P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Ex 20,1-17; S. 18; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25
El hecho, que nos narra Juan en este evangelio, contado con tanta precisión más de 60 años después de haber sucedido y repitiendo, contra su costumbre, un suceso narrado ya por los sinópticos, ya indica que Juan ve en él algo especial.
Además Juan expresamente destaca varias veces que Jesús obra con conciencia clara de su mesianidad y de su filiación divina. Obra con autoridad, como dueño del Templo, del que habla como “la casa de mi Padre”, que los judíos entienden como decirse igual a Dios (Jn 5,18). Juan recuerda que Jesús vive entonces el espíritu del Mesías en la cruz, su hora suprema, predicho en el salmo 69,10: “Me devora el celo por tu templo y las afrentas con que te afrentan, caen sobre mí”.
La autoridad que le exigen tener, recuerda la del Mesías en la profecía de Malaquías 3,1-5: “Mirad, yo envío mi mensajero a prepararme el camino. De pronto vendrá a su Templo el Señor que buscan, el ángel de la alianza que desean; mírenlo, que entra –dice el Señor Todopoderoso. ¿Quién resistirá cuando Él llegue? ¿Qué quedará en pie cuando aparezca? ... Les llamaré a juicio, seré testigo drástico contra hechiceros, adúlteros, los que juran en falso, los que estafan al jornalero, a la viuda y al huérfano, los que agravian al inmigrante sin ningún temor de mí”.
Tampoco los discípulos captaron entonces el significado; sólo pudieron descifrarlo después de la resurrección y probablemente tras haber recibido ya con plenitud el Espíritu en Pentecostés.
Y por fin Juan confirma la conciencia clara de su divinidad, que tiene Jesús en estos momentos, en la nota sobre el conocimiento del interior de la conciencia de la gente: “los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque Él sabía lo que hay dentro de cada hombre”. Según la Biblia afirma varias veces, solo Dios puede conocer el interior del corazón del hombre: “El corazón ... ¿quién lo conoce?. Yo, el Señor, para dar a cada uno según sus obras” (Jer 17,95; cfr. 1S 16,7; 1Re 8,39; S. 32,15). La conclusión es clara: Jesús conocía lo que pensaban, porque era Dios.
Jesús obró muy consciente de su propia divinidad y de la importancia de lo que hacía. Para nosotros el hecho tiene un significado especialmente profundo. El Templo era el lugar central de la religión judía. Dios habitaba en aquel templo. Desde él miraba y protegía al pueblo de Israel, porque era su pueblo, el elegido entre todos los pueblos. Con él había pactado una alianza y le había dado su ley. Allí estaba presente, allí escuchaba las peticiones y aceptaba los sacrificios que se le ofrecían. Aquel Templo era el orgullo de Israel y la admiración de otros pueblos por su tamaño y magnificencia, por las riquezas que guardaba, fruto de las contribuciones de los creyentes, y por el esplendor de su culto. En las grandes fiestas como la de Pascua llegaban a Jerusalén judíos de todo el mundo, de los lugares más alejados. El relato de la pasión nos habla de Simón de Cirene, radicado a unos 2.000 Km., en el actual Túnez. El viaje costaba meses y mucha plata. No importaba; se iba.
El texto de la Alianza, que Israel tenía con Dios, lo hemos escuchado. Responde en la forma a los tratados internacionales hititas de vasallaje, en que un pueblo se somete a los hititas a cambio de su protección frente a enemigos más fuertes: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”. Y luego vienen las estipulaciones o compromisos que en respuesta agradecida acepta Israel. El texto se escribió en piedra, como se hacía, y se depositaba en el santuario del dios, en nuestro caso el Señor que los sacó de Egipto y en el Arca de la Alianza, y se leía pública y regularmente. Era una ley “perfecta, descanso del alma, recta, alegría del corazón preciosa como el oro, más dulce que la miel”. Así lo cantaban, como hemos escuchado. Pero carecía de la fuerza necesaria para su cumplimiento. Israel no la observó. San Pablo trata de explicarlo en la carta a los Romanos. El hecho es que, conociendo el bien, aquel pueblo hizo el mal. “No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo. No hay un sensato, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron. No hay quien obre el bien, no hay siquiera uno” (Ro 3,10-12; S. 14, 1-3).
Cuando Jesús, probablemente al principio de su vida pública, tras el primer contacto con Galilea, del que ya hemos hablado, entra en el templo de su Padre y se encuentra con la suciedad y el negocio, su espíritu se rebela: ¿Qué significa su Padre allí? Se llena de ira, hace un látigo y los echa a todos sin que nadie se atreva a enfrentarse. “El celo de tu casa me devora”(S. 69,10). “No habrá más comerciante en la casa del Señor todopoderoso el día aquel” (Zac 14,21).
Todo esto tiene significado. Pocos días después responderá Jesús a la mujer samaritana que ni en el templo de los samaritanos en el monte Garizím ni en Jerusalén se va a adorar más al Señor, porque los verdaderos adoradores “en Espíritu y en verdad”, que son los que se necesitan, son otros (Jn 4,23). En la respuesta a los judíos Jesús se refiere a la destrucción de su cuerpo, a la muerte en la cruz, y a su resurrección a los tres días. En el momento de la muerte el velo del Templo de Jerusalén se rasgó de arriba abajo (Mt 27,51). Ahora se abre su Corazón. Acabó el culto antiguo. Comienza el nuevo, el del Espíritu, el del Amor y la Verdad. Ya había hablado también de “su Iglesia” construida sobre roca y en la cual permanecerá vivo hasta el fin de los tiempos (Mt 28,18). Esa Iglesia es el cuerpo de Cristo, edificada con piedras vivas, que junta a los dos pueblos en uno, que es la morada del Espíritu Santo y de la cual el Mismo Jesús es la cabeza y fuente de vida, de la que la vida procede y llega hasta los miembros, haciéndolos un pueblo nuevo, sacerdotal, de hijos de Dios, que invocan al Señor Abbá, Padre (1P 5-8; Ro 8,14s). Esta Iglesia conserva todo lo bueno de la antigua ley (“no he venido a destruir la ley sino a darle su cumplimiento” –Mt 5,17–) e incorpora el Espíritu.
Este es el nuevo templo, Jesús, donde ahora Dios está presente; que asimismo está también presente en cada uno de sus miembros, en donde actúa y desde don ofrece sacrificios y ofrendas puros al Padre (Jn 1,14; 12,45; 14,10s; 15; Ro 8,19-23; Ef 1,10).
Este es el cambio revolucionario que el orden de la salvación ha realizado el Padre por su Hijo Jesucristo. Esto es lo que debemos esforzarnos en revivir en esta Cuaresma y en la Pascua. Cristo, y Cristo con las señales de la pasión, está vivo en medio de nosotros. Nuestra comunicación con Cristo debe ser algo normal. El justo vive de la fe. Éste es el modo de vivir normal del cristiano. Cierto que es una gracia. Pidámosla continuamente. Insistamos como aquél: “Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad”.
La misa es una buena oportunidad para ello. Cuando entramos en la iglesia, tomemos conciencia de que entramos en la casa de Dios y de que Jesús está realmente en el Sagrario. Tomemos conciencia de que, estando Jesús cuando están reunidos dos o tres creyentes, con cuánta razón creemos que Jesús está presente entre nosotros. Él preside nuestra oración, Él nos dirige la palabra, Él ofrece al Padre su muerte y resurrección por todos los hombres y con Él ofrecemos nuestros sacrificios. Él se nos da como alimento. Él nos manda a ser testigos suyos y estará presente en el prójimo, sobre todo si es necesitado.
La Cuaresma y la Pascua son un tiempo de gracia para adelantar en este camino. No dudemos en hacerlo, que como a tantos el Señor nos acompaña.
El hecho, que nos narra Juan en este evangelio, contado con tanta precisión más de 60 años después de haber sucedido y repitiendo, contra su costumbre, un suceso narrado ya por los sinópticos, ya indica que Juan ve en él algo especial.
Además Juan expresamente destaca varias veces que Jesús obra con conciencia clara de su mesianidad y de su filiación divina. Obra con autoridad, como dueño del Templo, del que habla como “la casa de mi Padre”, que los judíos entienden como decirse igual a Dios (Jn 5,18). Juan recuerda que Jesús vive entonces el espíritu del Mesías en la cruz, su hora suprema, predicho en el salmo 69,10: “Me devora el celo por tu templo y las afrentas con que te afrentan, caen sobre mí”.
La autoridad que le exigen tener, recuerda la del Mesías en la profecía de Malaquías 3,1-5: “Mirad, yo envío mi mensajero a prepararme el camino. De pronto vendrá a su Templo el Señor que buscan, el ángel de la alianza que desean; mírenlo, que entra –dice el Señor Todopoderoso. ¿Quién resistirá cuando Él llegue? ¿Qué quedará en pie cuando aparezca? ... Les llamaré a juicio, seré testigo drástico contra hechiceros, adúlteros, los que juran en falso, los que estafan al jornalero, a la viuda y al huérfano, los que agravian al inmigrante sin ningún temor de mí”.
Tampoco los discípulos captaron entonces el significado; sólo pudieron descifrarlo después de la resurrección y probablemente tras haber recibido ya con plenitud el Espíritu en Pentecostés.
Y por fin Juan confirma la conciencia clara de su divinidad, que tiene Jesús en estos momentos, en la nota sobre el conocimiento del interior de la conciencia de la gente: “los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque Él sabía lo que hay dentro de cada hombre”. Según la Biblia afirma varias veces, solo Dios puede conocer el interior del corazón del hombre: “El corazón ... ¿quién lo conoce?. Yo, el Señor, para dar a cada uno según sus obras” (Jer 17,95; cfr. 1S 16,7; 1Re 8,39; S. 32,15). La conclusión es clara: Jesús conocía lo que pensaban, porque era Dios.
Jesús obró muy consciente de su propia divinidad y de la importancia de lo que hacía. Para nosotros el hecho tiene un significado especialmente profundo. El Templo era el lugar central de la religión judía. Dios habitaba en aquel templo. Desde él miraba y protegía al pueblo de Israel, porque era su pueblo, el elegido entre todos los pueblos. Con él había pactado una alianza y le había dado su ley. Allí estaba presente, allí escuchaba las peticiones y aceptaba los sacrificios que se le ofrecían. Aquel Templo era el orgullo de Israel y la admiración de otros pueblos por su tamaño y magnificencia, por las riquezas que guardaba, fruto de las contribuciones de los creyentes, y por el esplendor de su culto. En las grandes fiestas como la de Pascua llegaban a Jerusalén judíos de todo el mundo, de los lugares más alejados. El relato de la pasión nos habla de Simón de Cirene, radicado a unos 2.000 Km., en el actual Túnez. El viaje costaba meses y mucha plata. No importaba; se iba.
El texto de la Alianza, que Israel tenía con Dios, lo hemos escuchado. Responde en la forma a los tratados internacionales hititas de vasallaje, en que un pueblo se somete a los hititas a cambio de su protección frente a enemigos más fuertes: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”. Y luego vienen las estipulaciones o compromisos que en respuesta agradecida acepta Israel. El texto se escribió en piedra, como se hacía, y se depositaba en el santuario del dios, en nuestro caso el Señor que los sacó de Egipto y en el Arca de la Alianza, y se leía pública y regularmente. Era una ley “perfecta, descanso del alma, recta, alegría del corazón preciosa como el oro, más dulce que la miel”. Así lo cantaban, como hemos escuchado. Pero carecía de la fuerza necesaria para su cumplimiento. Israel no la observó. San Pablo trata de explicarlo en la carta a los Romanos. El hecho es que, conociendo el bien, aquel pueblo hizo el mal. “No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo. No hay un sensato, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron. No hay quien obre el bien, no hay siquiera uno” (Ro 3,10-12; S. 14, 1-3).
Cuando Jesús, probablemente al principio de su vida pública, tras el primer contacto con Galilea, del que ya hemos hablado, entra en el templo de su Padre y se encuentra con la suciedad y el negocio, su espíritu se rebela: ¿Qué significa su Padre allí? Se llena de ira, hace un látigo y los echa a todos sin que nadie se atreva a enfrentarse. “El celo de tu casa me devora”(S. 69,10). “No habrá más comerciante en la casa del Señor todopoderoso el día aquel” (Zac 14,21).
Todo esto tiene significado. Pocos días después responderá Jesús a la mujer samaritana que ni en el templo de los samaritanos en el monte Garizím ni en Jerusalén se va a adorar más al Señor, porque los verdaderos adoradores “en Espíritu y en verdad”, que son los que se necesitan, son otros (Jn 4,23). En la respuesta a los judíos Jesús se refiere a la destrucción de su cuerpo, a la muerte en la cruz, y a su resurrección a los tres días. En el momento de la muerte el velo del Templo de Jerusalén se rasgó de arriba abajo (Mt 27,51). Ahora se abre su Corazón. Acabó el culto antiguo. Comienza el nuevo, el del Espíritu, el del Amor y la Verdad. Ya había hablado también de “su Iglesia” construida sobre roca y en la cual permanecerá vivo hasta el fin de los tiempos (Mt 28,18). Esa Iglesia es el cuerpo de Cristo, edificada con piedras vivas, que junta a los dos pueblos en uno, que es la morada del Espíritu Santo y de la cual el Mismo Jesús es la cabeza y fuente de vida, de la que la vida procede y llega hasta los miembros, haciéndolos un pueblo nuevo, sacerdotal, de hijos de Dios, que invocan al Señor Abbá, Padre (1P 5-8; Ro 8,14s). Esta Iglesia conserva todo lo bueno de la antigua ley (“no he venido a destruir la ley sino a darle su cumplimiento” –Mt 5,17–) e incorpora el Espíritu.
Este es el nuevo templo, Jesús, donde ahora Dios está presente; que asimismo está también presente en cada uno de sus miembros, en donde actúa y desde don ofrece sacrificios y ofrendas puros al Padre (Jn 1,14; 12,45; 14,10s; 15; Ro 8,19-23; Ef 1,10).
Este es el cambio revolucionario que el orden de la salvación ha realizado el Padre por su Hijo Jesucristo. Esto es lo que debemos esforzarnos en revivir en esta Cuaresma y en la Pascua. Cristo, y Cristo con las señales de la pasión, está vivo en medio de nosotros. Nuestra comunicación con Cristo debe ser algo normal. El justo vive de la fe. Éste es el modo de vivir normal del cristiano. Cierto que es una gracia. Pidámosla continuamente. Insistamos como aquél: “Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad”.
La misa es una buena oportunidad para ello. Cuando entramos en la iglesia, tomemos conciencia de que entramos en la casa de Dios y de que Jesús está realmente en el Sagrario. Tomemos conciencia de que, estando Jesús cuando están reunidos dos o tres creyentes, con cuánta razón creemos que Jesús está presente entre nosotros. Él preside nuestra oración, Él nos dirige la palabra, Él ofrece al Padre su muerte y resurrección por todos los hombres y con Él ofrecemos nuestros sacrificios. Él se nos da como alimento. Él nos manda a ser testigos suyos y estará presente en el prójimo, sobre todo si es necesitado.
La Cuaresma y la Pascua son un tiempo de gracia para adelantar en este camino. No dudemos en hacerlo, que como a tantos el Señor nos acompaña.
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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