P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Dan 12,1-3; S 15; Heb 10,11-14.18; Mc 13,24-32
Estamos concluyendo
el año litúrgico. Será el próximo domingo con la solemnidad de Cristo Rey. La
liturgia aprovecha la oportunidad para orientar nuestra reflexión hacia el
“final”, hacia la revelación de Dios acerca del final de la vida y de su
“después” definitivo, que ya no cambiará.
El texto de la
primera lectura tiene particular importancia. Se escribe alrededor de un siglo
y medio antes de Cristo. Esta es la primera vez en que el Antiguo Testamento revela
de forma clara la verdad de la resurrección de los muertos.. Pasará a formar
parte de la fe de Israel, excepto para los saduceos, que sólo admitirán como
revelación los cinco libros del Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio). En el 2º Libro de los Macabeos, que data de ese mismo tiempo o
un poco más tarde, la fe en la resurrección de los muertos, expresada por la
madre y los siete hermanos Macabeos es ya totalmente firme: “Tú, criminal –le
dice antes de expirar uno de los hermanos al verdugo– nos privas de la vida
presente, pero el Rey del mundo a nosotros, que morimos por sus leyes, nos
resucitará a una vida eterna” (2Mc 7,9). Y la madre animará así al más pequeño:
“No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta
la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en el tiempo de la
misericordia” (2Mc 7,29). Jesús confirma esta fe, ridiculizando la dificultad
que le ponen los saduceos: “Ustedes no conocen ni las Escrituras ni el poder de
Dios. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12,24.27).
Lo nuevo de Jesús
acerca de la resurrección de los muertos es la unión con su propia
resurrección, verdad fundamental de la fe en Cristo: “Si no hay resurrección de
muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra
predicación, vana también es nuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos
de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no
resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no
resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes
es vana; están todavía en sus pecados… Porque, habiendo venido por un hombre
(Adán) la muerte, también por un hombre (Cristo) viene la resurrección de los
muertos” (1Cor 15,13-17.21). Con estas ideas de fondo canta hoy la liturgia el
salmo 15(16), dándole su sentido pleno. Ante la perspectiva del final de esta
vida, le da desde la fe un significado exultante: “Protégeme, Dios mío, que me
refugio en ti…Por eso se me alegra el corazón…porque no me entregarás a la
muerte… Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha”.
La segunda lectura
concluye el análisis, que hace el autor de la carta, sobre toda la multitud de
sacrificios en el templo, que se repiten cada día y por muchos sacerdotes. Son
necesarios porque no logran borrar los pecados de la humanidad. Por el
contrario el sacrificio de Cristo (su muerte en el Calvario) ha logrado el
perdón de todos los pecados de la humanidad y no hace falta otro sacrificio:
Basta abrirse por la fe a la fuerza del de Cristo.
El evangelio es el final
del llamado “discurso escatológico”. Es el capítulo más difícil de interpretar
entre todos los de este evangelio. “Ésjaton” en griego significa “lo último”;
designa el final de algo. En teología se refiere al final de la historia de
todos y de cada hombre. El capítulo comienza prediciendo la destrucción del
templo, que tendría lugar cuarenta años después. Pero luego hay mucha confusión,
que es además intencionada; pues Cristo no quiere satisfacer este deseo tan
humano. Para esto utiliza el género literario apocalíptico, cargado de símbolos
muy oscuros, intentando que sólo sean inteligibles a los iniciados. Incluso
dice Jesús que Él, el Hijo, no sabe cuándo sucederán esas cosas y que estén
vigilantes. Que el Hijo no sepa el cuándo, “ni el día ni la hora”, sino sólo el
Padre, significa que la voluntad del Padre es que Jesús no manifieste nada sobre
el momento exacto. Las palabras de Jesús intencionadamente quieren ocultarlo;
lo que pretenden es alertar, exhortar a la vigilancia. San Marcos termina este
capítulo con Jesús insistiendo con el ejemplo de la higuera y el del señor que
regresa sin avisar cuándo lo hará. La idea conclusiva es la que hemos
escuchado: “Velen”. Vendrá el dueño, pero no se sabe cuándo. ¡Velen!.
Velar en los
evangelios y en boca de Jesús es orar. Y orar es hacer operante la presencia de
Dios. Cuando Jesús concluyó su presencia corporal, los discípulos se recluyeron
para orar y, cuando recibieron el Espíritu Santo, la oración se convirtió en
actividad ordinaria de su existencia. Si nosotros lo hacemos así, no tendremos
miedo cuando para nosotros llegue el fin. Porque el fin del mundo llega para
cada uno en el momento de su muerte, de la cual nadie nos vamos a escapar.
Dice San Agustín:
“Timeo Iesum transeuntem”. “Tengo miedo a que Jesús pase a mi lado” y no me dé cuenta. El
encuentro de cada domingo en la misa es un encuentro con la Iglesia y con
Jesús.
Será bueno, al concluir el año litúrgico
advertir la respuesta de la conciencia a la pregunta de sí ahora me encuentro
más cerca de Jesús que hace un año, si le considero más familiar mio y a mí más
familiar de El. ¡Ojalá sea así! Pero de todos modos pidamos a Jesús que salga a
nuestro encuentro y así, invocando también a nuestra Madre, digamos con el
salmo responsorial de hoy: “Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis
entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni
dejarás a tu fiel la corrupción”.
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