Vivir y morir en Cristo Jesús
La ley ayuda para tomar conciencia y percibir que la única salida válida y razonable es la de confiar en la misericordia salvadora de Dios. Este y no otro es el camino auténtico de la fe esencial. Es cuestión de aceptar la “gracia” con amor de gratitud y vivir una entrega personal, humilde y confiada. “Sostengo, en efecto, que Dios restablece en su amistad al hombre mediante la fe y no mediante las disposiciones de la Ley. Y Dios, ¿lo es solamente del pueblo judío, o también de los demás pueblos? Sin duda, lo es también de los demás, por cuanto existe un único Dios, y este Dios restablece en su amistad a todos los que tienen fe, tanto circuncisos como incircuncisos” (3,28-30)
Pablo insiste en que el verdadero judío no es aquel que pertenece al linaje biológico de Abraham, sino aquel que hace un acto de confianza plena y permanente en Dios como lo hizo Abraham (cap. 4). En Cristo se realiza en plenitud la promesa de la descendencia de Abraham en la fe. Por la muerte y resurrección del Señor, se nos abre el camino definitivo de salvación. Y a continuación Pablo hace la comparación de Cristo con Adán cuya muerte es signo de nuestra propia muerte, la de todos. La vida que nos ofrece Jesucristo en su muerte es una vida nueva. Todo el capítulo sexto es un cántico de alegría y liberación: “Por tanto, si hemos muerto con Cristo, confiemos en que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, no vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su muerte fue una muerte al pecado de una vez para siempre, pero su vida es una vida para Dios. Así también vosotros consideraros muertos al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús” (6,8-11). Así el cristiano aunque está en carne, vive ya del espíritu.
¿No sabéis que, al ser vinculados a Cristo por medio del bautismo, fuimos sepultados con Cristo, quedando asimilados a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, quedando incorporados a su muerte. Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el glorioso poder del Padre, preciso es que también nosotros emprendamos una vida nueva, injertados en Cristo y partícipes de su muerte, hemos de compartir también su resurrección. (Rm 6,3-5)
En cambio, los que viven a impulsos del Espíritu, según él sienten y piensan (…) sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y la paz (…) el Espíritu vive a causa de la fuerza salvadora de Dios (…) hijos de Dios son los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios. Vosotros no habéis recibido un espíritu que os lleve a ser de nuevo esclavos, bajo el régimen del miedo. Habéis recibido un Espíritu que nos transforma en hijos y que nos permite exclamar: ¡Padre! ese mismo Espíritu se une a nuestro propio espíritu para asegurarnos que somos hijos de Dios. (Rm 8,5.6.10.14-15).
Liberados por el Espíritu
Y si bien es cierto que experimentamos el valor real de la ley que nos manda hacer el bien y aborrecer el mal, también experimentamos nuestra permanente fragilidad y debilidad ante el pecado: “En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero experimento otra ley que lucha contra el dictado de mi mente y me encadena a la ley del pecado que está en mí. ¿Quién me librará de mí mismo que soy portador de muerte? ¡Tendré que agradecérselo a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor!” (7,22-25)
Hemos de procurar, por tanto, existir y vivir “en Cristo Jesús”, es decir, sentir en uno mismo ese Espíritu salvador que conduce a la vida y a la paz serena. Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son en realidad verdadera hijos de Dios. “Y vosotros no habéis recibido un espíritu que os haga esclavos, una vez más bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os haga hijos adoptivos y os permite decir, ‘Abba’, que significa Padre mío” (8,15).
Y como hijos seremos llamados también a la herencia misma de Dios. Y así como Jesucristo con su muerte y padecimientos fue transfigurado por la fuerza y el poder del Dios de la vida, así nosotros seremos glorificados si aceptamos las pruebas y alegrías de esta vida en unión a las de Cristo.
“Seguro estoy de que nada, ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni cualquiera otra suerte de fuerzas sobrehumanas, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes sobrenaturales, ni lo de arriba, ni l de abajo, ni criatura alguna existente, será capaz de arrebatarnos este amor que Dios nos ha mostrado por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro” (8,38-39).
Tristeza y esperanza
Pero al apóstol le duele que el pueblo judío hubiera rechazado a Jesucristo. Era el pueblo “elegido” pero no logró “ver”. Es cierto que algunos de ellos han aceptado el camino de nuestra fe en Cristo, y también es cierto que el rechazo del pueblo como pueblo ha abierto y facilitado el camino de la fe a los no-judíos. Y la conclusión paradójica de Pablo será que los gentiles, que no parecían esforzarse en buscar la salvación, recibieron una salvación que se alcanza por medio de la fe en Jesucristo. Israel, en cambio, afanándose por cumplir una ley que debía llevar a la salvación, ni siquiera cumplió con la ley. Y ¿sabéis por qué? Porque no contaban con la fe, sino con sus obras, con sus propias fuerzas y sus propias debilidades (9,30-32).
La auténtica vida en Cristo se manifiesta en la entrega del cristiano “como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios; esto ha de ser vuestro culto” (12,1). La vida entera se transforma en verdadero culto. Un culto de amor mutuo que se realiza particularmente siendo los cristianos miembros de un sólo cuerpo en Cristo en el que como hermanos se ayudan entre sí. Este amor no es un rito simbólico sino culto verdadero.
El capítulo 12º y parte del 13º vienen a ser un precioso reflejo del sermón de la montaña. “En una palabra, la ley se resume toda entera en el amor” (13,10). Esto da pie a san Pablo para que en los capítulos 14º y 15º exhorte a los cristianos romanos a que superen sus desuniones y discrepancias con el espíritu de la fraternidad, evitando el ofenderse mutuamente, cuidando que el uso de la libertad en Cristo evite el dañar la conciencia equívoca de cualquier cristiano menos maduro en la fe. En este tono de respeto, termina la carta con recomendaciones y saludos personales.
El mensaje de la muerte de Cristo en la cruz es, ciertamente, un absurdo para los que van por sendas de perdición; mas para nosotros, los que estamos en camino de salvación, es poder de Dios. (1Cor 1,18)
Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os presentéis a vosotros mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Ese ha de ser vuestro auténtico culto. No os amoldéis a los criterios de este mundo. Dejaos transformar mediante la renovación de vuestro interior de tal manera, que sepáis apreciar lo que Dios quiere, es decir, lo bueno, lo que le es agradable, lo mejor. (Rm 12,12)
El Reino de Dios (…) consiste en la vida recta, alegre y pacífica que procede del Espíritu Santo. Quien de esta manera sirve a Cristo, agrada a Dios y se consigue la estima de los hombres. Así que busquemos con afán lo que contribuye a la paz y a la convivencia mutua (…) procuremos cada uno de nosotros agradar a los demás, buscando su bien y su crecimiento en la fe (Rm 14,17-19. 15.2)
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Agradecemos al P. Fernando Martínez Galdeano, S.J. por su colaboración.
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