XI Domingo de Tiempo Ordinario - A: Jesús llama a sus apóstoles




P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Mateo  (9,36–10,8):

En aquel tiempo, al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor.

Entonces dijo a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies.»

Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judás Iscariote, el que lo entregó.

A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis.»

Palabra del Señor


En todo este párrafo Jesús expresa su pensamiento sobre lo que son los apóstoles, por qué los llama y a qué los envía.

Lo primero de esta enseñanza es la motivación que tiene el Señor para decidirse a llamar apóstoles. Jesús está motivado por la compasión que siente al ver al pueblo como un rebaño de ovejas desparramadas sin orientación, porque no tienen pastor. No es que Jesús sea un sentimental, que se llena de emociones por cualquier insignificancia. Es que realmente se trata de un problema muy serio. El pueblo de Dios estaba sin guías auténticos, que vivieran la ley establecida, en forma auténtica, y que la enseñasen con el espíritu con que había sido dada por el mismo Dios. Era un pueblo que se sentía perdido y sin orientación. Por eso ve el Señor la necesidad de empujarnos a pedir a Dios que envíe obreros a su mies. Así que el apóstol debe tener en cuenta esto: él es llamado y enviado para ser el vehículo de la misericordia, de la compasión de Dios.

A continuación, Jesús mismo nombra a sus doce. Que serán los primeros de una cadena interminable de apóstoles llamados por el Señor, para que ya no haya más ovejas perdidas, desorientadas por la falta de pastores. Y cada uno de los apóstoles tiene su nombre, y su propia historia: ¡qué diferentes son entre sí cada uno de los doce apóstoles primeros! Y aparecerán como seres con muchas limitaciones e imperfecciones; para que, conociendo sus propias debilidades, estén aptos para ayudar a sus hermanos.

No podemos olvidar que, después de más de veinte siglos, todavía siguen faltando pastores. Hay pocos que se dediquen a propagar  el Reino de los cielos. Sigue habiendo innumerables países donde aún no se ha hablado de Jesucristo. Hay muchos hermanos nuestros que no han recibido el alegre anuncio del Evangelio. De cada cinco habitantes del mundo, hoy todavía hay cuatro que no saben de la existencia y de la acción del Salvador; sólo uno de cada cinco ha sido evangelizado. Cuántas ovejas siguen sin pastor. 

Pero en el párrafo que comentamos, Jesús además, al enviarlos,  trasmite potestades a sus apóstoles, y les indica su misión: les da poder sobre los espíritus inmundos, les dice que curen enfermos, que prediquen el Reino, que se dirijan a las ovejas perdidas. Y es que en esto consiste la misión del apóstol llamado por Dios en bien de su pueblo: expulsar los demonios. Esta lucha interminable entre el bien y el mal no ha terminado, y hasta podemos afirmar que hoy se ha hecho más urgente. Hoy día sigue habiendo demonios que expulsar. No es que se quiera montar un espectáculo fantasmagórico, como de cine de terror, entre el apóstol y el demonio. La lucha contra el demonio, es más sutil, y es más seria y más trágica de lo que algunos filmes nos han presentado. Los demonios de nuestro mundo son mucho más reales y eficaces y menos teatrales. Son el demonio de la avaricia, el demonio de la corrupción moral, el demonio de la criminalidad, el demonio de las drogas, el demonio de los odios. Y el apóstol ha recibido verdadero poder y mandato para expulsar demonios, esos demonios reales de nuestro mundo. 

Naturalmente que el apóstol no puede tener ninguna complicidad con esos demonios que debe expulsar: ¡cómo lograría vencer a ese enemigo poderoso, si en el mismo apóstol hubiera una quinta columna del mal, que lo fuera a traicionar en esa difícil lucha!

También el apóstol es enviado para curar enfermos y toda dolencia. Es importante darse cuenta de cómo el apóstol existe en función de sus hermanos. Nadie es llamado al apostolado para recibir una promoción personal; nadie recibe este encargo de Dios como un título o un diploma que se da para inflar la vanidad. El enviado es llamado para el servicio de curar a sus hermanos. Se trata de enfermedades muy serias: muchas veces lo que está enfermo es el corazón de una persona, lo que está ciego es su propio entendimiento, su pensamiento; muchas veces un ser humano está paralítico, porque no tiene fuerzas para cambiar. Son serias, muy serias, estas enfermedades humanas, a las que el apóstol debe llegar con el mensaje y con la fuerza de Jesús; y así debe ponerles remedio. El apóstol debe curar con su palabra y con su ejemplo: si él mismo fuera ciego, cómo ayudaría a ver, si él mismo fuera paralítico, cómo podría ayudar a andar. 

Que el Señor siga enviando trabajadores a su mies; esa debe ser la preocupación constante del pueblo cristiano; no solamente pedir para que haya más vocaciones sacerdotales y religiosas, sino para que cada cristiano ocupe también el puesto apostólico que le corresponde en la Iglesia.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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