180. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Parábola del publicano y fariseo


 

P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


VIII. JESÚS EN PEREA

(Diciembre año 29 - Abril año 30)

180.- PARÁBOLA DEL PUBLICANO Y FARISEO

TEXTO

Lucas 18,9-14

Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los de­más, esta parábola: Dos hombres subieron al Templo a orar; uno fariseo, otro publicano: El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, in­justos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias. "En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:" ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador! "Os digo que éste bajó justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y todo el que se humille, será ensal­zado."


INTRODUCCIÓN

En muchas meditaciones anteriores hemos conocido ya quiénes eran los fariseos y publicanos. Los fariseos guardaban todas las apariencias de ser hombres santos y muy celosos de la guarda de todas las leyes y prescrip­ciones de la Ley. Sin embargo conocemos las muy duras acusaciones que el Señor hacía contra ellos por su gran hipocresía. Es cierto que observa­ban todas las leyes de la purificación legal y muchas otras prescripciones de ayunos y de oraciones públicas, que hacían para ser vistos y alabados por los demás. (Cfr. Mt 6,5. 16). Pero en el interior de su corazón eran muy diferentes: Hombres llenos de envidia, faltos de sinceridad, procedían con doblez, hipocresía, desconocían la caridad y la misericordia, avaros, pagados de sí mismos y llenos de soberbia. San Mateo en su capítulo 23 nos trae todas las acusaciones que el Señor dirigía a los fariseos.

Los publicanos eran personas de muy mala fama, y esa mala fama parecía estar justificada. Extorsionaban de una manera inmisericorde al abusar en el cobro de los impuestos, y eran verdaderos ladrones. Recordemos que cuando Zaqueo, jefe de publicanos, se convierte, la primera decisión que toma es la de devolver cuatro veces a sus víctimas lo que les había robado (Lc 19,8). Pero parece que fueron bastantes los que se convirtieron, al igual que Zaqueo y Mateo, al escuchar la predicación del Señor.

El Señor escoge estos dos personajes, el fariseo y el publicano, para darnos una lección sobre la eficacia de la oración humilde y la actitud que Dios toma ante la oración del orgulloso e hipócrita.

MEDITACIÓN

1) La oración del fariseo

La oración cristiana se basa en el reconocimiento de nuestra nada y mise­ria ante Dios y en la fe en la infinita misericordia de Dios. Parece, sin em­bargo, que la oración del fariseo se basaba en una gran autocomplacencia en sí mismo y en un desprecio a los demás, y en un reconocerse "justo" a los ojos de Dios.

Es cierto que el fariseo da gracias a Dios. Y la acción de gracias a Dios es esencial a toda oración cristiana. Pero en el caso del fariseo era una acción de gracias no agradable a Dios. No hay en él ningún sentimiento de culpa, no se reconoce pecador en nada. Su soberbia y orgullo le ocultan los mu­chos pecados que tiene. Se complace en sí mismo y va contándole a Dios todas las buenas obras que hace, mientras muestra un gran desprecio para el publicano que está detrás de él haciendo también su oración. Lo que presenta a Dios no son sus pecados, sino sus méritos. No tiene la más mí­nima conciencia de su naturaleza pecadora y es incapaz de humillarse ante Dios reconociendo sus pecados. Y él está convencido de que su oración es agradable a Dios; y cree, por el contrario, que la oración del publicano será despreciada por Dios. ¡Qué equivocado estaba el infeliz fariseo!

2) La oración del publicano

Ya la misma presentación que de él hace el Señor en la parábola, nos ha­bla de la profunda humildad y arrepentimiento de sus pecados. El publicano, cercano a la puerta, porque no se consideraba digno de entrar más adentro en el Templo, sin ni siquiera levantar los ojos del suelo, se golpea el pecho en señal de profundo arrepentimiento y le ruega al Señor que tenga misericor­dia de él, que es un pecador. Este publicano se ha con­vertido en el modelo perfecto de la oración humilde y de reconocimiento y arrepentimiento de los pecados.

Y no sólo es modelo para los grandes pecadores. Es modelo para todos los cristianos e incluso para todos los que han llegado a la santidad. Como ejemplo citemos a dos grandes santos, San Francisco de Asís y San Fran­cisco de Borja que repetían con mucha frecuencia la plegaria de este publicano, porque en verdad se consideraban pecadores a los ojos de Dios. Cuanto más cerca se está de Dios, más conciencia se tiene de las imper­fecciones y miserias que anidan en el corazón. San Ignacio se confesaba diariamente, antes de celebrar la Eucaristía, con un profundo dolor de sus imperfecciones. Y es también plenamente consciente de que si no comete pecados mayores es por la infinita misericordia de Dios que le da su gracia abundante para no caer en esos pecados. Y nunca tampoco despreciaron a los grandes pecadores, a ningún pecador; odiaban el pecado, pero amaban al pecador y consagraron su vida a pedir y lograr su conversión.

La gran tragedia del fariseo fue no sentirse pecador y no tener nada de qué arrepentirse. Todos tenemos siempre necesidad de conversión.

3) La Respuesta de Dios

El publicano con su oración humilde y de profundo arrepen­timiento agra­dó al Señor, y obtuvo de su misericordia el perdón anhelado. Su alma que­dó libre de todo pecado, quedó recon­ci­liado con Dios, y sintió la inmensa alegría de ese perdón.

El fariseo, en cambio, por su soberbia, hipocresía y falta de caridad para con el publicano, no solamente no fue escuchado por Dios, sino que su alma quedó manchada por los pecados que estaba cometiendo mientras hacía su oración.

Maravillosa enseñanza de Cristo sobre el destino que tienen los humildes y arrepentidos que no es otro que el perdón definitivo otorgado por Dios, Padre lleno de misericordia para todos los que se reconocen pecadores en su presencia. Y lección de gran advertencia para todos aquellos que con corazón soberbio y sin arrepentimiento, se atreven a acercarse a Dios. Y para poner de manifiesto esta enseñanza, el Señor pronuncia la sentencia final:

"Todo el que se ensalza, será humillado;

y todo lo que se humilla, será ensalzado."

Es todo un programa de salvación o condenación que Dios, en su Divina Providencia, continuamente pone por obra.

Recordemos que María en su canto de acción de gracias a Dios, el "Magnificat", iluminada por el Espíritu Santo, ya proclamó esta Providen­cia de Dios:

"Desplegó la fuerza de su brazo,

dispersó a los que son soberbios en su corazón,

derribó a los potentados de sus tronos,

y exaltó a los humildes." (Lc 1,51-52)

Esta sentencia del Señor la encontramos también en otros pasajes del Evangelio (Cfr. Mt 18,4; 23,12; Lc 14,11).



Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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Siéntete en libertad de compartir en los comentarios el fruto o la gracia que el Señor te ha regalado en esta meditación.



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