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Acabamos de comenzar la Cuaresma. Tiempo de gracia, también de reconocimiento de favores y gracias, y de penitencia humilde de los pecados. Tiempo de renuncia, de esfuerzo y de lucha.
Como hemos escuchado en las dos primeras lecturas el hombre ha pecado desde el principio. Apenas creado, recibió el aliento de vida. Este aliento de vida no se limitó a la vida humana natural. Recibió además la participación de la vida divina, con la que Dios le elevó a formar parte, digamos, de su familia, para que viviera en su compañía en este mundo y más tarde, por haber permanecido fiel, durante toda la eternidad.
Sin embargo el hombre perseveró poco en esta situación. Era el hombre recién creado y diseñado a imagen y semejanza de Dios. El Creador le había hecho dueño de todo y con el hombre paseaba Dios todas las tardes en el jardín del Edén. Y allí la serpiente entró y tentó. Pecó la mujer; pecó el hombre. “No morirán” –prometió el Demonio–; pero la muerte entró en el mundo y alcanzó a todos los hombres. “Por un solo hombre (Adán) entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte; y la muerte se propagó a todos los hombres”
Sin embargo Dios no se rindió y prosiguió en su decisión de hacer del hombre su hijo. “Porque Dios amó al mundo de tal manera que entregó a su Hijo Unigénito para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 1,16). “En resumen: si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos recibirán la salvación”.
Los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas que van como paralelos) subrayan que Jesús fue al desierto “conducido por el Espíritu”; “lleno”, subraya Lucas. Lleno del Espíritu se retira Jesús al desierto durante cuarenta días para orar y ayunar, iniciando así su misión. Hablamos el domingo pasado de la necesidad de la gracia, que es la acción del Espíritu en nuestra alma para obrar la salvación. La acción del Espíritu impulsa a invocar a Dios con la oración y así alcanzar de su misericordia la gracia, que es siempre necesaria para el comienzo de la conversión y luego para la perseverancia y el progreso en las virtudes. Nos lo dice así la revelación: “es Dios quien obra en nosotros tanto el querer como el obrar (justamente), ayudando (es decir completando) a la buena voluntad” (Flp 2,13).
Por eso la primera llamada de la Iglesia en la Cuaresma es a orar. La oración nos abre al Espíritu, la oración nos comunica con el Espíritu y nuestro espíritu necesita de la oración para crecer. Todos podemos orar más y orar con más fervor. Oremos por nosotros, nuestra familia, la Iglesia, la conversión de los pecadores, la supresión de defectos o vicios nuestros de larga data tal vez, la adquisición de virtudes especialmente importantes o necesarias en las circunstancias que vivimos, la adquisición del sentido cristiano de la cruz.
Si Cristo fue tentado, nosotros también lo vamos a ser. Cada semana la oración oficial de la Iglesia nos recuerda el aviso de San Pedro, que presenta a Satán como “un león hambriento, que ronda en torno a los fieles buscando a quién devorar” (1Pe 5,8). Cristo fue tentado. Nosotros seremos tentados.
Tres son en general las causas de las tentaciones:
1. El Demonio, que aprovechará la menor oportunidad.
2. El mundo, del que dice San Juan que está dominado por las tres concupiscencias: de la carne (esto es del sexo), de los ojos (es decir del dinero), de la soberbia de la vida (que no necesita aclaración). De este mundo no son los discípulos, pero han de estar en él. En este mundo tenemos que vivir y santificarnos, pero sin hacernos de él (Jn 17, 14-16).
3. Por fin la carne, que no se separa de nosotros, que, a consecuencia de la integridad perdida en el pecado original, está sometida a tendencias espontáneas inmorales como la soberbia, la ambición, la envidia, la lujuria y otras muchas. Por culpa de la “carne” nos es más fácil vengarnos que perdonar, ceder a la impaciencia que ser amables, aprovecharnos de lo ajeno que dar de lo nuestro, dejarnos llevar de los vicios que obrar la virtud, y en general encontramos enorme dificultad e inercia para el bien y facilidad hacia el mal.
De la carne no seremos libres sino con la muerte; y el mundo y el Demonio nos tientan actuando sobre la “carne”. No hay santo que no haya sido tentado. Y cuando no hay lucha interior, con frecuencia no hay esfuerzo espiritual. “Nuestra vida en medio de esta peregrinación – dice San Agustín - no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación”.
El Demonio tienta a Jesús para que ejerza su misión sin innecesarios sacrificios, con éxito social y por el poder y la riqueza. Jesús nos enseña en sus respuestas cómo hemos de responder. En primer lugar preparándose con la oración y el ayuno, que es lo mismo que el sacrificio voluntario y la humillación del cuerpo, que ayuda a la del espíritu. Luego con la fe y la Palabra de Dios. Una vez más se nos muestra la eficacia de la Palabra de Dios, debidamente entendida, esto es con la luz del Espíritu presente en la Iglesia. Ante tanto error y mentira como circulan, debemos alimentarnos bien de la Escritura y de las enseñanzas de la Iglesia.
En cada eucaristía en el padrenuestro pedimos al Señor que nos ayude en la tentación, y en la oración siguiente que vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, que incluye toda tentación; por fin, antes de comulgar, el sacerdote ora para que su comunión sea para defensa del alma y cuerpo y no se separe jamás del Señor.
“Velen y oren para no caer en la tentación” (Mt 26,41), porque “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,20).
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