P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Jos 5,9-12; Sal 33,2; 2Cor 5,17-21; Lc 15,1-3.11-32
No sé lo que ustedes habrán sentido al
escuchar este evangelio. A mí parece, cuando lo leo, una página maravillosa
tanto desde el punto de vista de nuestra fe, como literariamente. Todos
reconocen a Lucas como muy buen escritor y el mejor de los escritores del Nuevo
Testamento. Pero esta parábola es tal vez lo más bellamente escrito de toda la
biblia. El texto muestra también lo que ya he subrayado otras veces: que Jesús
fue un magnífico orador: desde luego yo no he encontrado en la literatura
religiosa del tiempo (he repasado con cuidado el Talmud hebreo) nada
comparable.
Cada uno de
nosotros es en parte el hijo menor y cada uno es también el mayor. Es el menor;
porque, como enseña la segunda lectura, dirigiéndose a todos los cristianos de
la comunidad de Corinto, “en nombre de Cristo les pedimos a ustedes que se
reconcilien con Dios –Dios es el padre en la parábola–. Al que no había pecado
– a Cristo– Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros,
unidos a él, recibamos la salvación de Dios”.
La primera
lectura recoge el momento en que los israelitas, terminado su caminar por el
desierto, muerto Moisés, han atravesado el río Jordán, y celebran la Pascua a
las puertas de Jericó. Están a punto de entrar en la tierra de Canaán, que el
Señor les prometió y les dará para que vivan de sus frutos. Celebran la Pascua.
Todo tiene un simbolismo para nosotros. El pueblo y la tierra prometida son un
símbolo de la Iglesia peregrina: Celebra la Pascua de Cristo, el cordero que
quita el pecado, se alimenta de los sacramentos y la palabra, frutos santos,
goza de la presencia y ayuda de Dios, posee el Espíritu Santo con sus dones y
las virtudes y gracias sobrenaturales, pero los fieles tendrán que combatir y
trabajar. Cristo está en la Iglesia, que posee muchos dones de los que
participamos: la fe, la infalibilidad,
los sacramentos, la cercanía de Dios… pero no hemos llegado a la
bienaventuranza, tenemos que seguir luchando contra el Demonio y el pecado,
estamos obligados al esfuerzo contra la propia sensualidad y a dar fruto.
El evangelio
dice que fue el menor de los hijos el que se marchó. Parece indicar que era el
menos sensato. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento el orden moral
se presenta como conforme a la razón. En el libro del Deuteronomio, que está
dedicado a los preceptos del Sinaí, dice así Moisés, hablando a todo el pueblo:
“Ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos,
que, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán: Cierto que esta
gran nación es un pueblo sabio e inteligente… Y ¿dónde está la gran nación
cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley, que hoy os doy?”
(De 4,6.8).
El primer
error y el primer pecado fue el alejarse del padre. Se engañó con el ansia de
libertad y disfrutar de sus instintos; vivió allá lejos “en un país lejano” y
“perdidamente”. “Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas
que común los chanchos; y nadie le daba de comer”. Hagan ustedes la
interpretación del texto: terrible.
En esta
situación una idea, un recuerdo, una convicción bien arraigada, fruto de muchas
horas de convivencia: Su padre era bueno, lo había visto con todos. Eso es lo
que le puso en pie, le dio fuerza para desandar el camino durmiendo a la
intemperie, comiendo cualquier hierba, bebiendo cualquier agua.
Pero el
padre superó todo lo que esperaba. Y el hijo no necesitó explicar nada, sólo
reconocer su pecado. El padre lo restituyó en su dignidad de hijo y explotó su
alegría en una fiesta.
La verdad es
que la realidad supera los símbolos del evangelio. El pecador arrepentido
vuelve a recibir la gracia, la participación en la vida de Jesús, Hijo de Dios,
el Espíritu Santo viene a inhabitar en su alma, recupera las virtudes
sobrenaturales, participa del banquete de la Eucaristía, comiendo del cordero
que quita el pecado del mundo.
Sin embargo
Jesús no pudo decir a sus oyentes toda la verdad; no tenían capacidad para
captarla. Será Pablo el que lo haga. En la segunda lectura nos enseña que ese
perdón de Dios nos viene por los méritos de Cristo, que cargó y murió por los
pecados de todos los hombres, dando en nombre nuestro satisfacción completa.
“Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado para que
nosotros, unidos a Él, recibamos la salvación de Dios”. Porque “Dios mismo
estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus
pecados”.
Uno de los
frutos preciosos de la cuaresma es éste: la fe en la misericordia de Dios, que
sobre todo actúa en el sacramento de la penitencia: el pecador arrepentido sabe
por la fe, que no le puede equivocar, que es infalible, que todos sus pecados
ya no existen, han desaparecido. “Todo esto viene de Dios, que por medio de
Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó (a los discípulos y sus sucesores
los sacerdotes) el ministerio de la reconciliación”. No usemos de manera
facilona el sacramento de la reconciliación. Que sea con cuidado y mucha fe y arrepentimiento.
Para
terminar no dejemos de mirar al hermano mayor. Servía y obedecía al Padre, pero
vivía triste. La culpa era suya. Su amor era muy pobre. Pero ¿no es ésta la forma
de vivir nuestra fe de muchos, demasiados, creyentes? La alegría del corazón en
el bien obrar, es un regalo que Dios da a los que le sirven. Que la Virgen,
nuestra Madre, interceda para que nos alcance ese don.
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