Homilía: Solemnidad de la Ascensión (A), Domingo 5 de Junio del 2011


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Hch 1,1-11; S.46; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

Mirando detrás de la nube

Al afrontar esta homilía siento como que me paraliza un cierto prejuicio. ¿No será para no pocos de mis fieles lectores la Ascensión de Jesús un misterio que no les va, que no les dice mucho, que no les toca el corazón? Porque en este misterio Jesús nos deja hasta el fin del mundo. ¡Imagínense! Aunque sea cierto que nos podemos comunicar con Él por la oración y los sacramentos, pero no es lo mismo que oírle, tocarlo y comer con él (Hch 10,41).

Ahora quedamos aquí solos. Comprendemos la torpeza de los discípulos, que parece manifestar el texto de los Hechos de los Apóstoles, en la forma de comportarse. Se quedan mirando a la nube, mirando sin saber qué hacer hasta que el ángel les dice que se vayan.


Sin embargo tenía que suceder así. «Esta última etapa de la vida de Cristo –dice el Catecismo de la Iglesia– permanece estrechamente unida a la primera, es decir a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que salió del Padre puede volver al Padre. “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”(Jn 3,13; v. Ef 4,8-10). Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino”(Prefacio de la Ascensión)». (Cat. Ig. Cat. 66).


Lucas nos dice en el evangelio que los discípulos volvieron a Jerusalén con una alegría irrefrenable (Lc 24,52). Eran ya los primeros efectos maravillosos que en sus almas producía desde el cielo aquel Maestro y Salvador. Había subido y se había “sentado a la derecha del Padre”, es decir participando de su mismo poder en plenitud, para emplearlo abundantemente a favor de los que había redimido con el precio de su sangre. Porque allí le tenemos como intercesor por nosotros (Hb 7,25)

Así que la Ascensión nos atañe también a nosotros. No solo porque amamos a Cristo y por ello, como sufrimos por sus dolores, también nos alegramos de sus triunfos. Pero además porque nosotros participamos ya de la gloria de Cristo resucitado y glorioso.

Como recordamos, poseemos su vida divina y en nosotros está el Espíritu Santo actuando. San Pablo, hablando de la resurrección de Cristo dice a los Colosenses: “ustedes que han resucitado con Cristo” (3,1). Se refiere a los sacramentos del bautismo y confirmación, que recibieron al entrar en la Iglesia. El cristiano entonces, ustedes, participa de la resurrección de Cristo y se puede decir con verdad que “han resucitado con Cristo”, pues su vida está unida a la de Cristo como la de la vid y el sarmiento (ya lo explicamos en otras ocasiones). El mismo Pablo dice que el Espíritu de Cristo, que se nos ha dado, y que resucitó a Cristo también realizará lo mismo en nosotros y “nos resucitará” (Ro 8,11). Y con tal forma afirma esto en la carta primera a los Corintios que llega a decir que “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y continuamos en nuestros pecados” (1Cor 15,16-17).


Es a partir de aquí como debemos mirar a Cristo aun en su misma ida terrena. No lo mira bien ni llega a conocerlo de veras quien se limita a estudiarlo como mero personaje histórico. Hay quienes sostienen tal teoría y niegan valor histórico a todo testimonio del pasado de algún hecho que no pudiera explicarse por las leyes de la ciencia positiva. Así no tienen importancia ni pueden admitirse como reales la encarnación de Jesús en el seno de María por obra del Espíritu Santo, ni la resurrección, ni la ascensión y venida del Espíritu Santo, ni las resurrecciones de Lázaro, del hijo de la viuda de Naím y de la hija de Jairo, ni la multiplicación de los panes y peces, ni tantos milagros, ni hay que dar fe a afirmaciones, como las del evangelio de San Juan, en las que Jesús afirma su identidad y unión con Dios su Padre o su preexistencia. Naturalmente, si las cosas fuesen así, Jesucristo no pasaría de ser un personaje humano más de la historia humana, con un significado de su valor más o menos grande, discutible y discutido. No sería ni nuestro Dios, ni nuestro Salvador.


Pero no, Cristo es nuestro Dios y nuestro Salvador. Y no porque nosotros lo hayamos elegido por tal, sino porque lo es y nosotros hemos creído. Desde el primer momento en el seno de María y para siempre es Dios, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, poseyendo la misma naturaleza divina del Padre, hecho hombre con la misión de dar a los hombres el conocimiento de la verdad, morir por nuestros pecados y resucitar y subir al cielo para desde allí derramar sobre los hombres la gracia de la salvación. Sólo se puede conocer cómo es Jesús, aceptando esos presupuestos. Para conocer a Cristo hay que partir de la fe. Cree y entenderás. Sólo desde la fe se le puede conocer.


De aquella su misión y de toda la maravillosa riqueza que contiene, Jesús, antes de su marcha, nos ha hecho partícipes y responsables: “Vayan por todo el mundo, prediquen, hagan discípulos, creyentes, de todos aquellos que encuentren en su caminar por la vida. A quienes crean, bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).


Este mensaje debe estar resonando en el fondo de nuestros corazones; cuando oramos, cuando ofrecemos el sacrificio de la misa, cuando trabajamos, estudiamos, sufrimos o reímos, trabajamos o descansamos, en casa o en la calle. Hagamos lo posible por ser levadura, luz, por ser capaces de dar razón de nuestra esperanza (1Pe 3,15), por manifestar a todos que Dios está cerca y que Jesús es el Salvador del pecado.


¿Cómo? Con la fuerza del Espíritu Santo, que se adquiere con la oración, con la compañía de María, con la escucha atenta de la Palabra de Dios, con la paciente y alegre participación en la cruz de Cristo.


Es nuestra misión. Y sepan que Jesús estará con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20).



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1 comentario:

Anónimo dijo...

Podríamos escribbir nuestra historia humana, ligarla a este lugar y a este momento. Cierto es que aqui falla la historia, fria y limitada, que no recoge las convicciones y los hechos de fe, ni puede explicar sucesos que no tiene asidero con lo "natural". La huida de Egipto, la misma vida de los profetas y muy en especial de Nuestro Señor, obligan a este instrumento humano a tratarlo muy ligeramente, al no poder negarlo y menos minimizar su influencia en nuestra vida. El antes y después de Cristo no es un regalo de los historiadores, es la plena convicción de la existencia terrena de un ser "especial", al que sólo se le puede mirar con los ojos de la fe y sólo se le puede seguir con el corazón y de ninguna manera con la razón. He aqui nuestra batalla diaria, nuestra fe sarandiada por tantos conceptos, hechos y costumbres que la "ridiculizan" y ante tanta zozobra que difícil es llegar a nuestro corazón en el que habita Jesús.
La oración es un buen camino, vivir y actuar con amor nos protege aún mas pero todo ello parte de lo principal que es seguir a Cristo, buscarlo y vivirlo en cada momento, teniéndolo con nosotros, a nuestro lado, aqui adentro.