"Bautizados en el Espíritu"
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 42,1-4.6-7; S. 28; Hch 10,34-38: Lc 3,15-16.21-22
Con su bautismo Jesús
comienza el tiempo de su vida que dedica a exponer su doctrina, el significado
de su misión y formar a sus discípulos,
que continuarán y completarán su tarea. La división de la vida de Jesús en
infancia, vida pública y muerte y resurrección es secundaria. No debemos olvidar que el estado actual de Jesús es el
de adulto y resucitado, administrando su poder a la derecha del Padre y
alimentando, iluminando y dirigiendo su Iglesia y a los que hemos creído en Él
y queremos seguir sus pasos.
Pero el “seguir sus
pasos” no consiste en un mero mimetismo externo. Sería además imposible. Las
cosas que utilizamos nosotros y las formas de producirlas y usarlas son hoy
distintas. Se trata de transformar el corazón, el espíritu, el interior
nuestro. Esto sí es posible. Podemos dar una limosna a quien lo necesita, sanar
o ayudar a sanar a un enfermo, compadecer a un triste, orar por nosotros o por
otros. En todas estas cosas la forma de hacerlas es diferente, pero la
intención y la actitud del corazón, puede ser semejante a la de Jesucristo. Y
de esto se trata, cuando hablamos de seguir a Jesucristo, de conformar nuestro
espíritu según la palabra y modelo de Jesús.
Los cuatro evangelios
presentan a Jesús como en una película. No teorizan sobre su doctrina y sus
obras, sino que reproducen y narran sus palabras y obras con la máxima
fidelidad a lo que fueron. Apareció Juan Bautista en el desierto de las riberas
del Mar Muerto por donde pasaba el camino más transitado desde la Galilea a
Jerusalén; anunciaba la próxima llegada del Salvador, que la gente esperaba en
aquel tiempo de un momento a otro; exhortaba a prepararse con la penitencia y
conversión y bautizaba a los que la aceptaban. Tras algún tiempo, que no parece
fuera largo, vino Jesús. Juan lo reconoce como el Mesías. Queda primero
perplejo, pero Jesús le convence. Juan bautiza a Jesús, ambos ven al Espíritu
Santo descender en forma de paloma, Jesús es lleno del Espíritu Santo, se oye
una voz del cielo: “Tu eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. A continuación
Lucas pone toda la genealogía hasta Adán, mostrando así que toda la historia
humana confluye en Él, que es el cabeza de la humanidad regenerada. Y empezará
a exponer su historia subrayando que partía del Jordán “lleno del Espíritu
Santo” y “movido por el Espíritu” (Lc 4,1).
La primera lectura
nos recuerda una de las cuatro profecías del libro de Isaías sobre la figura
del Siervo, que se realizaría en Jesús. Él mismo lo afirmó al comentar otra en
su visita a Nazaret. En ellas el Siervo es previsto como “mi siervo a quien
sostengo, mi elegido a quien prefiero, sobre quien he puesto mi Espíritu”.
En la segunda lectura
oímos lo que Pedro decía cuando admitió en la Iglesia a los primeros paganos. Fue
un momento clave para la Iglesia y para Pedro. Hablaba de “Jesús de Nazaret,
ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo”. Fue entonces cuando el
Espíritu Santo descendió sobre aquellos gentiles y San Pedro comprendió que no podía
hacer cosa mejor que admitirlos en la Iglesia y bautizarlos: “¿Cómo no bautizar
a quienes recibieron el Espíritu Santo lo mismo que nosotros?” (Hch 10,47).
El bautismo que
nosotros hemos recibido, no fue el de Juan sino el de Jesús, “que es más fuerte
que Juan” y bautiza “con Espíritu Santo”. Este bautismo es el que hemos
recibido nosotros, es el bautismo con el que fueron bautizados el día de Pentecostés
los discípulos y todos los que se arrepintieron de sus pecados y creyeron en
Cristo (v. Hch 2,38-41).
Cristo recibió en su
bautismo al comienzo de su vida pública una gran infusión del Espíritu Santo,
porque su presencia en la humanidad de Cristo era necesaria para que fuese un
instrumento dócil y transparente para la misión y obras del poder de Dios. Era
un poder que nunca habían visto. ¿Quién es éste? Porque su palabra no es como
la de los rabís, tiene autoridad cura, resucita, expulsa demonios, no, no es
como la de los maestros de Jerusalén.
Nosotros, aunque como
en frágiles vasos de arcilla, también llevamos, sin embargo, el Espíritu Santo.
Junto al perdón de los pecados, se nos ha dado en el bautismo. Y ese Espíritu
está también llamado a obrar en nosotros las obras de Cristo. Incluso Jesús
dijo que haríamos obras mayores que las que Él mismo había hecho (v. Jn 14,12).
Me sospecho que algunos de ustedes piensan que exagero y que
para eso habría que tener la fe de personas como Teresa de Calcuta o Juan Pablo
II. “El justo vive de la fe” (Ro 1,17). Todos podemos vivir más de la fe. No
hace falta sentir nada especial. Vivir de la fe no es sino hacer lo que sabemos
que quiere Dios ahora de nosotros. Agradecer sus favores, pedirle la ayuda
necesaria para hacer su voluntad, que ahora nos resulta difícil. Pedirle que
intervenga en las cosas normales de nuestra vida para hacerlas bien. Pedirle
gracia para llevar nuestra cruz grande o pequeña de cada momento. Vivir de la
fe es hacer con amor aquello que Dios nos pide en cada momento con amor, con
amor a Dios y con amor al prójimo. La vida se convierte así en un tejido de
acción y de oración, de obras y de gracia.
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