P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Lecturas: Is 9,1-4; S 26; 1Co 1,10-13.17; Mt 4,12-23
El evangelio según San Mateo está escrito para judíos palestinos convertidos a la fe. Con frecuencia se encuentran datos que lo muestran, como la referencia frecuente a las profecías del Mesías, la esperanza judía de salvación definitiva. Hoy se cita una profecía de Isaías claramente mesiánica. Se ha leído como primera lectura. Mateo la ve cumplida ahora. También se confirma que escribe a judíos de Palestina, el que no se dé la más mínima indicación sobre la situación geográfica en Palestina de los territorios de Zabulón y Neftalí; el que al lago de Genesaret se le llame simplemente mar y que la ubicación de Cafarnaúm, “junto al mar”, se considere como plenamente familiar al lector. Todo está en consonancia con un lector judío, habitante de Palestina, conocedor del Antiguo Testamento y de la misma geografía palestina, al que sobrarían tales explicaciones.
Jesús tiene entonces entre 31-32 años. Bautizado por Juan, tras unos dos o tres meses en Judea, empieza su ministerio en Galilea. Le acompañan ya algunos discípulos, al menos Pedro y Andrés, Juan, Felipe y Natanael, a los que recuerda su llamada en Judea y repite la invitación. Por el paralelo de Marcos conocemos que Jesús se alberga en casa de Pedro, que es vecino de Cafarnaúm. El texto manifiesta que Jesús empieza con pocas dudas sobre lo que tiene que hacer. Reúne a la gente y se pone a enseñar. Enseñar será parte esencial de su misión. Son muchos los que van a escucharle. Están sensibilizados por su tradición religiosa y por la predicación de Juan Bautista, y esperan al Mesías, que pronto va a llegar.
Y Jesús habla de forma que entra en los corazones. Era desde luego un fantástico orador. Claro, seguro de la verdad de su discurso y de su importancia para esta vida y la futura. Sintoniza plenamente con las necesidades más profundas del corazón humano. Hace hablar al trabajo humano, a la semilla del trigo, al hombre obseso por el negocio, a las mismas piedras y fenómenos naturales, cuyo mensaje salvador entiende y sabe traducir a los oyentes. La gente le entendía perfectamente y quedaban heridos. Los sábados va a las sinagogas, donde se reúnen los judíos, y aprovecha para dirigirles la palabra como se hace en estas reuniones. Es un salto de calidad con lo que están acostumbrados. Aquella palabra acerca a Dios, hace sentirse indigno de su cercanía, pero necesitado de ella. Hace caer en la cuenta de que el Reino de Dios es el reino de la justicia, de la pureza, de la pobreza, del amor y de la paz; y todos sienten crecer sus deseos de alcanzarlo y al mismo tiempo se encuentran todavía tan lejos. Algunos se irán retirando frustrados por el esfuerzo necesario, pero otros muchos le seguirán entonces y en todos los tiempos. Especialmente la gente quedaba impresionada por su autoridad: “Quedaban admirados de su doctrina porque enseñaba como quien tiene autoridad” (Mt 7,28-29). Pero no le basta. Jesús, más allá de Cafarnaúm, recorre toda la región proclamando el Evangelio del Reino. Y pasando de las palabras a los hechos, se añaden los milagros; cura a los enfermos de toda enfermedad y toda dolencia.
Jesús comienza su apostolado con una decisión y fuerza enormes. En una ocasión dirá que “se le parte el corazón” (así) viendo a tanta gente como ovejas sin pastor. Tiene prisa, la necesidad de su presencia y su acción es enorme porque “andaban en tinieblas” y él era la luz del mundo, y “donde abundó el pecado debería sobreabundar la gracia”. El ha venido a los que son suyos, pero están en tinieblas, y viene a todos los hombres a darles luz, vida, gracia de Dios, inmensas gracias, una gracia tras otra (Jn 1,11-16). A esa labor agotadora se añaden desde el principio la formación de los discípulos y las horas de oración a solas con su Padre de noche o muy de mañana. Éste será el tono, arrollador y extenuante, de su vida hasta que llegue “su hora”.
¿Por qué? “Yo he venido para que los hombres tengan vida y vida abundante”. “Para esto me ha enviado el Padre para que los hombres tengan vida”. Y “el que venga a mi tendrá la vida eterna”. Y “recibirá gracia tras gracia y de sus entrañas fluirá el Espíritu”.
Los hombres necesitan la salvación. Necesitan salir del pecado. Necesitan la paz. Necesitan acabar con el odio y la ira, con que se aniquilan mutuamente. Liberarse de la lujuria, el egoísmo y todos los pecados. Necesitan conocer que Dios es padre misericordioso, y que los perdona si se arrepienten, y les hace capaces de obrar la justicia y el bien; de que puede arrancarles de las garras del Diablo y ponerles en libertad, y cambiarles el corazón, y finalmente les quiere invitar a su mesa. Porque es inmensa la cantidad de cosas maravillosas que quiere comunicarles sobre Dios y su amor. Son maravillas que empezarán ya aquí en esta vida, pero que están destinadas a ser eternas. Y esto lo tienen que saber todos porque nadie está excluido y es necesario que esto lo sepan todos, primero los judíos, los hijos de Abrahán, y luego todos los demás. A los más íntimos, que han tenido el privilegio de encontrar respuesta a sus dudas todas, les dirá al despedirse que “aun les quedan cosas por saber y que el Espíritu les llevará a la verdad plena”, cuando lo reciban tras irse él definitivamente.
Esta actitud de Jesús no es mera historia pasada. Es lo que sigue haciendo Jesús resucitado, por medio de la Iglesia y del Espíritu, en el corazón de los hombres. Por eso es un gran error reducir la fe a mera ética. La ética es importante e influye positivamente en las sociedades y en las personas. Pero los bienes que nos trae Cristo, incluyendo la ética, son mucho mejores. Todos nosotros, los que aquí estamos, tenemos la fantástica dicha de que el bautismo nos ha hecho de verdad hijos de Dios, nos ha penetrado de su Espíritu, que ha penetrado las fibras más íntimas de nuestra naturaleza; que estamos seguros de que, si por el pecado grave, mortal porque mató esa vida, por el sacramento del perdón (o confesión) hemos vuelto a recuperar todo aquello que habíamos perdido en días, años y aun decenas de años de extravío en el pecado; que cada domingo, mejor en cada misa, nosotros tenemos el enorme privilegio de poder sentarnos con Él a su mesa, con los apóstoles, y podemos escuchar su palabra y estar ofreciendo su sacrificio al Padre como lo estuvieron María, las mujeres y Juan al pie de la cruz, que nos ha hecho su presencia en el mundo. Entremos a fondo en las riquezas de la fe, que todavía podemos hacerlo mejor.
La misa de cada domingo tiene como primera misión la de reavivar la fe en esa cercanía, más aún presencia, de Jesús en nuestra alma. Deseemos vivirla a fondo, ver en el otro a Jesús. Caminemos a fondo este camino de la fe. Nuestra vida cambiará, tiene que cambiar. La luz y la alegría del Reino nos inundarán....
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