P. Vicente Gallo, S.J.
Ir de la mano de Cristo
Nuestra tarea cristiana ha de comenzar haciendo memoria del pasado, para “pedir perdón” de ello debidamente y “convertirnos”. Cada uno debe hacerlo examinando la propia vida, para implorar la misericordia que tenemos ya ganada por Cristo. También las parejas, unidas por el matrimonio como Sacramento, examinando su pasada vida de relación, en el amor que se prometieron ante Dios al casarse. Y la Iglesia entera como Esposa de Cristo.
Toda la Iglesia debe ser “santa” y tiene siempre necesidad de purificación, viendo las infidelidades que ensombrecen su rostro de Esposa de Cristo. Pero deberá purificarse en cada uno de sus miembros, cada bautizado y cada pareja unida por Dios en una sola carne por el Matrimonio. Esa purificación del pasado reforzará nuestros pasos hacia el futuro, haciéndonos estar atentos a nuestra adhesión a la “Buena Noticia”, en la que creímos y en la que nos mantenemos, pues, de lo contrario, nuestra fe sería vana e inoperante en nuestra vidas: no nos salvaríamos por ella (1Cor 15, 2).
Este “pedir perdón”, como Juan Pablo II lo hizo en el Año Santo, aunque veamos malo nuestro pasado, no nos quita el ánimo para emprender nuestra tarea al enfrentar un nuevo milenio; es una necesaria “conversión”, que nos reafirma en la decisión de ser cada día más fieles en nuestra pertenencia a Cristo, como miembros de su Cuerpo de los que él tiene que valerse para seguir haciendo verdadera su obra de la Salvación del mundo. En la Iglesia de Cristo, las personas, las Instituciones que la forman, y particularmente los matrimonios, deben ser “testigos de la fe” de aquellos que nos precedieron en ella: como lo fueron por los Apóstoles que nos la transmitieron (la Iglesia de Cristo debe ser así, Apostólica), y lo continuaron los Santos que a lo largo de los dos milenios han brillado preclaramente, acompañándoles el Señor con los milagros (Mc 16, 20).
Mirando los ejemplos del pasado, hallamos una herencia que no se debe perder. Sería un pecado de ingratitud el no vernos urgidos en el propósito de imitarlos. Al verlos a ellos, sabemos lo que se puede, aun siendo hombres de naturaleza pecadora. Es el testimonio que precisamente debemos dar nosotros desde nuestra fe: que “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores” (1Tm 1, 15). Lo que hemos recibido, como historia, de quienes nos precedieron en la Iglesia de Cristo, es lo que debemos transmitir, igualmente luminoso, a quienes vengan detrás a lo largo del nuevo milenio que comenzamos ahora con ilusión y temor.
Ese Año Santo que hemos vivido no es para que se quede en un recuerdo de lo que fue; ha de ser un verdadero reto para ir por el camino que aquellos actos nos abrieron y la ruta que nos marcaron en nuestro ir de la mano de Cristo un milenio más. Aquella afluencia tan multitudinaria, no sólo yendo a Roma, sino acudiendo en cada Diócesis a los Templos señalados para ganar la Indulgencia; la petición del perdón por los méritos de Jesucristo en la Iglesia que nos precedió; los actos especiales que en toda la Iglesia y en cada Diócesis se tuvieron para reavivar la fe. Fueron la expresión renovada y renovadora de “la Iglesia peregrina” hacia la Casa del Padre. Fueron signo de la historia humana llena de alegrías, de ansias y de dolores, reemprendiendo el camino de la esperanza.
¿Quién podrá medir las maravillas de la gracia que se dieron en los corazones de los creyentes? Nunca se nos borre de la memoria aquella cita en Tor Vergata: cientos de miles de jóvenes, con sus problemas y fragilidades, inmersos en la sociedad contemporánea, pero reunidos con el Papa ya anciano, buscando en Cristo su plenitud, marcando el camino de la Cruz: como “centinelas del amanecer” (Is 21, 11-12). No olvidemos aquellos niños, ancianos, enfermos, minusválidos, deportistas y artistas, profesores universitarios, políticos y periodistas acudiendo a reunirse con el Papa para, junto con él, ir buscando cómo servir a la paz.
Especialmente significativos fueron aquellos millares de trabajadores en el encuentro del 1 de mayo. El Jubileo de las Familias. El de los presos de la cárcel “Regina Coeli” de Roma. El gran Congreso Eucarístico Internacional, en Roma también. Los encuentro ecuménicos del Papa con el Primado Anglicano, con el Patriarca de Constantinopla, y con dirigentes de otras Religiones. La peregrinación del Papa a los lugares que fueron la cuna de nuestra fe; la intentada y no permitida a Ur de los Caldeos, la sí lograda al Sianí, a Belén, a Nazaret, a Jerusalén, y su oración ante el Muro de las Lamentaciones. La intervención del Papa en la ONU frente al problema de la deuda internacional de los Países pobres. Sobre todo, la pública petición de perdón en nombre de la Iglesia por sus errores del pasado.
Olvidar todos aquellos acontecimientos sería caer en la falta de la memoria necesaria para construir un futuro desde las bases que quedan puestas. No sería pecado del Papa que tuvo que presidir a la Iglesia en la celebración de ese comenzar un nuevo milenio. Sería, una vez más, tener nosotros el atrevimiento de acusar con frecuencia a la Iglesia por sus errores o sus deficiencias, olvidando que esa Iglesia a la que acusamos somos nosotros, de manera especial las familias cristianas.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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1 comentario:
sugiero permitan más personas se casen cobrando un poco menos asi se facilita la entrada, se debería incentivar el tener charlas ya de casados Dios ayude...
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