Homilía: Santísima Trinidad (A)



P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Ex 34,4-6.8s; S: Dan 3,52-56; 2Co 13,11-13; Jn 3,16-18


Un misterio para orar y gustar


Movido por su amor al hombre, Dios le reveló pronto algunos de sus secretos. Tras la creación le manifestó que le había creado a su imagen y semejanza y que le concedía el dominio sobre todos los animales, los vegetales y seres materiales creados (Gen 1,26). Posteriormente y pese a los pecados de los hombres Dios siguió manifestándole su predilección. Llegó a hablarle volviéndole a descubrir las reglas de vida moral que le llevarían a tener una vida individual, social y religiosa ordenada y pacífica (Ex 20). La primera lectura de hoy nos narra el momento en que Dios se revela a Moisés ser infinitamente misericordioso.

Fueron muchos los siglos que pasaron antes de que Dios revelase a los hombres el misterio de la Santísima Trinidad. Hubo de esperarse hasta la venida de Jesucristo. Cuando el ángel se llega a María y le pide que acepte ser madre de Jesús, le dice que le habla de un niño concebido en su seno sin obra de varón, Hijo del Altísimo, que reinará eternamente, que será obra del Espíritu Santo y que será llamado Hijo de Dios (Lc 1,31-35). A partir de entonces, en el Nuevo Testamento, el nuevo orden de salvación, las figuras del Padre y la del Hijo y la del Espíritu Santo van reforzando su significado.

Cierto, se trata de un solo y único Dios, pero también del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que siendo personalidades diferentes entre sí, cada una goza de la posesión de la substancia y naturaleza divina que es común a las tres personas. Sería presuntuoso pretender exponer con claridad el misterio en una homilía de diez minutos.

Recuerdo habérselo dicho en otra ocasión: Estos misterios no son para comprenderlos, sino para vivirlos. Ante ellos lo primero es creer, luego vivir, experimentar, gozar de la verdad y así ir entrando en la posesión de la riqueza divina. Esa vivencia nos adentra en Dios. El misterio se hace invitación y desafío para dejarnos arrebatar. Lo que viene luego es algo indescriptible, es para los elegidos de Dios, es propio de los místicos.

Dios se revela en el Antiguo Testamento como el Dios único en una humanidad en que cada pueblo tiene su dios (Is 45,5). Pero Dios elige a un hombre, Abraham y a un pueblo, salido de él, para estar con él. Los dioses de los otros pueblos ni ven ni oyen ni hablan ni tienen vida (S 115,5-6); pero el Dios de Abraham es el Dios vivo, el que le acompaña, le salva, le da su ley, le castiga cuando peca, le habla por los profetas, una y otra vez le muestra su misericordia infinita.

En el momento, que Él determinó, envió a su Hijo unigénito para hacerse hombre y lo hizo interviniendo el Espíritu Santo. De esta manera las tres personas divinas actúan juntas en la salvación del género humano. Junto a la persona del Hijo, que asumió la naturaleza humana, sin dejar de tener la divina, para realizar la misión salvadora encomendada por el Padre, está también la persona del Espíritu Santo, que en el bautismo por Juan desciende sobre el Hijo, mientras el Padre lo aprueba con su palabra (Mt 5,16-17). Más tarde, completada su misión en la cruz, entregará su Espíritu a la Iglesia, la nueva Eva nacida de su costado por el agua del bautismo y alimentada por el manjar de la eucaristía (Jn 19,34s). Toda una obra maravillosa que tiene su rúbrica final en Pentecostés donde se cumple la promesa del Padre y de Cristo mismo con el envío del Espíritu Santo que nos hace templos del Espíritu, nos injerta en Cristo participando de su vida y nos hace en Él hijos de Dios, al que con derecho invocamos como a Padre.

Nos es imposible explicar con suficiente claridad este misterio. Pero tenemos vocación de formar parte de él; incluso con razón podemos decir que ya formamos parte y ciertamente confiamos disfrutar en la bienaventuranza de él. Vivamos al Padre como quien nos ha enviado a su Hijo y como quienes somos sus hijos por haber sido unidos a Él por el bautismo como sarmientos a la vid; y como quienes poseemos y estamos poseídos por el Espíritu Santo para producir fruto, para soportar con Cristo la cruz que junto a Él hemos de cargar.

La misa dominical es el gran medio para conseguir estas gracias. Se empieza con el acto de fe que invoca la Trinidad, se invoca la purificación de todo lo que impide la posesión trinitaria de nosotros, se invoca y canta a la gloria de Dios uno y trino, se pide que el Espíritu actúe alguna de sus grandes gracias en nuestros corazones, se escucha la palabra de Dios que solo cobra pleno sentido bajo la inspiración del Espíritu, se profesa la fe, se pide por todos los hombres, se participa en el sacrificio de Cristo al Padre, con el que damos gracias, reconocemos que se nos han perdonado los pecados, pedimos por todos los miembros vivos y difuntos de la Iglesia, sagrario del Espíritu, nos unimos a los bienaventurados, oramos al Padre en el Espíritu con la oración de Jesús, participamos plenamente del sacrificio comulgando y agradecidos marchamos con su bendición a ser sus testigos en un mundo que necesita de luz y de amor.

Dice San Lucas que en la Ascensión Jesús bendecía a los que lo contemplaban mientras subía, y que regresaron a Jerusalén llenos de enorme gozo (Lc 24,50‑52). Vivamos del gozo de la Trinidad, cada domingo aumentémoslo y hagamos para que los demás participen de él.

Domingo 19 de Junio del 2011

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