Homilía - El Espíritu Santo en el bautizado - 2° Domingo TO (A)

P. José R. Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas:
Is 49,3.5-6; S. 39; 1Cor 1,1-3; Jn 1,29-34


Este texto evangélico continúa el del domingo pasado. Ya comentamos dos efectos de aquel bautismo de Cristo y del que nosotros hemos recibido: el perdón de los pecados y hacernos hijos de Dios. Queda por considerar el tercer efecto, que es el más importante: El don del Espíritu Santo. Cristo en su bautismo por Juan y nosotros, cuando recibimos el de Cristo, hemos recibido el Espíritu Santo.

Los profetas, como Isaías, y los evangelios presentan a Jesús en su vida como lleno del Espíritu Santo (v. Lc 4,18). Por obra del Espíritu Santo fue concebido en el seno de la Virgen María (Mt 1,20; Lc 1,35). Llevado por la fuerza del Espíritu va al desierto y ora y ayuna 40 días (Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,1). Reúne luego discípulos, afronta la misión de la predicación del evangelio de la salvación hasta el agotamiento. Lo hace con tal fuerza que llegará a conmover a los corazones más duros. La gente notará la diferencia y dirán que nadie ha hablado jamás como este hombre (Jo 7,46). Le pedirán milagros y los hará. Mandará a los demonios y serán expulsados de los posesos. Sanará a ciegos, cojos, paralíticos, resucitará a muertos. Hasta asumirá el poder de Dios de perdonar los pecados. Todo lo verá la gente porque lo hará ante sus ojos, usando su voz, sus manos, con su propio cuerpo. Por fin y para completar su misión, cargando con los pecados de todos los hombres y hecho responsable de su expiación, sometido a los más penosos tormentos, morirá en la cruz dando hasta su última gota de sangre. Ni beberá el anestesiante vino mirrado, porque quiere entregar con plena conciencia su vida al Padre habiendo cumplido hasta el último detalle previsto y querido por el Padre. “Todo está cumplido. En tus manos encomiendo mi espíritu” (Jn 19,30; Lc 23,46).

Esta era la misión del “hombre” Jesús, del cabeza de la humanidad, del nuevo Adán (Ro 5,18‑21). “A Dios nadie le ha visto nunca. El Hijo unigénito nos lo ha dicho” (Jn 1,18). Para que fuese visto, escuchado y palpado asumió la naturaleza humana y, para que esa naturaleza humana pudiese hacer presente, transparentar y posibilitar la acción y la comunicación de su naturaleza divina en el mundo de los hombres, recibió el Espíritu Santo. Por eso quiso el Padre que fuese en el bautismo del Jordán, al comienzo de su misión, lleno del Espíritu Santo. Juan no lo conocía, pero sabía que él mismo era enviado para hacerlo público. Así lo hizo. Lo vio y dio testimonio de que Aquél era el Hijo de Dios (Jn, 1,34).

Más tarde, cuando Jesús envía a sus discípulos a continuar y completar esa su obra, les mandará que no la empiecen hasta haber recibido ellos el Espíritu Santo de una forma análoga a la suya. Sería en Pentecostés diez días después de la ascensión.

Ya en el mismo bautismo, que Cristo instituye y manda a sus discípulos administrar a todo aquel que creyere en el Evangelio, junto con el perdón de los pecados y el renacer como hijos de Dios (la filiación divina de que ya hablamos), se otorga también el don de la inhabitación del Espíritu Santo en el alma del bautizado. Al ser perdonados de los pecados y hechos hijos de Dios en el bautismo, el Espíritu Santo ha venido a habitar en nuestras almas. Por eso somos piedras vivas (1P 2,5) y templos del Espíritu Santo (1Cor 6,19). Un cristiano en gracia de Dios, sin pecado mortal, es ya como un sagrario: lleva a Dios a donde está.

No olviden esto los padres. Como le enseñan a reconocer y hablar a papá y mamá y demás familiares, enséñenles a sus hijos a reconocer y hablar con Dios. Lo tienen presente en su alma y allí también los padres lo pueden encontrar. No lo olvidemos nosotros. Cuando alejamos el pecado mortal de nuestro corazón y somos injertados en Cristo y hechos hijos de Dios, no tenemos que ir lejos para estar con Dios. Lo llevamos dentro, porque el Espíritu Santo ha tomado posesión de nuestra alma. Con Él han venido también el Padre y el Hijo (Jn 14,23).

El Espíritu Santo, además de presente, está actuando en el alma. Así suscita en ella las virtudes de la fe, esperanza y caridad, con las cuales nuestros actos son más perfectos y tienen valor sobrenatural y divino. Por eso dice San Pablo que, cuando oramos, el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda (Ro 8,26). Igualmente enseña Pablo que ese Espíritu resucitará un día nuestro cuerpo mortal, pues lo puede y tiene que hacer, como lo demostró ya resucitando a Cristo (Ro 8,11).

Ese Espíritu de Cristo es quien nos hace penetrar en las ideas, los sentimientos, la voluntad de Dios y de Cristo. Ese Espíritu sostiene, impulsa y activa a las tres virtudes teologales. Ese Espíritu nos consagra (2Cor 1,22) porque es el Espíritu del Dios santo. Ese Espíritu nos une en un solo cuerpo en la Iglesia (Ef 4,4ss). En el Espíritu conocemos a Cristo y confesamos que “Jesús es el Señor” (1Cor 12,3), oramos a Dios y lo llamamos por su nombre: Padre (Ro 8,15). Toda la acción del Espíritu consiste en darnos acceso a Dios, ponernos en comunicación viva con Dios, introducirnos en sus profundidades sagradas y comunicarnos los “secretos de Dios” (1Cor 2,10s).

“Yo no quiero seguir así; yo quiero cambiar” –se oye con cierta frecuencia en el sacramento de la penitencia–. Maravillosa es nuestra fe. Demos gracias a Dios y usemos los medios que nos da para dejar el pecado y ser santos, cada día más santos.


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