Lecturas: Jer 31,31-34; S.51; Hb 5,7-9; Jn 12,20-33
Por un corazón nuevo
P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Estamos a una semana del gran acontecimiento de la Semana Santa. Como he notado al comienzo de la misa, la liturgia no es mero recordatorio. En la liturgia los misterios “acontecen”, se vuelven a hacer presentes y actúan en el corazón de la Iglesia y de los fieles. El “derroche de gracia”, de que habla Ef 1,7, volverá a manar del Corazón abierto de Jesús durante esos días santos.
Para prepararnos mejor la Iglesia propone hoy este evangelio. Estamos en Jerusalén pocos días antes de la muerte de Jesús. Tal vez sea el mismo Domingo de Ramos. De todos modos el hecho acontece con certeza entre ese domingo y el miércoles santo.
Como todos los años Jerusalén está atestada de peregrinos, que han venido allí a celebrar la Pascua. Incluso vienen “algunos griegos”. Se trata de creyentes no judíos, que se han convertido. Creen en el Dios de Israel como el único verdadero y observan su ley. Se les llamaba también “prosélitos”, porque eran fruto del proselitismo de los judíos, que vivían fuera en Palestina y otras naciones en contacto con paganos; su cultura y lengua de familia, la del lugar donde se habían establecido, normalmente el griego.
Unos prosélitos griegos, pues, se acercan a Felipe. Felipe y Andrés no son nombres hebreos sino griegos. Eran galileos y en Galilea se hablaba mucho griego. “Quisiéramos ver a Jesús”. Un discípulo no niega tal favor. ¡Ojalá cada uno de nosotros, cada uno de ustedes, sea tal que les pidan: Muéstranos a Jesús!
“Ha llegado la hora”. Así comienza la respuesta de Jesús. Es forma de hablar propia de solo Jesús. Se trata de la hora de su muerte, como hemos entendido claramente; de la hora en que el grano de trigo muere; de la hora para la que “ha venido”; de la hora de ser “elevado” en la cruz para “atraer a todos hacia Él”. Para que no quede duda alguna sobre qué habla, añade Juan: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”.
Los creyentes debemos tener las ideas claras y saber qué es lo que decimos. La causa decisiva de la muerte de Cristo fueron los pecados de todos los hombres y, entre ellos, los nuestros, los de los hombres de todos los tiempos. Pilatos, los miembros del Sanedrín, los que gritaron y forzaron a Pilatos, los soldados romanos... fueron causas que podemos muy bien llamar instrumentales; pero la Revelación Divina, la Palabra de Dios, nos dice repetidamente que la causa fundamental fueron nuestros pecados y que la muerte de Jesús en la cruz era necesaria para nuestro perdón: “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron. El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes” (Is 53,5-6). “Cargado con nuestros pecados subió al leño. Sus heridas nos han curado” (1Pe 2,24).
Pero el texto de hoy dice otra cosa más, en la que no solemos reparar. Jesús designa a la cruz como “su glorificación”: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”. Designa a la cruz, a su muerte de crucificado en la cruz, como un triunfo, como causa y parte de una gran victoria. Jesús, ante el pensamiento de la muerte tan próxima y tan horrenda, sintió miedo, tembló (“ahora mi alma está agitada. Padre líbrame de esta hora”), pero reaccionó rápido: “si por esto he venido, para esta hora”. Es el momento cumbre de su misión y no retrocederá, pese a que su naturaleza humana tiembla. Pero se sobrepone y añade: “Padre, glorifica tu nombre”. Pide ayuda a su Padre para aceptar. Antes ha llamado a esa muerte su glorificación, ahora la designa como glorificación del Padre, porque también lo es: “Padre glorifica tu nombre”. Y el Padre responde con “una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.
Esta gloria, que es del Padre y también del Hijo, es la de la Ascensión al Cielo para sentarse a la derecha del Padre; pero también la de la cruz, porque, cuando “miren al traspasado” (Zac 12,10), cambien los corazones, (“verdaderamente este hombre era justo, era hijo de Dios” –Lc 23,47; Mt 27,54–) y la gente se aleja arrepentida dándose golpes de pecho (Lc 23,48). Se cumple en él lo que dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
Todo esto no es meramente para que lo creamos y hablemos de ello. Sino para que lo vivamos y transforme nuestras vidas: “El que se ama a sí mismo, se pierde; y el que se desprecia a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga; y donde esté yo, allí también estará mi servidor. A quien me sirva, el Padre lo premiará”. Porque aquella voz no ha venido por él, sino por nosotros. Porque en la cruz el mundo ha sido juzgado y condenado y “ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera y, cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.
Jesús ha pagado de sobra nuestro rescate. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Pero es necesario hacerlo siguiendo a Cristo. Por otro camino nos perdemos. Con la gracia de Dios tenemos mucha más fuerza para el bien que la que sentimos, por influjo del Demonio, del mundo y de la carne, para el mal. Pero es preciso que la hagamos nuestra con nuestra oración, con nuestra cooperación libre, con nuestro amor a Cristo. Meditemos y oremos mucho junto a la cruz de Cristo en estos días, para que nuestro corazón cambie, para que nuestra alianza con Él se renueve.
Por un corazón nuevo
P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Estamos a una semana del gran acontecimiento de la Semana Santa. Como he notado al comienzo de la misa, la liturgia no es mero recordatorio. En la liturgia los misterios “acontecen”, se vuelven a hacer presentes y actúan en el corazón de la Iglesia y de los fieles. El “derroche de gracia”, de que habla Ef 1,7, volverá a manar del Corazón abierto de Jesús durante esos días santos.
Para prepararnos mejor la Iglesia propone hoy este evangelio. Estamos en Jerusalén pocos días antes de la muerte de Jesús. Tal vez sea el mismo Domingo de Ramos. De todos modos el hecho acontece con certeza entre ese domingo y el miércoles santo.
Como todos los años Jerusalén está atestada de peregrinos, que han venido allí a celebrar la Pascua. Incluso vienen “algunos griegos”. Se trata de creyentes no judíos, que se han convertido. Creen en el Dios de Israel como el único verdadero y observan su ley. Se les llamaba también “prosélitos”, porque eran fruto del proselitismo de los judíos, que vivían fuera en Palestina y otras naciones en contacto con paganos; su cultura y lengua de familia, la del lugar donde se habían establecido, normalmente el griego.
Unos prosélitos griegos, pues, se acercan a Felipe. Felipe y Andrés no son nombres hebreos sino griegos. Eran galileos y en Galilea se hablaba mucho griego. “Quisiéramos ver a Jesús”. Un discípulo no niega tal favor. ¡Ojalá cada uno de nosotros, cada uno de ustedes, sea tal que les pidan: Muéstranos a Jesús!
“Ha llegado la hora”. Así comienza la respuesta de Jesús. Es forma de hablar propia de solo Jesús. Se trata de la hora de su muerte, como hemos entendido claramente; de la hora en que el grano de trigo muere; de la hora para la que “ha venido”; de la hora de ser “elevado” en la cruz para “atraer a todos hacia Él”. Para que no quede duda alguna sobre qué habla, añade Juan: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”.
Los creyentes debemos tener las ideas claras y saber qué es lo que decimos. La causa decisiva de la muerte de Cristo fueron los pecados de todos los hombres y, entre ellos, los nuestros, los de los hombres de todos los tiempos. Pilatos, los miembros del Sanedrín, los que gritaron y forzaron a Pilatos, los soldados romanos... fueron causas que podemos muy bien llamar instrumentales; pero la Revelación Divina, la Palabra de Dios, nos dice repetidamente que la causa fundamental fueron nuestros pecados y que la muerte de Jesús en la cruz era necesaria para nuestro perdón: “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron. El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes” (Is 53,5-6). “Cargado con nuestros pecados subió al leño. Sus heridas nos han curado” (1Pe 2,24).
Pero el texto de hoy dice otra cosa más, en la que no solemos reparar. Jesús designa a la cruz como “su glorificación”: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”. Designa a la cruz, a su muerte de crucificado en la cruz, como un triunfo, como causa y parte de una gran victoria. Jesús, ante el pensamiento de la muerte tan próxima y tan horrenda, sintió miedo, tembló (“ahora mi alma está agitada. Padre líbrame de esta hora”), pero reaccionó rápido: “si por esto he venido, para esta hora”. Es el momento cumbre de su misión y no retrocederá, pese a que su naturaleza humana tiembla. Pero se sobrepone y añade: “Padre, glorifica tu nombre”. Pide ayuda a su Padre para aceptar. Antes ha llamado a esa muerte su glorificación, ahora la designa como glorificación del Padre, porque también lo es: “Padre glorifica tu nombre”. Y el Padre responde con “una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.
Esta gloria, que es del Padre y también del Hijo, es la de la Ascensión al Cielo para sentarse a la derecha del Padre; pero también la de la cruz, porque, cuando “miren al traspasado” (Zac 12,10), cambien los corazones, (“verdaderamente este hombre era justo, era hijo de Dios” –Lc 23,47; Mt 27,54–) y la gente se aleja arrepentida dándose golpes de pecho (Lc 23,48). Se cumple en él lo que dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
Todo esto no es meramente para que lo creamos y hablemos de ello. Sino para que lo vivamos y transforme nuestras vidas: “El que se ama a sí mismo, se pierde; y el que se desprecia a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga; y donde esté yo, allí también estará mi servidor. A quien me sirva, el Padre lo premiará”. Porque aquella voz no ha venido por él, sino por nosotros. Porque en la cruz el mundo ha sido juzgado y condenado y “ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera y, cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.
Jesús ha pagado de sobra nuestro rescate. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Pero es necesario hacerlo siguiendo a Cristo. Por otro camino nos perdemos. Con la gracia de Dios tenemos mucha más fuerza para el bien que la que sentimos, por influjo del Demonio, del mundo y de la carne, para el mal. Pero es preciso que la hagamos nuestra con nuestra oración, con nuestra cooperación libre, con nuestro amor a Cristo. Meditemos y oremos mucho junto a la cruz de Cristo en estos días, para que nuestro corazón cambie, para que nuestra alianza con Él se renueve.
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