronaba y las piedras comenzaron a moverse y resbalar, al principio imperceptiblemente, pero después con una rapidez alarmante, comencé a preocuparme. Traté con empeño de discernir la razón de la creciente falta de confianza en las doctrinas protestantes.
No estaba seguro si estaba buscando reemplazar mis creencias calvinistas paro sabia que mi teología no era invencible. Leí más libros y consulté con teólogos en un esfuerzo de remendar la muralla pero no logré ningún progreso.
Frecuentemente reflexionaba en Proverbios 3: 5 y 6 “Confía en el Señor con todo tu corazón y no te fíes de tu propia sabiduría. En cualquier cosa que hagas tenlo presente, Él allanará tus caminos”. Esta exhortación me perseguía y a la vez me consolaba, mientras luchaba con la confusión doctrinal y el caos procesal del protestantismo.
Los reformadores han sido los campeones de la idea de la interpretación privada de la Biblia por el individuo, una posición con la cual me empecé a sentir cada vez más incómodo, a la luz de Proverbios 3: 5 y 6.
Los creyentes bíblicos protestantes dicen que siguen las enseñanzas de este pasaje buscando la guía de Dios. El problema es que hay miles de caminos doctrinales bajo los cuales los protestantes sienten que el Señor les está enseñando que viajen. Y esas doctrinas varían ampliamente de acuerdo a la denominación.
Estuve luchando con las preguntas ¿cómo puedo saber cual es la voluntad de Dios para mi vida y para la gente de mi congregación? ¿Cómo puedo estar seguro que estoy predicando lo correcto? ¿Cómo sé cual es la verdad? A la luz de la mutilación doctrinal que existe con el protestantismo donde cada denominación está delimitando por si misma la doctrina basada en la interpretación del hombre que la fundó, el criterio que alardean los protestantes “yo solo creo lo que la Biblia dice” comenzaba a sonar vacío.
Yo prometí que iba a ver solamente la Biblia para buscar la verdad, pero las doctrinas reformadas que heredé de Juan Calvino, Juan Knox y los puritanos, chocaban en muchos aspectos con las sostenidas por mis amigos luteranos, bautistas y anglicanos.
En el evangelio Jesús explica lo que significa ser un verdadero discípulo (Mateo 19: 16 a 23). Es más que leer la Biblia o tener tu nombre en la lista de los miembros de una iglesia o asistir regularmente al servicio del domingo, o incluso el hacer una simple oración para aceptar a Jesús como Señor y Salvador. Estas cosas, aún con lo buenas que son, por si solas no nos hacer verdaderos discípulos de Jesús. Ser un discípulo de Jesús significa hacer un compromiso radical de amar y obedecer al Señor en cada palabra, cada actitud y aspirar a irradiar su amor a otros. Jesús dice que el verdadero discípulo, está dispuesto a renunciar a todo, aún a su propia vida, si es necesario para servir al Señor.
Yo estaba profundamente convencido de esto, y a la vez que trataba de practicarlo en mi propia vida (no siempre con éxito) también hice todo lo posible para convencer a mi congregación, que este llamado al discipulado no es una opción, es algo a lo que todos los cristianos tienen que aspirar. Lo irónico era que mi teología protestante me hacia impotente para llamarlos a un discipulado radical y a ellos los hacia impotentes para oírlo y seguir el llamado.
Uno podría preguntarse ¿si todo lo que se requiere para ser salvado es confesar con los labios que Jesús es el Señor y creer en tu corazón que Dios lo resucitó de la muerte (Romanos 10:9) por qué yo debo cambiar? Si, seguro debería cambiar mis caminos pecaminosos.
Debería aspirar a agradar a Dios. Pero si no lo hago ¿importa realmente? mi salvación está asegurada.
Hay una historia acerca de un reportero en la ciudad de New York que deseaba escribir un artículo acerca de lo que la gente creía que era el descubrimiento más increíble del siglo veinte. Se lanzo a las calles entrevistando gente al azar y recibió una variedad de respuestas: el avión, el teléfono, el automóvil, el ordenador, la energía nuclear, los viajes al espacio, los antibióticos. Las respuestas siguieron es esa línea hasta que un individuo dio una respuesta inesperada: “Es obvio. La invención más increíble es el termo” ¿El termo? preguntó el reportero levantando las cejas. “Seguro. Las cosas calientes las mantiene calientes y las cosas frías las mantiene frías”. El reportero parpadeó. “¿Y que? ¿Cómo sabe?... que esto es lo más importante
Esta anécdota tiene un significado para mí. Puesto que mi obligación y deseo era enseñar la verdad de Cristo a mi congregación mi creciente preocupación era ¿cómo saber cual era la verdad y cual no?
Cada domingo, me paraba en mi púlpito e interpretaba la escritura para mi rebaño sabiendo que en un radio de quince millas a la redonda de mi iglesia había docenas de pastores protestantes los cuales creían que solamente la Biblia es la única autoridad para la doctrina y la práctica, pero cada uno estaba enseñando algo diferente a lo que yo estaba enseñando. ¿Es mi interpretación de la Escritura la correcta o no lo es? me preguntaba. Quizá alguno de esos otros pastores esta en lo correcto y yo estoy engañando a estas personas que confían en mi. También
estaba el tener la certeza (que me revolvía el estómago) que un día tendría que morir y estar delante del Señor Jesucristo, el Juez Eterno, y responder no solamente por mis acciones sino también cómo dirigí a la gente que él me había dado para pastorear. ¿Estoy predicando la verdad o el error? Le preguntaba al Señor repetidamente, “yo creo que estoy en lo correcto”, pero cómo estar seguro.
Este dilema me perseguía. Comencé a cuestionar cada aspecto de mi ministerio y de la teología y de la Reforma, desde las cosas más insignificantes hasta las más importantes.
Ahora miro al pasado con cierto humor vergonzoso al ver como luchaba duramente en aquellos días de prueba e incertidumbre. Llegué a un punto que incluso luche con la duda de sí debería o no usar un cuello clerical.
Como no hay una forma mandataria de como vestirse, para los ministros presbiterianos, algunos usan cuello clerical, otros trajes, otros batas y otros una combinación de todo lo anterior.
Un ministro amigo mío guardaba un cuello clerical en la guantera de su auto, solamente para usarlo en caso de que en algún momento le pudiera traer alguna ventaja, como el de evitar una multa por exceso de velocidad. Cuando me lo dijo, con un gesto de complicidad, decidí no usar un cuello clerical. En el servicio del domingo usaba una simple bata negra sobre mi traje.
En lo que se refiere a la forma y contenido de la liturgia del domingo cada iglesia tiene sus propios puntos de vista en cómo las cosas deben de hacerse, y cada pastor es libre, en lo que cabe, de hacer lo que quiera. Sin guías denominacionales mandatarias que me dirigieran, hice los que otros pastores estaban haciendo, improvisaba: cantos, sermones, selección de las Escrituras, participación de la congregación, y la administración de bautismos, matrimonios y la Cena del Señor fueron un campo abierto a la experimentación.
Me estremezco con el recuerdo de un domingo en particular, que en un esfuerzo para hacer el servicio de jóvenes más interesante y relevante dije las palabras del Señor sobre una jarra de gaseosa y una fuente de patatas fritas “Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre. Hagan esto en memoria mía”.
Las preguntas de teología eran las que más me enfadaban. Recuerdo estar de pie al lado de una cama en un hospital donde un hombre que estaba cercano a la muerte después de sufrir un ataque al corazón, su esposa muy nerviosa me preguntó ¿va a ir mi esposo al cielo? Dudé unos momentos antes de darle mi respuesta presbiteriana adecuada mientras consideraba la gran variedad de alternativas que podría dar como respuesta, dependiendo de lo que uno era, metodista, bautista, luterano, asambleas de Dios, nazareno, ciencia cristiana, evangelio de las cuatro esquinas, testigo de Jehová, etc., etc. Todo lo que pude fue murmurar una clase de respuesta piadosa pero vaga. “Debemos confiar en el Señor acerca de la salvación de su esposo” Este hombre había entregado su vida a Cristo, se había regenerado y estaba confiado que era uno de los elegidos de Dios, ¿pero lo era realmente?
Yo estaba profundamente perturbado sabiendo que no importaba cuan honestamente el haya pensado que había sido predestinado para el cielo (es interesante que todos los que predican la doctrina de la predestinación creen firmemente que ellos mismos son unos de los elegidos) ni importaba cuan sinceramente lo creían los que lo rodeaban, él podría no haber ido al cielo. ¿Y que si sectariamente se había desviado y caído en pecado y había estado viviendo en un estado de rebelión con Dios en el momento que el ataque al corazón lo pilló por sorpresa? La teología de la reforma me decía que si ese era el caso entonces el pobre hombre había sido engañado por una falsa seguridad, pensando que fue regenerado y predestinado para el cielo cuando de hecho no se desvió de su camino al infierno. Calvino enseñó que los elegidos de Dios tienen que perseverar en gracia y elección. Si una persona muere en estado de rebelión con Dios demuestra que nunca fue uno de los elegidos. ¿Que clase de absoluta seguridad era esa?, me preguntaba.
Encontré muy difícil dar una respuesta clara y convincente a la clase de preguntas que me hacían mis parroquianos: ¿va mi esposo a ir al cielo? Cada pastor protestante que conozco tiene un conjunto de criterios que consideran “necesarios” para la salvación. Como un calvinista yo creía que si uno aceptaba públicamente a Jesús como su Señor y Salvador, era salvado por gracia a través de la fe. Pero, a pesar de que yo consolé a otros con esas palabras bien intencionadas, estaba preocupado por el estilo de vida mundano y a veces ampliamente pecaminoso que habían tenido algunos miembros, ahora muertos, de mi congregación. Después de algunos años de ministerio comencé a dudad si debería continuar.
TEN EN CUENTA A LOS GORRIONES
Una mañana me levanté antes del amanecer y tomando una silla plegable, mi diario y la Biblia, me dirigí a un campo muy tranquilo detrás de mi iglesia. Era la hora del día que más me gusta, cuando los pájaros están cantando el despertar del mundo. Muchas veces me he maravillado con la exuberancia de los pájaros temprano en la mañana. Que memoria tan maravillosamente pequeña tienen. Comienzan cada día de su simple existencia con una sinfonía de alabanza al Señor que los creó, totalmente despreocupados y sin planes. Algunas veces pienso en los gorriones y medito en la simplicidad de sus vidas.
Sentado quietamente en el campo cubierto con el amanecer esperando la salida del sol. Leo la escritura y medito en las cuestiones que me han estado molestando, poniendo mis preocupaciones ante el Señor. La Biblia me advirtió de “no apoyarme en mi entendimiento”, por eso estaba determinado a dejar que el Señor me guiase.
Estuve considerando dejar el pastoreo y vi tres opciones. Una fue ser el líder del ministerio de jóvenes en una gran iglesia Presbiteriana que me había ofrecido la posición. Otra fue dejar el ministerio completamente y volver a la ingeniería. La tercera posibilidad era volver a la universidad y completar mi educación científica en un área que podría abrirme aun más las puertas a mi profesión. Había sido aceptado en un programa para graduados sobre Biología Molecular en la universidad de Ohio State. Estuve reflexionando sobre estas opciones pidiéndole a Dios que guiase mis pasos, “una voz audible hubiese sido estupenda”, sonreí mientras cerraba mis ojos y esperaba la respuesta del Señor. No tenia idea de que forma sería la respuesta, pero no tardó mucho en venir.
Mis ensueños terminaron abruptamente cuando pasó un gorrión triando alegremente y lanzó su excremento en mi cabeza. ¿Que me estas diciendo, Señor? clame con la angustia de Job.
El gorjeo de los pájaros fue la cínica respuesta. No había voces celestiales (ni siquiera un susurro disimulado), solamente los sonidos de la naturaleza levantándose de su sueño en un maizal de Ohio. ¿Sería una señal divina o simplemente un comentario editorial del hermano pájaro a mis preocupaciones? Disgustado doble la silla, tome mi Biblia y me fui a casa.
Más tarde en el día cuando le dije a mi esposa acerca de las tres opciones que estaba considerando y el incidente con el gorrión, ella se rió y con su habitual sabiduría exclamó: El significado está claro, Marcos. El Señor está diciendo “ninguna de las tres”.
A pesar de que hubiese preferido un método menos humillante de comunicación, yo sé que nada ocurre por accidente, y que ni los gorriones ni lo que tiran cae a la tierra sin el conocimiento de Dios. Tomé esto como una simpática insinuación de Dios para que permaneciese en el ministerio. Pero continué dándome cuenta que mi situación no estaba bien. Quizá lo que necesitaba era una iglesia más grande, con un presupuesto mayor y con más personal. Seguramente entonces sería feliz. Por lo tanto tome la dirección de que “cuanto más grande, mejor iglesia” pensando que podría satisfacer mi intranquilo corazón.
A los seis meses encontré una que me gustaba y que parecía que yo también le gustaba a su numerosa congregación. Me ofrecieron el puesto de Pastor a cargo con un personal de oficina y un presupuesto diez veces mayor del que había tenido en mi iglesia anterior. Lo mejor de todo es que era una iglesia evangélica fuerte, con muchos miembros que estaban activamente interesados en el estudio de las Escrituras y en ministerios laicos. Disfrute predicando ante esta nueva y aprobatoria congregación cada domingo. Al principio pensé que había resuelto el problema, pero solamente un mes después me di cuenta que “más grande no era mejor”. Mi frustración creció proporcionalmente mayor.
Sonrisas corteses me iluminaban durante cada sermón, pero yo no estaba ciego ante el hecho que para muchos en la congregación mis apasionadas exhortaciones a vivir una vida virtuosa, meramente pasaban rozando la superficie de una vena de religiosidad, como gotas de agua en un sartén caliente. Muchos decían “Gran sermón, realmente me ha bendecido”. Pero yo sentía que lo que realmente pensaban era “Esta bien para otra gente, Pastor -para pecadores-, pero yo ya he llegado. Mi nombre ya está escrito en los rollos del Cielo, no necesito preocuparme con todas esas cosas. Pero claro que estamos de acuerdo con usted, Pastor, eso es lo que tenemos que decirles a todos los pecadores, que se pongan a bien con Dios”.
Un día me encontré parado ante el liderato local, como orador de un grupo de pastores y laicos que defendían la idea de llamar a Dios padre y no madre. Defendí esa posición aludiendo las Escrituras y la Tradición Cristiana. Para mi consternación me di cuenta que la fracción que representaba era una minoría y estábamos peleando una batalla perdida. El asunto sería resuelto, no por un buen razonamiento, apelando a las Escrituras o a la Historia de la Iglesia, sino por la mayoría de votos de los liberales, en pro de un lenguaje neutral. Fue en esa reunión que por primera vez reconocí el principio anarquista situado en el centro del protestantismo.
Estos liberales, (penosamente equivocados como estaban en su proyecto de reducir a Dios a las meras funciones de “creador” “redentor” y “santificador” en vez de las personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo) eran simplemente buenos protestantes.
Estaban solamente siguiendo el curso de protesta que trazaron para ellos sus teólogos antecesores. Marín Lutero, Calvino y otros reformadores. La máxima de la reforma de “no acatar la enseñanza a menos que yo crea que correcta y bíblica” estaba siendo invocada por esos protestantes liberales en favor de su protesta contra los nombres masculinos de Dios. Súbitamente comprendí que estaba observando el protestantismo en su completa gloria y en su hábito natural, protestar. ¿En que clase de iglesia estoy? Me pregunte a mí mismo descorazonado mientras votaban y mi grupo perdía.
Por ese tiempo mi esposa Marilyn que había sido la directora de un centro Pro Vida para mujeres embarazadas, en crisis, comenzó a retarme que intentara resolver la inconsistencia entre nuestras inquebrantables convicciones pro vida y la postura pro aborto de nuestra iglesia Presbiteriana. “Cómo puedes ser miembro de una denominación que aprueba matar a los bebés que no han nacido” me preguntó.
El liderato de nuestra iglesia se había inclinado bajo la presión de las feministas radicales, homosexuales, pro aborto y otros grupos extremistas de presión dentro de la denominación (a pesar de que prominentes miembros de otras congregaciones hermanas mantenía puntos de vista pro vida) e impusieron estrictas pautas liberales en el proceso de contratar nuevos pastores.
Cuando ella me hizo ver que una porción de las donaciones que mi congregación enviaba a la Asamblea General Presbiteriana estaban, lo más seguro, pagando por abortos y que no había nada que yo o mi congregación pudiésemos hacer al respecto, me quede pasmado. Marilyn y yo sabíamos que teníamos que dejar la congregación pero, ¿a dónde podríamos ir? Esta pregunto nos llevó a otra ¿dónde voy a encontrar un trabajo de ministro? Compré un libro que contenía los detalles de la mayoría de las denominaciones cristianas y comencé a evaluar algunas de las denominaciones que me interesaban. Cuando leía los sumarios doctrinales pensaba “está bien, pero no me gustan sus puntos de vista sobre el bautismo” o “esto no está mal, pero su visión sobre los últimos tiempos es un poco llevada por el pánico” o “esta otra parece exactamente lo que estaba buscando, pero me siento incomodo con su estilo de alabanza”. Después de examinar cada posibilidad y no encontrar una que me gustara, cerré el libro, frustrado. Yo sabía que iba a dejar el Presbiterianismo, pero no tenía idea de cuál era la denominación correcta para pertenece. Parecía que había algo mal en cada una, que lastima que no puedo hacer la iglesia perfecta, a mi medida, pensé ilusoriamente.
Por ese tiempo un amigo de Illinois me llamó por teléfono, él también era un pastor presbiteriano que había oído el rumor que yo estaba pensando dejar la iglesia presbiteriana. “Marc, no puedes dejar la iglesia” me regañaba, “tu no puedes dejar nunca la iglesia, estas comprometido con la iglesia” “no importa que algunos teólogos y pastores estén locos, nosotros tenemos que mantenernos con la iglesia y trabajar para renovarla desde adentro”, “debemos conservar la unidad a toda costa”. En primer lugar, contesté malhumoradamente, si eso es verdad ¿por qué nosotros los protestantes nos separamos de la Iglesia Católica? No sé de donde me salieron esas palabras, nunca antes en mi vida había tenido el más ligero pensamiento sobre si los reformadores estuvieron o no equivocados al romper con la Iglesia Católica. Había sido la esencia natural del protestantismo intentar traer renovación a través de división y fragmentación.
El emblema de la Iglesia Presbiteriana es “Reformada y siempre reformando”. Se podría añadir “y reformando y reformando y reformando... etc.” Podría irme a otra denominación sabiendo que eventualmente, tendría que irme a otra cuando empezase a estar insatisfecho o podría decidir quedarme donde estaba y aguantar.
Pero entonces ¿cómo podría justificar quedarme donde estaba? ¿No debería volver a la denominación previa donde los presbiterianos nos habíamos separado con aire desafiante? Ninguna de estas opciones me parecía bien, por lo tanto decidí que debería dejar el ministerio hasta que resolviese el asunto de una manera o de otra.
Volver a la universidad parecía la manera más fácil de tomar un respiro de todo esto, por lo tanto me enrolé en un programa para graduados, de Biología Molecular, en la universidad Case Western Reserve. Mi meta era combinar mis conocimientos científicos y teológicos en una carrera de bioética.
Me imaginé que un doctorado en Biología Molecular me ganaría una mejor posición entre los científicos que lo que lo haría un título en Teología o Ética, aparte que lograr un doctorado en Teología o Ética requeriría aprender Latín y Alemán, y a los 39 me imagine que mis células cerebrales estaban en un declive avanzado para esa clase de rigor mental. El viaje a la universidad de Cleveland duraba más de una hora de ida y otro tanto de vuelta y por los siguientes ocho meses tuve suficiente tiempo de tranquilidad para introspección y oración.
Pronto estuve profundamente sumergido en un proyecto de investigación de Ingeniería Genética el cual comprendía el remover y reproducir el DNA sacado de los riñones homogeneizados de una persona. El programa era un gran reto y me gustaba, aunque comparando la complejidad de los aminoácidos y ciclos bioquímicos con el tener que luchar con las conjugaciones del latín y las declinaciones del alemán de pronto parecía mucho más fácil. El proyecto me fascinaba y me asustaba. Disfrutaba la estimulación intelectual de la investigación científica pero también vi cuan deshumanizada puede ser la investigación de laboratorio.
El tejido genético, tomado de los cadáveres de los pacientes que morían en la Clínica de Cleveland lo mandaban a nuestro laboratorio para investigación del DNA. A mí me conmovía profundamente el hecho de que este tejido provenía de personas, mamas, papas, niños y abuelos que un día habían vivido, trabajado, reído y amado y que ahora estaban muertos. En el laboratorio esos frascos con tejido numerados con esmero eran simplemente material experimental y estaba totalmente desasociado de la persona humana a la cual perteneció.
Escribí una composición de los problemas de ética envueltos en el trasplante de tejido fetal, y comencé a hablar a grupos cristianos acerca de los peligros y las bendiciones de la técnica biológica moderna. Las cosas parecían que estaban marchando de acuerdo al plan hasta que me di cuenta que la razón real por lo que volví a la universidad no era obtener un título. ¡Había sido para que comprase un ejemplar del periódico local de Cleveland!
Un viernes en la mañana, después de conducir el largo trayecto hasta Cleveland, estaba tomando el desayuno, matando el tiempo antes de clases y tratando de estar despierto. Normalmente trato de estudiar un poco, pero esa mañana hice algo desacostumbrado, compré un ejemplar del Plain Dealer. Mientras metía las monedas en la máquina dispensadora de periódicos no me imaginaba que había llegado el momento de confluencia del camino y estaba a punto de comenzar una senda que me llevaría fuera del protestantismo y dentro de la Iglesia Católica (supongo que de haber sabido donde me llevaría habría ido en otra dirección).
Echando una ojeada a los titulares con poco interés, me encontré con un pequeño anuncio que me resalto: “Teólogo católico Scott Hahn hablará en la parroquia católica local el domingo por la tarde”. Me atraganté con el café. ¿Teólogo católico Scott Hahn? No podía ser el Scott Hahn que yo había conocido. Habíamos atendido juntos al seminario teológico Gordon- Conwell
Al comienzo de los años 80. En aquel entonces era un fiel calvinista, anticatólico, el más firme de la universidad. Yo había estado rondando un grupo de intenso estudio calvinista el cual era dirigido por Scott, pero mientras el y otros pasaban largas horas subrayando la Biblia como detectives, tratando de descubrir todos los ángulos de cada implicación teológica, yo jugaba baloncesto. Aunque no había visto a Scott desde que se graduó en 1982, había oído el rumor de que se había hecho católico, no había pensado mucho acerca de ello, seguramente el rumor era falso o ideado por alguien celoso de la intensidad de las convicciones de Scott o de lo contrario Scott había dado un vuelco.
Decidí hacer el viaje de hora y media para saberlo. Estaba totalmente impreparado para lo que iba a descubrir.
APRENDER MUCHO TE VOLVIÓ LOCO
Estuve nervioso cuando llegué al estacionamiento de la gran estructura gótica. Nunca había estado en una Iglesia Católica y no sabía que esperar. Entré en la Iglesia rápidamente, bordeando las pilas de agua bendita, huyendo por el pasillo, inseguro de cual era el protocolo correcto para sentarse en las bancas. Sabía que los católicos se arrodillaban o hacían una reverencia hacia el altar, antes de entrar en las bancas, pero yo, solamente me deslice y con un “crujido” me senté, con la esperanza de no haber sido reconocido como protestante.
Después de unos minutos, y de que ningún acomodador de cara ceñuda me tocara al hombro y apuntando con el dedo la puerta dijera: “vamos amigo lárgate, todos sabemos que no eres católico”, comencé a relajarme y miré atónito el interior de la Iglesia extraño, pero inigualablemente bello.
Unos cuantos segundos más tarde Scott se dirigió al pódium y comenzó su charla con una oración. Cuando el hizo el signo de la cruz supe realmente que realmente había saltado del barco. Se me cayó el alma a los pies, “pobre Scott” gemí interiormente, “los católicos lo ganaron con si hábiles argumentos”. Escuche atentamente su charla sobre la Última Cena, titulada “La cuarta copa” tratando con ahínco de detectar errores, pero no encontré ninguno (la charla de Scott fue tan buena que plagié la mayoría de ella en mi siguiente sermón de comunión).
Mientras hablaba, usando las Escrituras a cada paso para apoyar la enseñanza católica sobre la misa y la Eucaristía, me encontré a mi mismo hipnotizado por lo que estaba oyendo. El catolicismo estaba siendo explicado en una forma que yo nunca me imagine que fuera posible - por la Biblia.
De la forma en que Scott explicaba la misa y la Eucaristía no eran ofensivas o extrañas para mí. Al final de la charla cuando Scott hizo un conmovedor llamado a una conversión radical a Cristo, me pregunté si quizá él estaba solamente fingiendo una conversión para así infiltrarse en la Iglesia Católica y llevar renovación y conversión a los católicos espiritualmente muertos.
No tardé mucho en saberlo. Después que los aplausos de la audiencia se apagaron, fui al frente para ver si me había reconocido. Estaba rodeado por una multitud de personas con preguntas. Me paré unos pasos atrás y estudié su cara mientras hablaba con su típico encanto y convicción al gran grupo de gente. ¡Si era el mismo Scott que conocí en el seminario! Ahora lucía un bigote y yo una barba (un gran cambio de nuestro aspecto aseado de los días del seminario). Cuando se volvió en mi dirección sus ojos brillaron con una sonrisa en un saludo silencioso.
En un momento estábamos juntos dándonos un caluroso apretón de manos. El se disculpó si me había ofendido en alguna forma. “No, seguro que no” le aseguré mientras reíamos compartiendo la alegría de vernos otra vez. Después de unos momentos del obligado ¿como está tu esposa y tu familia? dejé escapar lo que estaba en mi mente “supongo que es cierto lo que oí” ¿por que cambiaste de equipo y te hiciste católico? Scott me dio una breve explicación de su lucha para encontrar la verdad acerca del catolicismo (el circulo de personas escuchaba intensamente la mini historia de su conversión). Me sugirió que tomara una copia de la cinta con la historia de su conversión, dichas copias estaban desapareciendo como pan caliente de la mesa del vestíbulo.
Intercambiamos números de teléfono y nos dimos la mano nuevamente y me fui al fondo de la iglesia donde encontré la mesa cubierta con cinas sobre la fe católica grabadas por Scott y su esposa Kimberly, así como cintas por Steve Wood, otro convertido al catolicismo, el cual también estudió en el seminario de Gordon-Conwell. Compré una copia de cada cinta y un libro de Karl Keating, Catolicismo y Fundamentalismo, que Scott me había recomendado.
Antes de irme me paré atrás de la Iglesia, absorbiendo la extraña y al mismo tiempo atractiva esencia del catolicismo que me rodeaba: iconos, estatuas, adornos en el altar, velas y los obscuros confesionarios. Estuve parado por un momento cavilando el porqué Dios me había llevado a ese lugar. Salía al aire fresco de la noche, mi cabeza me daba vueltas con tantos pensamientos, y mi corazón rebosaba con un desconcertante lío de emociones.
Fui a un restaurante de comida rápida, compré una hamburguesa para el largo camino de regreso a casa, deslice la cinta de la conversión de Scott en el tocacintas de mi auto, planeando descubrir dónde se había equivocado. Aún no había recorrido la mitad del camino a casa, cuando estaba tan embriagado con la emoción que tuve que parar en la orilla de la carretera para poder aclarar mi cabeza
Aunque la jornada de Scott a la Iglesia Católica fue muy diferente a la mía, los interrogantes con los que luchamos el y yo fueron esencialmente los mismos. Y las respuestas que el encontró, que cambiaron tan drásticamente su vida, eran muy convincentes.
Su testimonio me convenció de que la razón de mi creciente insatisfacción con el protestantismo no podía ser ignorada. Las respuestas a mis preguntas, el declaraba que se encontraban en la Iglesia Católica. La idea me taladró hasta la médula. Estaba a la vez asustado y excitado pensando que quizá Dios me estaba llamando a la Iglesia Católica.
Oré por un rato con mi cabeza apoyada en el volante, ordenando mis pensamientos antes de encender el coche otra vez y conducir a casa.
Al día siguiente abrí Catolicismo y Fundamentalismo, lo leí sin parar, acabando el último capítulo esa misma noche. Mientras me preparaba para acostarme, comprendí que estaba en problemas. Ahora estaba claro para mí que los dos dogmas centrales de la reforma protestante, (solo la escritura y solo la justificación por la fe) estaban en un terreno bíblico muy movedizo y por lo tanto yo también lo estaba.
Mi apetito se había agudizado, comencé a leer libros católicos, especialmente los primeros Padres de la Iglesia cuyos escritos me ayudaron a entender la verdad acerca de la historia católica anterior a la reforma.
Pasé incontables horas debatiendo con católicos y protestantes, tratando de someter las verdades católicas a los más difíciles argumentos bíblicos que podía encontrar.
Marylin, como se habrán imaginado, no estaba nada contenta cuando le dije de mi lucha con las doctrinas católicas. A pesar de que al principio me dijo “esto también te va a pasar” eventualmente también ella comenzó a estar intrigada con las cosas que yo estaba aprendiendo y comenzó a estudiar ella misma.
Mientras me abría paso libro tras libro compartía con ella la claridad y sentido común de las enseñanzas de la Iglesia Católica que estaba descubriendo. Más y más seguido juntos llegamos a la conclusión de cuanto más sentido y cuanta más verdad tenía el punto de vista católico de las Escrituras, que todo lo que habíamos encontrado en el amplio rango de opiniones protestantes.
Encontramos que había en la posición católica una profundidad, una fuerza histórica, una consistencia filosófica. El Señor estaba haciendo una increíble transformación en nuestra vida, persuadiéndonos, hombro a hombro, paso a paso, juntos todo el camino.
Junto con las cosas buenas que estábamos encontrando en la Iglesia Católica también nos confrontamos con asuntos confusos y disturbadores. Me encontré con un sacerdote que me consideraba raro por considerar la Iglesia Católica, creía que la conversión era innecesaria. Conocimos a católicos que conocían muy poco acerca de su fe y algunos cuyos estilos de vida no concordaban con las enseñanzas morales de su Iglesia Católica. Cuando atendimos a misa nos encontramos que no éramos bienvenidos y nadie nos asistió. Pero a pesar de esos obstáculos bloqueando nuestro camino a la Iglesia, nos mantuvimos estudiando y orando por la guía del Señor.
Después de oír docenas de cintas y digerir varias docenas de libros yo sabía que no podía permanecer por más tiempo siendo protestante, tenía claro que la respuesta protestante a la renovación de la iglesia fue completamente anti escritural. Jesús oró por unidad entre sus seguidores y Pablo y Juan ambos retaron a sus seguidores a mantener la verdad que habían recibido, no permitiendo que las opiniones los dividieran. Como protestantes habíamos estado con la libertad, poniendo las opiniones personales sobre la autoridad de la enseñanza de la Iglesia. Creíamos que la guía del Espíritu Santo es suficiente para dirigir a cualquier creyente que sinceramente buscase el verdadero significado de la Escritura.
La respuesta católica a este punto de vista es que es la misión de la Iglesia enseña con acierto infalible. Cristo prometió a sus apóstoles y sus sucesores “quien los escucha a ustedes me escucha a mí, y los que los rechazan, rechazan al que me envió” (Lucas 10, 16) La iglesia primitiva también creía esto.
Un pasaje muy fuerte me impresionó mientras estudiaba la historia de la Iglesia:
Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo: una y otra cosa, por ende, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. Así pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos y plenamente asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el reino de Dios estaba para llegar. Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el espíritu- por obispos y diáconos de los que habían de creer. Y esto no era novedad, pues de mucho tiempo atrás se había ya escrito acerca de tales obispos y diáconos. La Escritura, en efecto dice así en algún lugar: “Estableceré a los obispos de ellos en justicia y a sus diáconos en fe.” (Clemente de Roma, Epístola a los Corintios 45, 1 a 5)
Siendo, pues, tantos los testimonios, ya no es preciso buscar en otros la verdad que tan fácil es recibir de la Iglesia, ya que los Apóstoles depositaron en ella, como en un rico almacén, todo lo referente a la verdad, a fin de que <
Entonces, si se halla alguna divergencia aun en alguna cosa mínima, ¿no sería conveniente volver los ojos a las Iglesias más antiguas, en las cuales los Apóstoles vivieron, a fin de tomar de ellas la doctrina para resolver la cuestión, lo que es más claro y seguro? Incluso si los Apóstoles no nos hubiesen dejado sus escritos, ¿no hubiera sido necesario seguir el orden de la Tradición que ellos legaron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias? (Contra la herejías 3,4,1)
Estudié las causas de la reforma protestante. La Iglesia Católica en aquellos días necesitaba desesperadamente renovarse pero Martín Lutero y los otros reformadores escogieron equivocadamente, el método no bíblico de lidiar con los problemas que vieron en la Iglesia. El camino correcto, fue y sigue siendo, justamente lo que me dijo mi amigo presbiteriano “no dejes la Iglesia, no rompas la unidad de la fe”. “Trabaja por una reforma genuina basada en el plan de Dios no en el del hombre, consiguiéndolo a través de la oración, penitencia y buen ejemplo”.
No pude por más tiempo permanecer protestante. El hacerlo significaba que negaba la promesa de Cristo de guiar y proteger su Iglesia y enviar el Espíritu Santo para llevarla a la verdad completa. (Mateo 16: 18 y 19, 18: 18, 28: 20. Juan 14: 16-25, 16: 13) Pero no podía soportar el pensar en hacerme católico. Había sido enseñado por tanto tiempo a despreciar el “romanismo” que a pesar que intelectualmente había descubierto que el catolicismo era la verdad, tuve un tiempo muy difícil sacudiéndome los perjuicios emocionales en contra de la Iglesia.
Una dificultad clave fue el ajuste psicológico a la complejidad de la teología católica. En contraste el protestantismo es simple: admite que eres pecador, arrepiéntete de tus pecados, acepta a Jesús como tu salvador personal, confía en su perdón y estás salvado.
Continué estudiando las escrituras y libros católicos y pasé muchas horas debatiendo con amigos y colegas protestantes, sobre asuntos difíciles, como María, oración a los santos, indulgencias, purgatorio, celibato del sacerdocio y la Eucaristía. Eventualmente comprendí que el asunto más importante era autoridad. Toda la lucha sobre cómo interpretar la Escritura no va a ningún lado, sino hay forma de saber con infalible certidumbre que una interpretación es la correcta. La autoridad de enseñanza de la Iglesia en el Magisterio se centra alrededor de la silla de Pedro. Si podía aceptar esta doctrina, yo sabía que podía confiar en la Iglesia en todo lo demás.
Leí Las llaves del Reino y Sobre esta Roca de Fray Stanley Jaki, los Documentos del Vaticano II y de los Concilios anteriores, especialmente el de Trento. Estudié cuidadosamente la Escritura y los escritos de Calvino, Lutero y los otros reformadores para comprobar los argumentos católicos. Vez tras vez encontré que los argumentos protestantes contra la primacía de Pedro simplemente no eran bíblicos ni históricos. Era claro que la posición católica era la bíblica.
El Espíritu Santo, literalmente me envió un rayo de su luz a lo que quedaba de perjuicios anticatólicos cuando leí el libro del Cardenal John Henry Newman Un ensayo en el desarrollo de la Doctrina Cristiana. De hecho mis objeciones se evaporaron cuando había leído doce páginas del libro donde Newman explica el desarrollo de la autoridad papal.
Mi estudio de la posición católica me llevó cerca de año y medio. Durante este período Marilyn y yo estudiamos juntos, compartimos juntos como pareja los miedos, esperanzas y retos que nos acometían durante el camino a Roma. Asistíamos juntos a Misa semanalmente, viajando a una parroquia suficientemente alejada de nuestra ciudad (mi anterior iglesia presbiteriana estaba a menos de una milla de nuestra casa) para evitar la controversia y confusión que sin duda alguna se levantaría si nuestros anteriores parroquianos supiesen que yo estaba explorando Roma.
Gradualmente comenzamos a sentirnos confortables haciendo todas las cosas que los católicos hacen en Misa (excepto recibir la comunión). Doctrinalmente, emocionalmente y espiritualmente nos sentíamos listos para formalmente entrar en la Iglesia, pero quedaba una barrera que teníamos que superar. Antes de conocernos y enamorarnos Marilyn y yo, ella se había divorciado después de un breve matrimonio. Como éramos protestantes cuando nos conocimos y nos casamos esto no planteó ningún problema hasta donde yo y mi denominación sabíamos.
Fue hasta que nos sentimos listos para entrar en la Iglesia Católica que nos informaron que no podíamos hacerlo a menos que Marilyn recibiese una anulación de su primer matrimonio. Al principio sentimos que Dios nos estaba jugando una broma. Después fuimos de la sorpresa al enojo. Nos parecía tan injusto y ridículamente hipócrita: podíamos haber cometido cualquier otro pecado, no importaba cuan atroz y con una confesión habría sido adecuadamente limpiado para la admisión en la Iglesia, pero por causa de esta falta nuestra entrada a la Iglesia se paró en seco.
Pero cuando recordamos lo que nos había llevado a este punto en nuestro peregrinaje espiritual, tuvimos que confiar en Dios con todo nuestro corazón y no apoyarnos en nuestro entendimiento. Tuvimos que reconocer y confiar que Él guiaría nuestros caminos. Era evidente que esta era la prueba final de perseverancia mandada por Dios.
Por lo tanto Marilyn comenzó el difícil proceso de investigación para la anulación y seguimos esperando. Continuamos asistiendo a Misa, permaneciendo sentados en la banca, con el corazón dolido mientras los de nuestro alrededor iban a recibir al Señor en la Sagrada Eucaristía y nosotros no podíamos hacerlo.
Fue por no poder recibir la Eucaristía que aprendimos a apreciar el increíble privilegio que Jesús concedió a sus amados de recibir el Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad en el Santísimo Sacramento. La promesa del Señor en la Escritura se hizo real para nosotros en esas misas. “El Señor al que ama lo disciplina” Hebreos 12: 16
Después de nueve meses de espera supimos que la anulación de Marilyn había sido concedida. Sin ninguna otra tardanza nuestro matrimonio fue bendecido y fuimos recibidos con gran expectación y celebración en la Iglesia Católica. Nos sentimos tan increíblemente bien de por fin estar en casa donde pertenecíamos. Derramé lágrimas de gozo y gratitud en la primera Misa cuando pude caminar al frente con mis hermanos católicos y recibir a Jesús en la Sagrada Comunión.
Muchas veces le pregunté al Señor en la oración ¿cual es la verdad? Él me contestó con la Escritura diciendo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Ahora como católico me alegro de que no solo conozco la verdad sino también lo recibo a Él en la Eucaristía.
RESUMIENDO EN UNAS CUANTAS PALABRAS FINALES
Pienso que es importante que mencione una idea más del Cardenal Newman que hizo una diferencia crucial en el proceso de mi conversión a la Iglesia Católica. “Profundizar en la historia es cesar de ser protestante”. Esta sola línea sumaría la razón clave por la cual yo abandoné el protestantismo, evité la Iglesia Ortodoxa y me hice católico.
Newman estaba en lo correcto. Cuanto más leía la historia de la Iglesia y las Escrituras, lo menos que yo podía confortablemente permanecer protestante. Vi que fue la Iglesia Católica la que fue establecida por Jesucristo, y todas las otras iglesia pretendientes al “titulo” de verdadera iglesia tienen que hacerse a un lado. Fue la Biblia y la historia de la Iglesia que hicieron un católico de mi, contra mi voluntad (al menos al comienzo) y para mi inmensa sorpresa.
También aprendí que la otra cara de la moneda en el adagio de Newman es igualmente verdadera. Cesar de profundizar en la historia es hacerse protestante. Es por eso que los católicos debemos saber porqué creemos lo que enseña la Iglesia, así como la historia detrás de estas verdades de salvación.
Debemos de prepararnos nosotros mismos y a nuestros hijos para estar siempre dispuestos a dar una explicación a cualquiera que pregunte cual es la razón de tu esperanza (1 Pedro 3: 15)
Viviendo y proclamando nuestra fe valientemente muchos oirán a Cristo hablar a través de nosotros y los llevará a un conocimiento de la verdad completa en la Iglesia Católica.
¡Dios los bendiga en su propia jornada de fe!
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Testimonio tomado de: http://chnetwork.org/
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