Lecturas: Is 42,1-4.6-7; S. 28; Hch 10,34-38; Mt 3,13-17
Hijos de Dios por el bautismo
Hijos de Dios por el bautismo
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Fiesta hoy del Bautismo del Señor. Concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. “Un niño se nos ha dado”. A partir de ahora la Iglesia vuelve a reflexionar sobre el niño que se nos ha dado, el misterio de Jesús, su persona y su misión. Comenzó la aventura que culminará con la muerte y resurrección.
Juan Bautista ha aparecido y desde el desierto ha llamado a un vasto movimiento de conversión; porque –dice– ha llegado el momento, el Mesías prometido desde siglos está cerca y hay que limpiar el corazón. Los que esperan y los que buscan a Dios se dan cuenta de que Dios habla en él, y muchos, que viven en pecado, también. Acuden en masa. Un día en la cola se presenta Jesús. Tiene en este momento entre 31 y 33 años según los cálculos más confiables.
El bautismo de Juan no producía los efectos del que nosotros hemos recibido. Profundizaba sin duda el deseo del perdón de Dios y fortalecía la voluntad de cambio moral con el compromiso público. Pero el que Cristo instituiría y nosotros hemos recibido tiene efectos muy superiores. Sin embargo lo que sucedió entonces en aquel bautismo revela la naturaleza del bautismo que nosotros hemos recibido; aunque Jesús no instituyó el sacramento del bautismo cuando recibió el de Juan, sino más tarde en una de sus últimas apariciones, cuando dijo: “enseñen el Evangelio y bauticen” (Mt 28,19; Mc 16,15-16).
No obstante lo dicho, el bautismo, que Jesús recibe de Juan, marca su vida. Comienza para él una nueva etapa. Acaba la que con razón podemos calificar de normal. A partir de ese momento va a ser el profeta esperado, el Mesías, el enviado de Dios; y su palabra va a curar, resucitar y hasta perdonar los pecados; porque es el Mesías prometido siglos ha, el Hijo de Dios, y está por encima de los vientos, de la enfermedad, de la muerte, del sábado, del Demonio, de Moisés y del Sanedrín.
Jesús comienza recibiendo de Juan el bautismo de penitencia, el de los pecadores arrepentidos. El texto sagrado manifiesta que, cuando Juan tiene ante sí a Jesús, recibe una revelación reconociéndole como Mesías, si no como Dios (ya en el seno de su madre, Isabel, había recibido esta gracia, v. Lc 1,42-45). Al reconocerlo, se resiste: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Pero Jesús responde: “Déjalo así por ahora. Está bien que cumplamos todo lo que Dios quiere”. El sentido de la respuesta de Jesús podría tener este matiz: “Sí, pero no insistas. Lo que hace falta ahora es que tú y yo cumplamos con lo que Dios quiere”.
“Lo que Dios quiere”. Recibiendo este bautismo de penitencia por los pecados, Jesús responde a su Padre que SÍ, que acepta ser el “Siervo” de Isaías (53), cargando con los pecados de todos los hombres para liberarnos de ellos: “El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Por los pecados de mi pueblo lo hirieron. El Señor quería triturarlo con el sufrimiento, entregando su vida como expiación (por los pecados). Mi siervo inocente rehabilitará a todos, porque cargó con sus crímenes. Fue contado entre los pecadores, cargó con el pecado de todos (los hombres) e intercedió por los pecadores” (Is 53; v. 1Pe 2,24). Ya lo había hecho al entrar en el mundo en el seno de María: “No valían los otros sacrificios ni ofrendas, pero me diste un cuerpo. Entonces dije: Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad. Y gracias a esa voluntad somos santificados por el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, que es de valor eterno” (Heb 10,5-10). Por eso Juan dirá luego: “He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
El bautismo limpia los pecados como limpia el agua. El primer efecto de nuestro bautismo es borrar los pecados: el pecado original, causa de que todos nazcamos sin la gracia sobrenatural, y los pecados personales cometidos consciente y voluntariamente después de nacidos. (No es necesaria la confesión previa en el adulto o niño con uso de razón, que van a bautizarse; ni siquiera pueden recibir la absolución, aunque sí son necesarios el dolor y arrepentimiento).
“Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él”. La paloma remite al diluvio. El agua del diluvio había limpiado a la tierra de los pecados de los hombres. Era signo de la sangre de Cristo derramada hasta sus últimas gotas, que limpiaría los pecados del mundo. Cuando la paloma no regresó, Noé supo que la tierra era otra vez habitable. La paloma es signo del Espíritu Santo. Limpiando el alma del pecado, el bautismo la hace habitable por el Espíritu. “Y vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. El próximo domingo el evangelio volverá sobre el Espíritu Santo. Hoy quiero comentar este efecto de hacernos hijos de Dios. El bautismo hace y nos ha hecho de verdad “hijos de Dios”.
Porque así nos dice San Juan: “Vean ustedes cuán grande es el amor que el Padre nos tiene para que nos llamemos hijos de Dios, porque lo somos” (1Jn 3,1). Nadie, al nacer, es hijo de Dios; llegamos a serlo recién en el bautismo. De ahí el error de retrasar el bautismo de los recién nacidos; el código del derecho de la Iglesia manda que los niños sean bautizados en las primeras semanas de su vida (c. 867).
San Pablo dice lo mismo y explica que por eso nuestro espíritu se dirige al Padre llamándole Abbá. Abbá es un término hebreo con el que un niño pequeño se dirigiría a su padre; expresa un sentimiento grande muy íntimo y altamente afectuoso y confiado; era la forma en que Jesús mismo se dirigía a Dios Padre. Jesús, como Hijo Unigénito del Padre, vivía en íntima y total comunicación con Él: “El Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10,30). Semejante a esa comunicación es la que nuestro espíritu recibe del Espíritu que habita en nosotros. Así somos con Cristo coherederos de su gloria (Ro 8,16-17).
Esto lo realiza Dios uniéndonos a su Hijo como sarmientos a la vid (Jn 15,5). El bautismo que simboliza la muerte y resurrección de Cristo al ser metidos en el agua y sacados de ella, realiza lo que significa, es decir la muerte al pecado y la resurrección a la nueva vida, participación de la vida de Cristo resucitado. Esta vida nueva, que Cristo resucitado nos comunica, actúa mediante sus capacidades de acción o virtudes divinas (teologales) de la fe, esperanza y caridad. El justo vive de la fe, persevera con la esperanza, se entrega con la caridad. El justo es una piedra viva por la vida que recibe de su unión con el Hijo unigénito de Dios y piedra angular de la Iglesia. El justo es presencia, profecía, acción de Cristo en el mundo, en el que siguen las tinieblas y al que comunica la luz, porque la gracia y la verdad nos han llegado y sólo continuarán llegando por Jesucristo (Jn 1,16-17).
Agradezcamos cada día al Señor por la fe y por el bautismo, perseveremos con entusiasmo en la oración y la caridad, fortalezcamos sin descanso la vida de Cristo en nosotros con la eucaristía, no olvidemos jamás que somos hijos de Dios y que para estar con Él eternamente nos ha creado y llamado.
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