P. Adolfo Franco, jesuita.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,51-58):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor
Todos los que comemos de la misma eucaristía formamos un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo.
La realidad de la Humanidad de Cristo es central dentro del plan de salvación de Dios. El Invisible quiso acercarse a nosotros de una forma sorprendente. Quiso acercarse en la forma real de Jesús, que siendo Dios es verdadero hombre. Así en toda su vida manifiesta de innumerables formas el hecho de que es un hombre, semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Y es hombre para manifestarnos a Dios, para convertirse en revelación, descubrimiento de lo que es Dios: Dios se ha ido manifestando; desde los orígenes se comunicaba con algunos de manera especial, y cuando llegó la plenitud de los tiempos se nos manifestó en Jesús, en forma ya plena. Todo el plan de salvación de Dios comienza por la encarnación del Hijo de Dios. Dios se hizo hombre de verdad, tuvo cuerpo. Por eso San Juan en su evangelio subraya esto, diciendo de la encarnación: el Verbo se hizo carne.
Naturalmente lo más visible del hombre es su cuerpo, aunque también el espíritu se asoma por las ventanas del cuerpo. Y para dejarnos esta enseñanza muy clara, hoy día la Iglesia nos hace una fiesta para celebrar la realidad del Cuerpo de Cristo.
Este cuerpo real que tuvo Cristo era el lenguaje por el cual Dios hablaba. Fue elemento esencial para manifestar el encargo que Cristo venía a traer. Cada uno de los miembros de su cuerpo eran mensaje de Dios. Por eso El mismo dirá: quien me ha visto a mí, ha visto al Padre.
Toda la fuerza de Dios salía hacia fuera en cada una de las acciones de Jesús a través de su Cuerpo, a través de su voz, de sus manos, de su mirada.
Cuando los ojos de Jesús miraban a alguien, a Pedro, a la pecadora, a los niños, era la luz de Dios mismo la que llegaba en esa mirada. De sus ojos debía salir una irradiación que llenaba al amigo de gozo, de certeza, de luz. Debía ser algo inefable sentirse mirado por Cristo. Y a través de esa mirada se podría llegar hasta el fondo de su ser, que era como un lago tranquilo, profundo, lleno de aliento, de esperanza, un mensaje de salvación.
Cuando Cristo tocaba a alguien (o era tocado) la energía de Dios se transmitía al afortunado que recibía ese contacto: La Magdalena, los leprosos, debieron sentir a través de las manos de Cristo una corriente de salud, de afecto. La ternura de Dios comunicada por el contacto de Cristo. Que unas veces limpiaba de la lepra y del miedo, otras veces limpiaba de la vergüenza de ser pecador. A algunos los levantaba resucitados, porque su contacto era fuerza de vida.
Sus palabras, los sonidos, salían de su propio corazón. Y de allí tomaban toda la fuerza que Dios puede llegar a poner en las palabras inventadas por los hombres, para darles un significado nuevo. Palabras de Cristo que salían con la marca de lo auténtico, de lo genuino. Palabras de aliento, para curar temores; palabras de bienaventuranza, para preferir a los pobres; palabras del Reino, para darle a la cosecha, a la pesca, al tesoro, a la perla, la trascendencia de la vida eterna. Por eso la gente que le oía decía: sólo tú tienes palabras de vida eterna; y también decían: nadie ha hablado como este hombre.
Su figura toda emanaba autoridad, firmeza, bondad, energía, cercanía. Era todo El la certeza de Dios entre los hombres, el cumplimiento de todas las promesas y de todos los mejores sueños que los hombres habían tenido desde el principio del mundo. El tuvo un cuerpo real, para enseñarnos a nosotros a vivir, para poder convertirse en nuestro camino, y en el ideal al que podemos aspirar.
Este Cuerpo de Cristo, una vez aparecido en el mundo, cuando llegó la “hora” de Dios, se hizo para siempre imprescindible. Y El antes de irse, nos lo dejó como Sacramento. Así cumple su promesa: yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Y esta Eucaristía, Cuerpo de Cristo, es el centro de la vida de todo cristiano. No se puede vivir la fe, sin recibir el mensaje que emana del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. De ese Cuerpo de Cristo llega a nosotros la luz de sus ojos, la fuerza de sus manos, la presencia de Dios, la participación de su vida. No se ha acabado la presencia hasta física de Dios en nuestro mundo. Y toda esa presencia está en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo sigue siendo para nosotros la manifestación real de Dios: “El es imagen visible del Dios invisible” (Col 1, 15). El que come este Pan vivirá para siempre.
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