Homilía del Domingo 4º de Cuaresma (C), 10 de Marzo del 2013

Gusten y vean qué bueno es el Señor

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Jos 5,9-12; Sal 33,2; 2Cor 5,17-21; Lc 15,1-3.11-32




No sé lo que ustedes habrán sentido al escuchar este evangelio. A mí parece, cuando lo leo, una página maravillosa tanto desde el punto de vista de nuestra fe, como literariamente. Todos reconocen a Lucas como muy buen escritor y el mejor de los escritores del Nuevo Testamento. Pero esta parábola es tal vez lo más bellamente escrito de toda la biblia. El texto muestra también lo que ya he subrayado otras veces: que Jesús fue un magnífico orador: desde luego yo no he encontrado en la literatura religiosa del tiempo (he repasado con cuidado el Talmud hebreo) nada comparable.
Cada uno de nosotros es en parte el hijo menor y cada uno es también el mayor. Es el menor; porque, como enseña la segunda lectura, dirigiéndose a todos los cristianos de la comunidad de Corinto, “en nombre de Cristo les pedimos a ustedes que se reconcilien con Dios –Dios es el padre en la parábola–. Al que no había pecado – a Cristo– Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios”.
La primera lectura recoge el momento en que los israelitas, terminado su caminar por el desierto, muerto Moisés, han atravesado el río Jordán, y celebran la Pascua a las puertas de Jericó. Están a punto de entrar en la tierra de Canaán, que el Señor les prometió y les dará para que vivan de sus frutos. Celebran la Pascua. Todo tiene un simbolismo para nosotros. El pueblo y la tierra prometida son un símbolo de la Iglesia peregrina: Celebra la Pascua de Cristo, el cordero que quita el pecado, se alimenta de los sacramentos y la palabra, frutos santos, goza de la presencia y ayuda de Dios, posee el Espíritu Santo con sus dones y las virtudes y gracias sobrenaturales, pero los fieles tendrán que combatir y trabajar. Cristo está en la Iglesia, que posee muchos dones de los que participamos: la fe,  la infalibilidad, los sacramentos, la cercanía de Dios… pero no hemos llegado a la bienaventuranza, tenemos que seguir luchando contra el Demonio y el pecado, estamos obligados al esfuerzo contra la propia sensualidad y a dar fruto.
El evangelio dice que fue el menor de los hijos el que se marchó. Parece indicar que era el menos sensato. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento el orden moral se presenta como conforme a la razón. En el libro del Deuteronomio, que está dedicado a los preceptos del Sinaí, dice así Moisés, hablando a todo el pueblo: “Ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, que, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán: Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente… Y ¿dónde está la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley, que hoy os doy?” (De 4,6.8).
El primer error y el primer pecado fue el alejarse del padre. Se engañó con el ansia de libertad y disfrutar de sus instintos; vivió allá lejos “en un país lejano” y “perdidamente”. “Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que común los chanchos; y nadie le daba de comer”. Hagan ustedes la interpretación del texto: terrible.
En esta situación una idea, un recuerdo, una convicción bien arraigada, fruto de muchas horas de convivencia: Su padre era bueno, lo había visto con todos. Eso es lo que le puso en pie, le dio fuerza para desandar el camino durmiendo a la intemperie, comiendo cualquier hierba, bebiendo cualquier agua.
Pero el padre superó todo lo que esperaba. Y el hijo no necesitó explicar nada, sólo reconocer su pecado. El padre lo restituyó en su dignidad de hijo y explotó su alegría en una fiesta.
La verdad es que la realidad supera los símbolos del evangelio. El pecador arrepentido vuelve a recibir la gracia, la participación en la vida de Jesús, Hijo de Dios, el Espíritu Santo viene a inhabitar en su alma, recupera las virtudes sobrenaturales, participa del banquete de la Eucaristía, comiendo del cordero que quita el pecado del mundo.
Sin embargo Jesús no pudo decir a sus oyentes toda la verdad; no tenían capacidad para captarla. Será Pablo el que lo haga. En la segunda lectura nos enseña que ese perdón de Dios nos viene por los méritos de Cristo, que cargó y murió por los pecados de todos los hombres, dando en nombre nuestro satisfacción completa. “Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado para que nosotros, unidos a Él, recibamos la salvación de Dios”. Porque “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados”.
Uno de los frutos preciosos de la cuaresma es éste: la fe en la misericordia de Dios, que sobre todo actúa en el sacramento de la penitencia: el pecador arrepentido sabe por la fe, que no le puede equivocar, que es infalible, que todos sus pecados ya no existen, han desaparecido. “Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó (a los discípulos y sus sucesores los sacerdotes) el ministerio de la reconciliación”. No usemos de manera facilona el sacramento de la reconciliación. Que sea con cuidado y mucha fe y arrepentimiento.
Para terminar no dejemos de mirar al hermano mayor. Servía y obedecía al Padre, pero vivía triste. La culpa era suya. Su amor era muy pobre. Pero ¿no es ésta la forma de vivir nuestra fe de muchos, demasiados, creyentes? La alegría del corazón en el bien obrar, es un regalo que Dios da a los que le sirven. Que la Virgen, nuestra Madre, interceda para que nos alcance ese don. 



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