Lecturas: Is 62,1-5; S 95,1-3.7-10; 1Cor 12,4-11; Jn 2,1-12
“La Madre de Jesús estaba allí”
P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
Es curioso que para este segundo domingo del tiempo ordinario. en sus tres ciclos la liturgia toma el texto de Juan para el evangelio. Parece indicar que ahí hay algo importante para entender bien lo que sigue de la vida pública de Jesús, palabras, milagros y misión, con sus consecuencias para nuestro modo de vivir la fe.
El Catecismo de la Iglesia dice de este milagro de Caná que “la Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo” (CIC 1613). Es también claro que la conversión de aquel agua en un vino de primera calidad, que sirvió para salir de un problema, mantener la alegría de la fiesta y comenzar de la mejor manera aquella nueva familia, es un símbolo del sacramento de la Eucaristía.
En la Iglesia primitiva este misterio se celebraba junto a los de la epifanía y bautismo de Jesús. Se le llamaba domingo de la manifestación de Jesús (a paganos, al pueblo entero de Israel y a los discípulos). Distinguía así grados en las manifestaciones a magos, pueblo judío en general y discípulos.
La narración destaca el protagonismo de María. María se desenvuelve en la casa con soltura. Eran probablemente familiares El texto nota que fueron también otros parientes de Jesús (“hermanos” dice el pasaje). Ella es la que se da cuenta de que falta el vino y se preocupa por ello. Ella se lo manifiesta a su hijo. Ella advierte a los criados discretamente. Y con ella va Jesús luego a Cafarnaúm..
Del milagro cabe destacar en primer lugar la sencillez en su realización. Es detalle normal en los milagros de Jesús y en la Iglesia. Un director de cine pondría al demiurgo de pie, rodeado de gente, las tinajas en medio, el agua derramada con teatralidad, las manos del demiurgo que se levantan hacia el cielo, una oración en alta voz, la mano o un dedo que se introduce, una vibración del líquido, una onda que se produce y remueve todo el agua, el color va cambiando hasta adquirir la tonalidad roja, la solemne invitación al maestresala, sus gestos de admiración… En Jesús, en Caná nada de eso. Los milagros en la Iglesia no son así. Una estampa en la herida o en el miembro basta, una oración de una o varias personas… y luego aparece el enfermo curado no se sabe cómo, ni cuál ha sido el proceso, ni cómo ni cuándo comenzó ni terminó. No esperen espectáculos en los milagros en la Iglesia. Simplemente es lo del ciego. “Fuí, me lavé y veo” (Jn .9,12).
Todo milagro es signo de que Dios está con Jesús, más aún de que Jesús es Dios; pues como llegaron a manifestar algunos de sus contemporáneos: “Si hago obras de Dios, crean a las obras” (Jn 10,38). Sólo con el signo de un milagro como confirmación, obtenido por la intercesión de una persona cuyas virtudes heroicas se hayan demostrado, la Iglesia declara a una persona beata o santa.
Pero además (y especialmente San Juan piensa así), los milagros de Jesús son signos de otra realidad espiritual. La multiplicación de los panes y peces, además de ser signo de la divinidad de Jesús, es símbolo de la eucaristía, y la curación del ciego y la resurrección de Lázaro son signos de que Jesús es la luz y la vida. También aquí la conversión del agua en vino es claro signo de la Eucaristía.
Pero hay más. Los exegetas (especialistas en la Biblia) relacionan esta perícopa mariana con la del Calvario. Recuerdan que en el A.T. Dios dice haberse desposado con su pueblo Israel (Is 54,4; Os 2,16-25). El Israel del antiguo testamento simboliza y se realiza en el nuevo con el desposorio de Cristo con su Iglesia (Jn 3,28; Mt 9,15; 25, 1-13; Ef 5,22-33). En la cena y en la cruz, con el vino de su sangre Cristo se ha desposado con su Iglesia, a la cual da su amor y su vida. Esa relación esponsalicia, su alegría y sus promesas se verán culminadas y realizadas en el banquete nupcial del Hijo en la eternidad (Mt 22,1-14). La esposa viene a la existencia del costado del nuevo Adán dormido en la cruz, el nuevo árbol de la vida, abierto el costado del que manan agua y sangre, los símbolos del bautismo y la eucaristía. María, la Madre, estuvo allí con una función particularmente importante. Es la Mujer, la Madre, que recoge y acoge a todos los discípulos, desde entonces hermanos de su Primogénito. Ella vigilará para que a ningún invitado le falte el vino, para que la alegría no decaiga, para que a medida que pasa el tiempo los invitados, los fieles que acuden, puedan disfrutar de dones sobrenaturales más preciosos.
“Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”. A la delicada petición de la madre, Jesús –igual que a los doce años– responde que no se meta en la forma de realizar su misión, que es un mandato del Padre. No es el momento, no es todavía “su hora”, la hora del poder de su palabra y sus milagros, que culminará en la cruz, resurrección, ascensión y entronización en los cielos. La circunstancia prevista era la próxima Pascua en Jerusalén, en que Jesús –dice Juan– hizo muchos milagros (v. Jn 2,23).. Sin embargo María sabe que, pese a eso y respetando plenamente la voluntad del Padre, siempre hay lugar para la misericordia y la benevolencia en el corazón de aquel Padre, que se rinde a la oración humilde y confiada y se arrepiente de sus amenazas si el pecador se arrepiente. Nos recuerda la rebaja en las exigencias a Abrahán cuando le anuncia que destruirá a Sodoma y Gomorra (v. Ge 18) y la misión de Jonás. La confianza humilde y la petición de la Madre han conmovido el corazón del Padre, que hace la excepción que no altera la regla y la incluye en su obra salvadora: “Hagan lo que Él les diga. Llenen de agua las tinajas. Las llenaron hasta arriba. El mayordomo probó”. Es algo extraño. “Hasta ahora guardaste el vino bueno”.
El evangelio de Juan culmina el esfuerzo conjunto de los evangelios. Juan no pretende completar detalles de los tres sinópticos. Escribe para la Iglesia. Es la Iglesia que desde que recibió el Espíritu Santo va creciendo en el conocimiento del misterio de Cristo y de sí misma. Al final del siglo I, habiendo sido acompañado por la Madre en el profundizar de la fe de la Iglesia, el discípulo amado, que ha sabido resumir su respuesta a Jesús en el amor, se da cuenta de que él mismo en la vida que recibiera de Cristo y plenificándose con una gracia tras otra (Jn 1,16) ha captado que María, tras haber sido recibida por el discípulo entre lo más querido, ha sido aceptado como hijo por la Madre. Esta compañía de la Madre y su devoción hacia ella le han llevado a entrar más a fondo en el misterio del amor del Hijo por la humanidad, en la riqueza creciente de sus dones, en el aprecio y gusto por el mejor vino.
Todos somos discípulos amados de Jesús, todos somos más que invitados por el esposo y cabeza de la Iglesia, la ayuda maternal de María a todos se nos ofrece el mejor vino de la eucaristía y de los goces del Espíritu. “La Madre estaba allí”. Acojamos sus palabras: “Hagan lo que Él les diga”.
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