P. Vicente Gallo, S.J.
Sabemos que somos el Pueblo de Dios que, peregrino por este mundo, no va a la deriva. Porque está guiado por aquel que es “el gran Pastor de las ovejas” (Hb 13, 20). Esta verdad nos rememora a Israel peregrinando por el desierto aparentemente a la deriva, pero guiado por el hombre elegido por Dios que era Moisés. Hoy, nuestro Guía es Dios mismo en Persona, el Hijo hecho hombre y el Espíritu Santo que habita en nosotros para ese fin.
Son multitud los santos que nos precedieron, que lucharon, y que vencieron al mundo a quién dejo vencido Jesús (Jn 16, 33); aunque no nos sacó de este mundo, sino que nos dejó en él para seguir venciéndolo (Jn 17,14-19), el mundo que a Jesús lo crucificó. Jesús, con su muerte, “ha destruido a la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio” (2Tm 1,10). Todos sus enemigos están bajo sus pies (1Co 15, 27).Podríamos recordar al Monje Agustín conquistando a Inglaterra para Cristo; al casi analfabeto Patricio en su tarea de salvar en Cristo a Irlanda, a Bonifacio evangelizando a Alemania, a los hermanos Cirilo y Metodio en los pueblos Eslavos enseñándoles unas letras originales que aún perduran para leer y escribir, además de transmitirles el Evangelio de la Salvación. Y, por supuesto, al gran Francisco Javier recorriendo miles de leguas, en sólo diez años, entre pueblos e idiomas tan distintos, y bautizando a muchos millares de gentes. Igualmente, recordemos toda la epopeya de la evangelización de la descubierta América, de polo a polo. A nosotros nos falta tener tanto celo y santidad como tuvieron ellos.
No tenemos que ser nosotros menos que ellos, si tenemos con nosotros al mismo Cristo y poseemos el mismo Espíritu del Resucitado. Evangelizar en Cristo a nuestro mundo es cosa difícil en cualquier País, incluso en los ya tradicionalmente cristianos, pero que se han pasado a otro Evangelio (Ga 1,6) o han renunciado al único que nos salva. El “mundo moderno” ha descubierto tantos bienes posibles, que ya las gentes no son los “pobres” hombres que sientan necesitar esa Buena Noticia, que es Jesús, y así puedan recibirlo.Pero solamente Jesús es “el camino”. Sin él, se camina a la perdición inevitable. Sólo él es también “la meta” de nuestra historia humana y de todos nuestros afanes y trabajos. El va atravesando el mar en nuestra barca y cuida de nosotros aunque parezca que está “dormido”, mientras nos deja a nosotros remar hacia delante (Mc 4, 35-41). La Iglesia aún está gobernada por el Espíritu Santo, que es Dios. Somos nosotros quienes nos permitimos criticar, con nuestra inteligencia, a esa Iglesia; en vez de pensar que las infidelidades de la Iglesia de Cristo son nuestras infidelidades con las que la dejamos tan mal parada.
Conocemos muchas verdades antes desconocidas; pero que definitivamente no le sirven al hombre para nada serio. Solamente Cristo es “la verdad” que necesitamos conocer, sólo Cristo crucificado (Ga 6, 15). El es la verdad, de lo que nos ama Dios, y que en él nos ha salvado. Todas las otras verdades tienen algún valor y vigencia si están fundamentadas en esta fe en Jesucristo (Col 1, 15-17). Nunca nos desalentemos al anunciar esa Buena Noticia. El Reino de Dios que anunciamos no puede ir al fracaso.Anunciamos que solamente Jesucristo es “la vida”. Todo lo demás es morir poco a poco para terminar muriendo del todo. “Yo soy el pan que ha bajado del cielo, para que los que coman de él no mueran, sino que tengan vida eterna”; “Como el Padre vive, así vivo yo por el Padre, y del mismo modo el que me come vivirá por mí”, dijo Jesús (Jn 6, 51 y 57). Desde esa fe, clamamos hacia él siempre que celebramos la Eucaristía: “Ven, Señor, Jesús” (Ap 22, 17). Porque quien creyó en él nunca quedó defraudado, la Iglesia siempre salió victoriosa de sus crisis, muchas veces peores que la de ahora.
El Libro del Apocalipsis, después de narrar las tremendas dificultades por las que ha de pasar la Iglesia como Obra de Cristo, termina con esta visión de esperanza: “Me mostró el río de las aguas de la Vida, brillante como el cristal, que brotaban del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22, 1). Se refiere al triunfo esplendoroso de la Iglesia después de los avatares por los que pasará. Pero ahora podemos entenderlo a la luz de ese cuadro del “Señor de la Misericordia”, manando del Corazón de Cristo un río del Amor Misericordioso de Padre, que se nos ha hecho visible en Jesucristo. En él “Hemos conocido el Amor que Dios nos tiene y hemos creído” (1Jn 4, 16).
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Agradecemos al P. Vicente Gallos, S.J. por su colaboración.
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