Homilía - Hay muchos llamados, déjense elegir - Domingo 28º TO (A)

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Is 25,6-10; S. 22; Flp 4,12-14.19-20; Mt 22,1-14


El pasado domingo les decía que Jesús es el centro de los evangelios, del Nuevo Testamento y también del Antiguo. Esto quiere decir que lo que Dios va revelando en el Antiguo Testamento es su Hijo Jesucristo. Por eso quien lee el Antiguo Testamento y no ve que se habla de Jesús, no lo ha entendido. La lectura de Isaías, el salmo y el evangelio de hoy lo confirman.

La lectura de Isaías ve a Dios creador de todo lo existente (designado como “Señor de los ejércitos”) preparando un gran festín para todos los pueblos, celebrando con alegría la salvación en el monte del Señor, donde está construida Jerusalén. La profecía ve a la Iglesia universal, formada por todos los pueblos, salvada por la obra de Cristo, dotada de los dones más preciosos, liberada y llena de entusiasmo. Las mismas realidades están significadas en el salmo con el rebaño y el pastor.

Este evangelio sigue inmediato al del pasado domingo; pero se pronunció en ocasión distinta, como lo dice Marcos (12,12). Pero sí fue anunciado en los últimos días de vida de Jesús. Tiene varios detalles de ser su enseñanza especialmente importante.

Jesús sigue en polémica con los jefes del pueblo, los “maestros” de Israel. Esta parábola trata de corregir la opinión equivocada de los judíos, que esperaban como Mesías a un hombre ungido por Dios con la misión y el poder de restablecer el poder de la nación y asegurar su bienestar terreno permanente. Se equivocaron rotundamente.

El sentido de la parábola es claro. La venida de Jesús se compara a la boda del Hijo. El Hijo se va a unir en matrimonio con la Iglesia como un esposo se une con su esposa, haciéndola partícipe de todas sus riquezas. Dios celebra estas bodas de Jesús con la humanidad con el mayor esplendor.

El pueblo de Israel es el primer invitado; son los judíos todos, pueblo y autoridades, especialmente autoridades; Jesús se está dirigiendo a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo. Pero no vienen. Todos tienen sus buenas razones para no venir. No han aceptado a Cristo ni lo van a aceptar. Los criados, enviados y rechazados hasta la muerte de algunos, son los numerosos profetas que Dios ha ido enviado a lo largo de la historia.

Dios toma entonces la decisión de repudiar al pueblo descendiente de Abrahán e invita a una multitud de gentes, que nunca habían pensado en tal cosa ni tenían derecho ni promesa que les garantizase nada. El Señor no esperará más; invitará a otros, a los paganos, a los que no son judíos ni descienden de Abrahán, a los que están perdidos en los cruces de los caminos y no saben a dónde ir, a los que desconocen la verdad, a los que no conocen ni cumplen los mandamientos de Moisés, a los que están entregados a los cultos idolátricos y a las pasiones más desordenadas, a “malos y a buenos”. Los invita y vendrán. Es una visión profética de la conversión de los gentiles, de nosotros entre ellos, de todos los que, sin ser descendientes de Abrahán según la carne, han creído y creerán en él.

La sala del banquete se ha llenado de comensales. Podría ser la eterna bienaventuranza, es decir la Iglesia triunfante; pero el hecho de haber entrado aquél sin vestido de fiesta, que luego es expulsado, indica que no se ha realizado el juicio final. En el banquete, pues, se representa a la Iglesia militante, la esposa de Cristo, la nueva Eva, que nace del costado del nuevo Adán, dormido en el árbol de la cruz por el sacramento del bautismo y vive de eucaristía.

Es frecuente en la Biblia presentar los tiempos mesiánicos, es decir los tiempos de Jesús y el estado de felicidad eterna de los bienaventurados bajo el símbolo del banquete de bodas. “Os tengo desposados con un solo esposo”, dice Pablo a los Corintios, recordando su conversión, su fe y su bautismo (2Cor 11,2). Las bodas del hijo se celebran como un acontecimiento feliz. Hay abundancia de bienes, alegría, amor, esperanza y plenitud permanente. Hoy mismo lo escuchamos en Isaías y en el salmo responsorial: “Preparará el Señor para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros. Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara. Celebremos y gocemos con su salvación”.

La pregunta obligada es si vivimos nosotros la fe de esta manera positiva, alegre, como un don y riqueza extraordinarios. Si consideramos la fe como don o como carga.

Es propio de una fe débil no darse cuenta de la felicidad que produce la cercanía del amor de Dios. En las grandes reuniones de la Iglesia, en los lugares de peregrinación y culto, en el testimonio de las vidas de los santos, hasta en el secreto de las cárceles, sabemos que de forma extraordinaria pero real Dios salta todas las barreras psicológicas y “entra”. No reduzcamos la vida de fe a la observación de meros mandatos morales: soy católico, luego no puedo robar, ni matar, ni mentir, ni fornicar. ¿Acaso que el que no cree puede hacer todas esas barbaridades sin que su conciencia lo condene?

Pero no. Nosotros hemos recibido el Espíritu de Cristo que nos ha comunicado su fuerza, su luz y su vida. Tenemos abierto el mundo de Dios, del amor misericordioso de Dios, que nos hace felices: es la paz del pecador perdonado en el sacramento de la penitencia; es la experiencia de intimidad con el amigo entrañable en el sacramento de la comunión o ante su presencia eucarística; es la luz que ilumina y alienta mi vida cuando leo su palabra; es la alegría del dar, del perdonar, del aceptar la cruz; son tantas cosas indescriptibles, pero reales, que surgen como un don en el creyente fiel. Vivan, hermanos, la fe con alegría; es su fruto y compañía. Que Dios nos dé la gracia de vivirla así. A ella estamos llamados, mañana y también hoy.



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