Homilía: Domingo 16º TO (B)

Lecturas: Jer 23,1-6; S.22,1-6; Ef 2,13-18; Mc 6,30-34

El Señor es mi pastor
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Es claro que para este domingo la Iglesia nos ofrece como reflexión el tema de los pastores en la Iglesia, es decir de los obispos, sacerdotes y diáconos.

En el Antiguo Testamento los pastores son fundamentalmente los reyes y sacerdotes; alguna vez lo dice el Señor de sí mismo; pero sobre todo promete al Mesías, a Jesús, como su pastor que cumplirá perfectamente su misión. Ya en el Nuevo Testamento Jesús se presenta como el Pastor de su rebaño, incluso como el único pastor; pero lo hace en contraposición a los sacerdotes de su tiempo y a los rabís y los fariseos.

Ya desde el comienzo de su ministerio Jesús, el enviado del Padre, eligió a los doce apóstoles: “Como el Padre me envió, también yo les envío”. Por eso la misión de los apóstoles es la continuación de la misión de Cristo: “Quien a ustedes recibe, a mí me recibe” –les dice a los doce–. Entre ellos da a Pedro su autoridad suprema con la fórmula de que pastoree su rebaño (Jn 21), lo mismo que a todos los discípulos les dice: “Quien les recibe a ustedes, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado” (su Padre) y les dice también, como ya había dicho a Pedro: “Lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 18,18). Y ya resucitado, antes de irse corporalmente al Cielo, les afirmó: “A mí se me dio todo poder en el cielo y en la tierra. Como me envió a mí el Padre, así les envío Yo a ustedes (Mt 28,18; Jn 20,23).

En su Iglesia, pues, de la que él habla como de su rebaño, son los doce discípulos los pastores. Ellos así lo interpretaron; y no se equivocaron, pues Cristo garantizaba su infalibilidad, como ya explicamos a propósito de las promesas anteriores y de aquella “yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Como el Evangelio debía predicarse hasta el final de los tiempos, los apóstoles comprendieron que, como Cristo había hecho con ellos, ellos debían hacerlo con otros. Así eligieron sucesores, a los que encomendaron su misión. Esta misión la entiende Pedro como la de Cristo pastor: “A los obispos y presbíteros yo les exhorto: apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzando sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que les ha tocado cuidar, sino siendo modelos de su grey. Y, cuando aparezca el supremo pastor, recibirán la corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,1-4). El Nuevo Testamento habla de los obispos, presbíteros y diáconos como de los rectores y responsables de las comunidades cristianas (v. Hch 20,28). Son los sucesores de los apóstoles, instituidos mediante la imposición de las manos, un rito sacramental (v. 1Tim 4,14) .

Así hizo Cristo a su Iglesia. Y consecuencia clara es que una iglesia no es la Iglesia fundada por Cristo si le falta el sacramento del orden y los obispos y sacerdotes consagrados por un sacramento. Es el caso de todos los grupos evangélicos y protestantes. Sólo los pastores de la Iglesia Católica y los de las Iglesias Cristianas Ortodoxas tienen sacerdotes que verdaderamente lo sean, con poder para perdonar pecados, consagrar la Eucaristía y ordenar sacerdotes y obispos (si ellos lo son).

Cristo, lo sabemos, es pastor, el Buen Pastor, el que había prometido Dios en la profecía que hoy hemos escuchado y en otras. El evangelio dice que al ver aquella multitud, que tenía hambre de su palabra, Jesús sintió lastima, se le conmovieron las entrañas. Porque “estaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles con calma”. Es lo primero que las ovejas necesitan, que necesitan ustedes: el pan de la palabra, que se les explique la palabra de Dios. Una vez más constatamos la importancia que para Cristo tiene la palabra. La palabra suscita la fe, “la fe viene del oído”, y la fe mueve a la conversión y la conversión abre las puertas del corazón de Dios y la misericordia de Dios otorga el perdón.

Los pastos que necesitan las ovejas para tener vida y vida abundante son el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. Es éste el maná que el pueblo de Dios necesita para atravesar el desierto de esta vida sin caer muertos en el camino.

Los pastores, los sacerdotes son los ministros que deben cuidar a sus ovejas, que no son suyas, sino de Jesús. Ya les expliqué cómo en la Iglesia Cristo es como la cabeza y el cuerpo lo formamos todos los demás. Nuestra vida sobrenatural, cristiana, nos viene de la unión con Cristo. Somos todos miembros de Cristo, pero no somos todos iguales, como los pies y las manos o los oídos son diferentes; porque cada uno tenemos nuestra misión, unos una y otros otra. Pero todos recibimos la misión y la vida de Cristo. Unidos todos a Cristo todos hemos sido consagrados para Dios. Por el bautismo todos estamos llamados a la santidad, es decir a acrecentar esa vida que recibimos en el bautismo y a ofrecer a Dios el sacrificio de nuestro servicio, de la aceptación de su voluntad y de los sacrificios que conlleva. Pero por voluntad de Cristo, los obispos, presbíteros y diáconos tienen la misión especial de servir a sus hermanos de modo especial con la palabra y los sacramentos. Por eso dice el Catecismo: “En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, ministro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa “in persona Christi Capitis” –en la persona de Cristo cabeza–(C.I.C. 1548).

Estamos en este Año invitados a orar por la gracia de que los sacerdotes sean santos. Saben ustedes que es lo más fundamental. Oren (y oremos todos) para alcanzar la gracia de tener unos sacerdotes que sean santos de verdad, hombres de Dios, de oración, sacrificados, humildes, pobres, castos, llenos de fe, esperanza y caridad. Oren, hermanos, para que la palabra del profeta se haga realidad: “Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas y las volveré a traer a sus dehesas, para que crezcan y se multipliquen. Les pondré pastores que las pastoreen: ya no temerán ni se espantarán y ninguna se espantará –oráculo del Señor–“.
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