Epifanía



Cayendo de rodillas, le adoraron
Mt. 2, 1-12



El hombre actual ha quedado, en gran medida, atrofiado para descubrir a Dios. No es que sea ateo. Es que se ha hecho “incapaz de Dios”.

Cuando un hombre o una mujer sólo busca o conoce el amor bajo formas degeneradas y su vida está movida exclusivamente por intereses egoístas de beneficio o ganancia, algo se seca en su corazón.

Cuántas personas viven hoy un estilo de vida que las abruma y empobrece. Envejecidos prematuramente, endurecidos por dentro, sin capacidad de abrirse a Dios por ningún resquicio de su existencia, caminan por la vida sin la compañía interior de nadie.

El gran teólogo A. Delp, ejecutado por los nazis, veía en este “endurecimiento interior”, el mayor peligro para el hombre moderno. “Entonces deja el hombre de alzar hacia las estrellas todas las manos de su ser. La incapacidad del hombre actual para adorar, amar, venerar, tiene su causa en su desmedida ambición y en el endurecimiento de la existencia”.

Esta incapacidad para adorar a Dios se ha apoderado también de muchos creyentes que sólo buscan un “Dios útil”. Sólo les interesa un Dios que sirva para sus proyectos privados o sus programas socio-políticos.

Dios queda así convertido en un “artículo de consumo” del que podemos disponer según nuestras conveniencias e intereses. Pero Dios es otra cosa. Dios es Amor infinito, encarnado en nuestra propia existencia. Y ante ese Dios, lo primero es adoración, júbilo, acción de gracias.

Cuando se olvida esto, el cristianismo corre el riesgo de convertirse en un esfuerzo gigantesco de humanización y la Iglesia en una empresa siempre tensa, siempre agobiada, siempre con la conciencia de no lograr el éxito moral por el que lucha y se esfuerza.

Pero la fe cristiana, antes que nada, es descubrimiento de la Bondad de Dios, experiencia agradecida de que sólo Dios salva. El gesto de los Magos ante el Niño de Belén expresa la actitud primera de todo creyente ante Dios.

Dios existe. Está ahí, en el fondo de nuestra vida. Somos acogidos por El. No sabemos a dónde nos quiere conducir a través de la muerte. Pero podemos vivir con confianza ante el misterio.

Ante un Dios del que sólo sabemos que es Amor, no cabe sino el gozo, la adoración y la acción de gracias. Por eso, “cuando un cristiano piensa que ya ni siquiera es capaz de orar, debería tener al menos alegría”.


Vivir sin acoger

Todos vamos cometiendo a lo largo de la vida errores y desaciertos de todo tipo. Calculamos mal las cosas. No medimos bien las consecuencias de nuestros actos. Nos comportamos de manera poco reflexiva. Nos dejamos llevar por el apasionamiento o la insensatez. Somos así. Sin embargo, no son ésos los errores más graves. Lo peor es tener planteada la vida de manera errónea.

Todos sabemos que la vida es un regalo. No soy yo quien he decidido nacer. No me he escogido a mí mismo. No he elegido a mis padres ni a mi pueblo. Todo me ha sido dado. Vivir es ya desde su origen recibir. La única manera de vivir sensatamente es acoger de manera activa y responsable lo que se me da.

Sin embargo, no siempre pensamos así. Nos creemos que la vida es algo que se nos debe, que nos pertenece de manera exclusiva. Nos sentimos propietarios de nosotros mismos. Pensamos que la manera más acertada de vivir es organizarlo todo en función de mi mismo. Yo soy lo único importante. ¿Qué importan los demás?

Esto tiene consecuencias diversas. Algunos no saben vivir sino exigiendo. Exigen y exigen siempre más. Tienen la impresión de no recibir nunca lo que se les debe. Son como niños insaciables que nunca están contentos con lo que tienen. No hacen sino pedir, reivindicar, lamentarse.

Sin apenas darse cuenta, se convierten poco a poco en el centro de todo. Ellos son la fuente y la norma. Todo lo han de subordinar a su ego. Todo ha de quedar instrumentalizado para su provecho.

La vida de la persona se cierra entonces sobre sí misma. Ya no se acoge el regalo de cada día. Desaparece el reconocimiento y la gratitud. No es posible vivir con el corazón dilatado. Se sigue hablando de amor pero «amar» significa ahora poseer, desear al otro, ponerlo a mi servicio.

Esta manera de enfocar la vida conduce a vivir cerrados a Dios. La persona se incapacita para acoger. No cree en la gracia, no se abre a nada nuevo, no escucha ninguna voz, no sospecha en su vida presencia alguna. Es el individuo el que lo llena todo.

Por eso es tan grave la advertencia del evangelio en estos últimos días de la Navidad:
«La palabra era luz verdadera que alumbra a todo hombre. Vino al mundo... y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron».
Nuestro gran pecado es vivir sin acoger.



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