Lecturas: Hch 3,13-15.17-19; S.4; 1Jn 2,1-5; Lc 24,35-48
Ya comentamos este precioso evangelio con detalle hace tres años. También les hice notar el domingo pasado que a Cristo resucitado se le experimenta preferentemente en la Iglesia. Cuando lean personalmente el texto de las apariciones, tengan en cuenta esta idea para interpretarlo bien.
También hoy se nos habla de la Iglesia. Los dos discípulos salen tristes de Jerusalén. Jerusalén simboliza a la Iglesia, que es la nueva Jerusalén. No creen y abandonan la Iglesia, la compañía de los demás discípulos. El buen Pastor va en su busca, hace por ser reconocido y, cuando lo reconocen y creen, vuelven a Jerusalén, a la Iglesia. En Jerusalén escuchan el testimonio de los demás y dan el suyo propio. La experiencia de Cristo resucitado los ha conducido a la Iglesia. Hoy me extenderé en explicar más ampliamente la unión de Cristo con su Iglesia.
Los doce apóstoles son el embrión de la Iglesia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública, antes de comenzar a predicar y hacer milagros, es reunir discípulos. Fueron los primeros entre los primeros Juan el evangelista y Andrés el hermano de Simón Pedro. Lo cuenta el mismo Juan. Eran discípulos del Bautista. Jesús, después del bautismo y su período de oración y ayuno, regresa para volver a Galilea. Pasa necesariamente por donde Juan bautiza y Juan da testimonio, aunque oscuro, de la mesianidad de Jesús. Al día siguiente vuelve a pasar y Juan vuelve a dar testimonio. Es entonces cuando dos de sus discípulos, Juan y Andrés, se levantan y se ponen a caminar siguiendo a Jesús. Tras un rato Jesús se voltea, les habla, le responden, les invita y se quedan ya con Él. Juan no olvidará la hora exacta de aquel encuentro, que cambió su vida del todo: la hora décima en su cómputo, las cuatro de la tarde en el nuestro. Al día siguiente encuentra Andrés a Simón Pedro, su hermano, luego a Felipe, más tarde a Natanael. Después se añaden otros. Hasta que una mañana, después de haberse retirado a un monte para orar durante la noche, selecciona a doce que le acompañen continuamente, vean todo lo que hace, escuchen todo lo que dice, complete sus enseñanzas públicas con explicaciones especiales y les transmita su misión universal y sus poderes. Ellos la continuarán y completarán y para ello les dará su poder, su Espíritu y su asistencia presencial.
Hacia la mitad de su vida pública ocurre un cambio significativo. Jesús a partir de entonces tendrá menos actividad entre las masas y va a dedicar más tiempo al trato personal con aquellos doce. En el texto evangélico se aprecia el cambio a partir del suceso de Cesarea de Felipe. Al contestar a Pedro por su magnífica respuesta a la pregunta sobre quién era Él, cambia el nombre a Simón por el de Pedro, “piedra” o “roca firme”, fundamento seguro para un edificio: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Empieza a verse que Jesús quiere fundar una iglesia.
La palabra “iglesia” tiene su origen en el griego. Significa “convocatoria” o “llamada”. La traducción griega de la Biblia, hecha por sabios hebreos, llama “iglesia” al pueblo hebreo reunido en asamblea para un acto religioso, como la recepción de la Ley en el Sinaí o un acto de culto. Quiere significar que aquel pueblo ha sido convocado, reunido por Dios.
El proceso decisivo de la formación de un “pueblo de Dios” se inicia con la elección de Abraham. El Antiguo Testamento es un anuncio profético del Nuevo. Lo anunciado se realiza ahora. El nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia. Se ha formado atravesando el agua del mar Rojo, es decir con el agua del bautismo, y va caminando por el desierto de la vida alimentado con el maná de la Eucaristía y llevado por la presencia de Cristo, elevado sobre la cruz, cuya mirada nos cura de la enfermedad del pecado.
Esta Iglesia de Cristo tiene la estructura, la misión y el poder que Cristo le ha dado. Cristo ha querido que la suprema autoridad la tuviera Pedro, como está indicado en el término “fundamento” y en lo que sigue: “a ti te daré las llaves del reino de los cielos y lo que atares en la tierra será atado en el cielo y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16,19). A él mandó “confirmar a sus hermanos en la fe”, aun previendo los pecados de sus negaciones (v. Lc 22,32-34). A él otorgó su autoridad sobre su entero rebaño tras la resurrección en la aparición en la playa del mar de Galilea: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Por eso Pedro, como ahora su sucesor el Papa, tras la ascensión de Jesús al cielo, dirige la Iglesia sin discusión de nadie.
Esta Iglesia tiene la misión y el poder de Cristo, que le dijo: “Como el Padre me ha enviado, así los envío Yo. Vayan por todo el mundo, prediquen el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará” (Jn 20,21; Mc 16,15-16). Esta Iglesia es la presencia hoy de Cristo en el mundo para la salvación del pecado de todos los hombres y para que alcancen la vida eterna.
Por eso, como Cristo perdona, la Iglesia con su poder perdona. Como Cristo se dio como alimento a sus discípulos, la Iglesia alimenta con el cuerpo de Cristo a los cristianos. Como Cristo, siendo la verdad, se la dio al pueblo que la buscaba, la Iglesia con la misma seguridad de Cristo la da hoy a los humildes que la buscan. Porque, como su Maestro, puede decir: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
A esta Iglesia la compara Jesús a una vid con sus sarmientos. Del tronco de la vid reciben vida los sarmientos y así pueden dar frutos. Jesús resucitado es el tronco de esta vid, de Él fluye la vida divina (la gracia santificante, que hace santos e hijos de Dios) a los sarmientos, que somos cada uno de nosotros desde que fuimos unidos, injertados en Él por el bautismo; en el bautismo se nos inoculó la vida sobrenatural de Jesús resucitado, por la que somos hijos de Dios.
Otra comparación, que usa San Pablo, es la de la Iglesia cuerpo de Cristo. En tiempo de Pablo se pensaba que de la cabeza fluía la vida al resto del cuerpo. Cristo es la cabeza de la Iglesia y de Él viene la vida a cada uno de nosotros, sus miembros. Esta vida es la presencia del Espíritu, que transforma nuestras almas con sus virtudes sobrenaturales y sus dones. El Espíritu, que obra de forma diferente en cada miembro según su propia función, está presente y actúa en cada uno. El miembro debe estar unido al cuerpo para vivir y obrar. Cada uno de nosotros debe esforzarse por estar muy unido con la Iglesia para participar intensamente de su vida y poder. Esta unión con la Iglesia se favorece el esfuerzo constante por alcanzar la santidad, que incluye la oración, la participación en los sacramentos, el compromiso en sus obras apostólicas, el estudio de la doctrina, el testimonio social...
De todo lo anterior fluye que en nuestra actitud respecto a la Iglesia debe estar el considerarla como algo nuestro, mío, no ajeno; me toca, me concierne. Debemos vivir intensamente nuestra pertenencia a ella. Debo estar inclinado a creerla y escucharla. Me deben alegrar sus triunfos, me deben entristecer sus fracasos, los pecados de sus miembros, sus problemas. Debemos de aprender a reconocer sus errores y también a defenderla frente a la mentira, la ignorancia y el odio de bastantes. Debemos orar por nuestros pastores; en la misa se pide en la oración universal y en la oración eucarística. Debemos pedir a Dios por su obra apostólica y misionera, ofrecer sacrificios por ella y contribuir con nuestras limosnas. Debemos informarnos de su labor (nuestros medios de comunicación nos informan en general poco y más bien de lo malo, como lo hacen también, es verdad, con otras personas e instituciones). Debemos conocer su historia y sus santos. Seamos testigos y hablemos como tales. Quien ama a Jesucristo, ama a su Iglesia.
También hoy se nos habla de la Iglesia. Los dos discípulos salen tristes de Jerusalén. Jerusalén simboliza a la Iglesia, que es la nueva Jerusalén. No creen y abandonan la Iglesia, la compañía de los demás discípulos. El buen Pastor va en su busca, hace por ser reconocido y, cuando lo reconocen y creen, vuelven a Jerusalén, a la Iglesia. En Jerusalén escuchan el testimonio de los demás y dan el suyo propio. La experiencia de Cristo resucitado los ha conducido a la Iglesia. Hoy me extenderé en explicar más ampliamente la unión de Cristo con su Iglesia.
Los doce apóstoles son el embrión de la Iglesia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública, antes de comenzar a predicar y hacer milagros, es reunir discípulos. Fueron los primeros entre los primeros Juan el evangelista y Andrés el hermano de Simón Pedro. Lo cuenta el mismo Juan. Eran discípulos del Bautista. Jesús, después del bautismo y su período de oración y ayuno, regresa para volver a Galilea. Pasa necesariamente por donde Juan bautiza y Juan da testimonio, aunque oscuro, de la mesianidad de Jesús. Al día siguiente vuelve a pasar y Juan vuelve a dar testimonio. Es entonces cuando dos de sus discípulos, Juan y Andrés, se levantan y se ponen a caminar siguiendo a Jesús. Tras un rato Jesús se voltea, les habla, le responden, les invita y se quedan ya con Él. Juan no olvidará la hora exacta de aquel encuentro, que cambió su vida del todo: la hora décima en su cómputo, las cuatro de la tarde en el nuestro. Al día siguiente encuentra Andrés a Simón Pedro, su hermano, luego a Felipe, más tarde a Natanael. Después se añaden otros. Hasta que una mañana, después de haberse retirado a un monte para orar durante la noche, selecciona a doce que le acompañen continuamente, vean todo lo que hace, escuchen todo lo que dice, complete sus enseñanzas públicas con explicaciones especiales y les transmita su misión universal y sus poderes. Ellos la continuarán y completarán y para ello les dará su poder, su Espíritu y su asistencia presencial.
Hacia la mitad de su vida pública ocurre un cambio significativo. Jesús a partir de entonces tendrá menos actividad entre las masas y va a dedicar más tiempo al trato personal con aquellos doce. En el texto evangélico se aprecia el cambio a partir del suceso de Cesarea de Felipe. Al contestar a Pedro por su magnífica respuesta a la pregunta sobre quién era Él, cambia el nombre a Simón por el de Pedro, “piedra” o “roca firme”, fundamento seguro para un edificio: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Empieza a verse que Jesús quiere fundar una iglesia.
La palabra “iglesia” tiene su origen en el griego. Significa “convocatoria” o “llamada”. La traducción griega de la Biblia, hecha por sabios hebreos, llama “iglesia” al pueblo hebreo reunido en asamblea para un acto religioso, como la recepción de la Ley en el Sinaí o un acto de culto. Quiere significar que aquel pueblo ha sido convocado, reunido por Dios.
El proceso decisivo de la formación de un “pueblo de Dios” se inicia con la elección de Abraham. El Antiguo Testamento es un anuncio profético del Nuevo. Lo anunciado se realiza ahora. El nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia. Se ha formado atravesando el agua del mar Rojo, es decir con el agua del bautismo, y va caminando por el desierto de la vida alimentado con el maná de la Eucaristía y llevado por la presencia de Cristo, elevado sobre la cruz, cuya mirada nos cura de la enfermedad del pecado.
Esta Iglesia de Cristo tiene la estructura, la misión y el poder que Cristo le ha dado. Cristo ha querido que la suprema autoridad la tuviera Pedro, como está indicado en el término “fundamento” y en lo que sigue: “a ti te daré las llaves del reino de los cielos y lo que atares en la tierra será atado en el cielo y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16,19). A él mandó “confirmar a sus hermanos en la fe”, aun previendo los pecados de sus negaciones (v. Lc 22,32-34). A él otorgó su autoridad sobre su entero rebaño tras la resurrección en la aparición en la playa del mar de Galilea: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Por eso Pedro, como ahora su sucesor el Papa, tras la ascensión de Jesús al cielo, dirige la Iglesia sin discusión de nadie.
Esta Iglesia tiene la misión y el poder de Cristo, que le dijo: “Como el Padre me ha enviado, así los envío Yo. Vayan por todo el mundo, prediquen el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará” (Jn 20,21; Mc 16,15-16). Esta Iglesia es la presencia hoy de Cristo en el mundo para la salvación del pecado de todos los hombres y para que alcancen la vida eterna.
Por eso, como Cristo perdona, la Iglesia con su poder perdona. Como Cristo se dio como alimento a sus discípulos, la Iglesia alimenta con el cuerpo de Cristo a los cristianos. Como Cristo, siendo la verdad, se la dio al pueblo que la buscaba, la Iglesia con la misma seguridad de Cristo la da hoy a los humildes que la buscan. Porque, como su Maestro, puede decir: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
A esta Iglesia la compara Jesús a una vid con sus sarmientos. Del tronco de la vid reciben vida los sarmientos y así pueden dar frutos. Jesús resucitado es el tronco de esta vid, de Él fluye la vida divina (la gracia santificante, que hace santos e hijos de Dios) a los sarmientos, que somos cada uno de nosotros desde que fuimos unidos, injertados en Él por el bautismo; en el bautismo se nos inoculó la vida sobrenatural de Jesús resucitado, por la que somos hijos de Dios.
Otra comparación, que usa San Pablo, es la de la Iglesia cuerpo de Cristo. En tiempo de Pablo se pensaba que de la cabeza fluía la vida al resto del cuerpo. Cristo es la cabeza de la Iglesia y de Él viene la vida a cada uno de nosotros, sus miembros. Esta vida es la presencia del Espíritu, que transforma nuestras almas con sus virtudes sobrenaturales y sus dones. El Espíritu, que obra de forma diferente en cada miembro según su propia función, está presente y actúa en cada uno. El miembro debe estar unido al cuerpo para vivir y obrar. Cada uno de nosotros debe esforzarse por estar muy unido con la Iglesia para participar intensamente de su vida y poder. Esta unión con la Iglesia se favorece el esfuerzo constante por alcanzar la santidad, que incluye la oración, la participación en los sacramentos, el compromiso en sus obras apostólicas, el estudio de la doctrina, el testimonio social...
De todo lo anterior fluye que en nuestra actitud respecto a la Iglesia debe estar el considerarla como algo nuestro, mío, no ajeno; me toca, me concierne. Debemos vivir intensamente nuestra pertenencia a ella. Debo estar inclinado a creerla y escucharla. Me deben alegrar sus triunfos, me deben entristecer sus fracasos, los pecados de sus miembros, sus problemas. Debemos de aprender a reconocer sus errores y también a defenderla frente a la mentira, la ignorancia y el odio de bastantes. Debemos orar por nuestros pastores; en la misa se pide en la oración universal y en la oración eucarística. Debemos pedir a Dios por su obra apostólica y misionera, ofrecer sacrificios por ella y contribuir con nuestras limosnas. Debemos informarnos de su labor (nuestros medios de comunicación nos informan en general poco y más bien de lo malo, como lo hacen también, es verdad, con otras personas e instituciones). Debemos conocer su historia y sus santos. Seamos testigos y hablemos como tales. Quien ama a Jesucristo, ama a su Iglesia.
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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