Oraciones para cada día de la novena, del 19 al 27 de octubre
Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor Dios nuestro. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío. Por ser vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón el haberos ofendido. Propongo firmemente nunca más pecar, apartarme de todas ocasiones de ofenderos, confesarme bien, y cumplir la penitencia que me fuera impuesta. Amen.
Oración Preparatoria para todos los días
Adorabilísimo Jesús Crucificado, hijo de Dios vivo, que habéis venido del cielo a la tierra, y os habéis sacrificado, muriendo en una Cruz para salvarnos, yo os reconozco por mi verdadero Dios mi Padre, mi Salvador y mi Redentor, mi única esperanza en la vida y en la muerte, y mi única salvación posible en el tiempo y en la eternidad.
Me tengo por indigno, Señor y Dios mío, de presentarme ante vuestra Majestad por mi gran miseria y muchas culpas, pero ya me arrepiento de ellas y confiado en vuestra grande misericordia, acudo a Vos. Dios Todopoderoso y verdadero Señor de los Milagros, suplicando humildemente os dignéis hacer uso de vuestra omnipotencia, obrando milagros de misericordia en mi favor y en el de todos nosotros.
Aplacad Señor Misericordiosísimo vuestra justa indignación provocada por nuestros pecados, calmad las iras de la tierra, del mar, y de los elementos para que no seamos castigados con terremotos, tempestades, pestes, guerras, ni otras calamidades que de continuo nos amenazan, libradnos, Salvador nuestro amorosísimo, de todo mal y peligro en la vida y en la muerte, y obrad el mayor de vuestros milagros en favor nuestro, haciendo que os amemos y sirvamos de tal suerte en este mundo, que merezcamos veros y gozaros en el cielo, donde con el Padre y el Espíritu Santo vivís y reináis Dios, Uno y Trino, en infinita gloria, por los siglos de los siglos.
Amén.
DÍA PRIMERO
Considera Alma mía, cómo la devoción al Señor de los Milagros, ha sido siempre entre nosotros, y sigue siendo todavía, un medio de que se vale este Divino Señor para conceder especiales favores y gracias a los individuos, a las familias, y aún a todo el pueblo. De las almas que acuden con fe y devoción a este Señor de los Milagros, podemos decir espiritualmente y en verdad, que los ciegos ven, los sordos oyen, los enfermos sanan, los muertos resucitan, y quienes se iban a perder, se salvan.
¿Y quién podrá decir los secretos milagros que hace este mismo Señor en favor de las familias que tienen la suerte de contar en su seno con alguna persona devota que a El acude con fe y confianza? La ciudad misma, tan expuesta a temblores de tierra, tal vez se hubiera arruinado mil veces y hubiéramos sido sepultados todos entre ruinas y escombros, si no fuera por la gran devoción a este Señor de los Milagros. ¿Y no es un verdadero milagro el que después de haber pecado no hayamos perecido para siempre y sin remedio? Sí, Dios mío, grande milagro de vuestra misericordia es el mantenernos vivos, capaces de salvación y penitencia cuando hoy más que nunca, merecemos vuestra justa indignación. Haced Redentor amabilísimo, que me aproveche de esta vuestra misericordia y me salve para siempre. Amén.
Considera, alma mía, cuán grande necesidad hay de que se acuda con fe y confianza a implorar misericordia y perdón por los pecados a fin de que el Señor a quien tanto y tan gravemente ofende, no nos castigue, movido por su justa indignación, antes bien nos perdone y libre de los castigos que nuestros pecados merecen. O haberse hallado en Sodoma y Gomorra diez justos siquiera que rogaran al Señor, como refiere la Sagrada Escritura castigó Dios con terrible destrucción aquellas poblaciones pecadoras. En otra ocasión, debiendo el mismo Señor castigar a Jerusalén por ciertos pecados, sólo exigía del profeta Jeremías las oraciones y méritos de algún justo para usar misericordia. ¡Cuánto valen y de cuánto sirven las almas buenas que ruegan al Señor! Por ellas tiene Dios paciencia con todos nosotros y como dice en el Santo Evangelio: "no arranca la cizaña o arrancar con ella el trigo." Así por algunas personas piadosas que vengan a orar con mérito ante este Señor de los Milagros podrá ser que haya misericordia para todos y seamos libres de muchas y tremendas desgracias que nuestros pecados reclaman. Acude, pues, alma mía a este Divino Señor, llora tus pecados y los pecados de todos, a fin de que libre de todo mal seamos salvos en el tiempo y en la eternidad. Amén.
Considera, alma mía, como en Jesucristo Crucificado, verdadero Señor de los Milagros, tenemos todos los bienes que podemos desear y hemos de necesitar, y el mayor de todos los bienes, que es tener como cosa nuestra a este Divino Señor, Hijo de Dios vivo, e igual al Padre, en quién están encerrados todos los tesoros de grandeza, de riqueza y de gloria. El Padre celestial nos lo ha dado y El se ha entregado nosotros y se nos ha dado también haciéndose todo para todos. El es para nosotros cuanto hay de bueno y amable. Es nuestro Padre, nuestro Maestro, nuestro Amigo, nuestro Redentor, nuestro Bienhechor, nuestro Glorificador, nuestro Dios. Se nos dio por hermano y compañero en esta vida en su admirable nacimiento, se nos dio por manjar delicioso en la Sagrada Eucaristía, se nos dio por precio de nuestro rescate y medio de salvación en la muerte de cruz, y se da por premio y eterna gloria en la inmortalidad. ¡Oh si conocieses y comprendieras alma mía la grandeza de este don y los infinitos bienes que en él se encierran! Todo lo tenemos en El: no hay milagro que no nos pueda hacer, ni bien alguno, para nosotros, que no esté dispuesto a concederlo, si se lo pedimos con fe. ¡Oh Dios de mi alma! Haced que yo sea todo vuestro para que Vos, sumo bien, que encerráis todos los bienes, seáis todo mío en el tiempo y en la eternidad. Amén.
Considera, alma mía, cuánta dulzura y consolidación se encuentra siempre en Jesucristo Crucificado. En El encontró la pobre Magdalena consuelo a su pena y satisfacción a su amor. En El halló, el arrepentido ladrón, el perdón de sus crímenes, el remedio de sus tristezas en su agonía y un paraíso de goces eternos por galardón. En El, como fuente inagotable de caridad y de amor, bebió en abundancia su discípulo amado, la vida y la consolidación. ¿Y no hace siempre este amantísimo Redentor, semejantes prodigios de misericordia y de amor hacia los que le invocan con fervor? A los pies de este Dios de consolidación, vienen los desgraciados pecadores a derramar su dolor con lágrimas y encuentran misericordia y compasión. De las manos benditísimas de este Señor Crucificado reciben los justos, con abundancia de gracias y bendiciones, el más poderoso y constante apoyo de su virtud. En el Sacratísimo Corazón de este Divino y amante Redentor podemos hallar todos nosotros raudales infinitos de ternura, compasión, misericordia, luz, gracia y amor. Alma mía, levántate de la postración en que te encuentras, corre a los pies de tu amantísimo Salvador, entre el espíritu por la abertura de su sagrado Corazón, bebe de la fuente de su divino amor en seta vida para que la goces con inefable hartura en la gloria eterna. Amén.
Considera, alma mía, cómo Jesucristo Crucificado, con sus manos llagadas, su pecho herido y su corazón abierto nos declara de la manera más elocuente que no nos abandona, que nos ama siempre, que se sacrifica y muere por nuestra salvación. El nos repite las palabras llenas de ternura que decía a la multitud que le rodeaba: "Venid a mí todos los que estáis afligidos y padecéis trabajos y yo os consolaré." "Tengo sed de vuestro amor y deseo vuestra salvación", "Quiero recibiros en mis brazos y estrecharos sobre mi corazón. ¿Quién desconfiará teniendo un Redentor tan misericordioso? Además es nuestro Abogado delante del Padre Celestial y por eso nos dice el Apóstol San Juan: "Hijos míos, no pequéis, pero si alguno pecare, no desconfíe, porque tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo su Hijo." Y como nos aconseja el Apóstol San Pablo: "Teniendo un Pontífice y Medianero tan grande como Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que penetró en los cielos y está sentado a la diestra del Padre y es igual a El, acudamos con eterna confianza al trono de su misericordia, seguros de alcanzar las gracias que necesitamos". Este trono de misericordia se ofrece a nosotros en la sagrada Imagen del Señor de los Milagros. Entonces pues, alma mía, acude a este divino señor, segurísima de que todo cuanto pidas al Padre Celestial en su nombre se te concederá y El mismo te lo concederá. Si Dios mío, así lo creo porque Vos lo dijisteis, y así lo hago abriendo mi corazón y descubriendo humildemente mis necesidades para que Vos, Salvador del mío las remediéis y me salvéis eternamente. Amén.
Considera, alma mía, cómo Jesucristo Señor Nuestro, nos da ejemplo de todas las virtudes que debemos practicar para conseguir nuestra salvación. El fue humilde con la más profunda e incomprensible humildad en su Encarnación. El fue humilde con la más profunda e incomprensible humildad en su Encarnación, fue pobre con asombrosa pobreza en su Nacimiento, obedecía a María y a José, a la vez que cumplía fielmente toda la Ley. ¡Cuán tierno fue este Divino Señor con los niños, cuán indulgente con los pobres pescadores, cuán Clemente con Magdalena, cuán bueno con Juan y cuán benigno y dulce con el mismo Judas! El permanecía tranquilo ante ultrajes, sufría con paciencia inalterable las contrariedades, amaba, tiernamente a la humanidad, amaba, principalmente en sus últimos instantes, bendecía con su bondadosas miradas, perdonaba a sus enemigos y moría por la salvación de todos los hombres. ¿Cómo quieres alma mía que El te atienda y proteja siendo tu conducta tan opuesta la suya? Aprende, pues, alma mía a ser buena como El, humilde como El, pobre y desprendida como El, obediente y mansa como El, paciente y misericordiosa como El, y si alguna vez fuese necesario sufrir y padecer, acuérdate que El, primero derramó su sangre y dio su vida por ti. ¡Oh Jesús de mi vida! Haced el gran milagro de reproducir en mí vuestras virtudes, de suerte que llegue a ser semejante a Vos en este mundo para que también lo sea eternamente en el Cielo. Amen.
Considera, alma mía, lo mucho que padeció el Señor en su sacratísima Pasión. Míralo llegar al Huerto de Getsemaní con sus queridos discípulos y apartándose un poco de ellos, comenzar su oración, angustiarse profundamente, sudar sangre divina por todo su cuerpo y entrar en mortal agonía cayendo en el suelo oprimido por la consideración de nuestros pecados. Obsérvalo luego recibiendo el beso de Judas a la vez que entregado al poder de sus enemigos llevado preso por las calles de Jerusalén a los tribunales de Anás, Caifás, Herodes y Pilatos, despojando de sus vestiduras sagradas y atado a la columna de la flagelación, vertiendo a torrentes su sangre divina por horrible azotamiento. Sentado después en el banco de ajusticiado, fue escupido, abofeteado, burlado y coronado de espinas. Por fin sentenciado a muerte, obligado a llevar sobre sus hombros la Cruz en que ha de ser inmolado, cayendo bajo su peso enorme consolando a las piadosas mujeres que le siguen llorando, y en la cima del Calvario extendiendo sus brazos sobre la Cruz para ser crucificado, sufriendo en su cuerpo y alma lo que ya no se puede concebir y muriendo enclavado en la Cruz con un amor y una bondad jamás vista entre los hombres. ¡Oh Jesús mío Crucificado! No permitáis que sean inútiles para mí los grandes sufrimientos de vuestra Pasión Santísima. Por lo mucho que mi alma os ha costado, salvadla. Redentor amorosísimo, de todo pecado en esta vida y de la muerte eterna en la otra. Amén.
Considera, alma mía, cómo el milagro de los milagros de Jesucristo fue su muerte preciosísima. Nadie ni nada podía haberle quitado la vida, porque tenía potestad de dejarla y tomarla, era El mismo, la vida y manantial de toda clase de vida, pero se ofreció a la muerte para que nosotros, sin menoscabo de la justicia eterna, pudiéramos vivir eternamente. Murió en efecto por la fuerza de los dolores que padeció en la Cruz, y así sufrió desfallecimiento por la abundancia de sangre, que de sus heridas derramaba y, como sus venas se vaciaban de sangre, comenzó a desnudarse su divino rostro y languideció su sagrado cuerpo, hasta que, faltándole las fuerzas expiró… Las tinieblas se extendieron entonces sobre la tierra, se rompieron las piedras, abriéndose los sepulcros de algunos muertos y el velo del templo se rasgó en dos partes. El Centurión y los soldados, viendo los portentos de tan sangriento como sagrado espectáculo exclamaron: ¡Verdaderamente este era el Hijo de dios…! Y hasta la turba del pueblo, que había asistido a tan tremenda tragedia, se volvió a la ciudad hiriéndose los pechos en señal de dolor y sentimiento por la muerte del Señor Crucificado. ¡Oh Salvador del mundo! ¡No permitáis que sea yo más insensible que la tierra, más duro que los peñascos y más cruel que los verdugos que os sacrificaron! Haced en mi semejantes milagros cubriendo mi alma de tristeza santa por mis pecados, conmoviendo mi corazón con sentimientos de dolor y de amor y haciendo que yo no viva sino para Vos, que habéis muerto por mí, a fin de que llegue a gozaros en la gloria eterna. Amen.
Considera, alma mía como ese Señor y Dios nuestro, que murió en la Cruz, resucitó saliendo gloriosísimo del sepulcro, se apareció a la Virgen Santísima su divina Madre, a sus apóstoles y discípulos, conversó y trató familiarmente con ellos por espacio de cuarenta días, al fin de los cuales, viéndolo todos, subió a los cielos en admirable y gloriosa ascensión. De allí, del cielo ha de volver otra vez al mundo a juzgar a los vivos y a los muertos. Entonces saldrán de sus sepulcros los hombres de todos los tiempos y de todas las naciones para presentarse ante este Divino Señor que hará ostensible, con gran gloria y majestad, su justicia eterna y universal en la condenación de unos y en la salvación de otros.
Ante este Soberano Jesús comparecerán los judíos deicidas que le blasfemaron y crucificaron, los impíos y sacrílegos de todas las edades que le insultaron, todos los desgraciados pecadores que le despreciaron… También comparecerán los buenos, los Apóstoles, los Mártires, Confesores, Vírgenes y con ellos Ilustres penitentes, cuantos supieron arrepentirse a tiempo de sus pecados, cuantos le sirvieron y amaron. Y volviéndose hacia los buenos dirá: "Venid benditos de mi Padre, venid a poseer el reino de gloria que os está preparado desde el principio del mundo, entrad en la gloria de vuestro Dios y Señor"… ¡A los malos les dirá "Id, malditos de mi Padre, id al fuego eterno del infierno...!" E irán éstos al suplicio eterno y los justos a la eterna gloria. Así terminarán las cosas de este mundo en aquel grande día del juicio universal, en eso pararán todos los asuntos de la vida, tal será también nuestro destino, o gozar eternamente de Dios en el cielo, o padecer eternamente con los demonios en el infierno… ¡Oh Dios mío! Cómo he podido olvidarme de semejante asunto… Haced con vuestra gracia Salvador mío adorabilísimo que siempre os ame y sirva en este mundo, para que llegue a gozar con Vos y con los bienaventurados la eterna gloria del Cielo. Amen.
¡Oh Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra! Por la gran bondad de vuestro maternal corazón oíd benigna los ruegos de todos nosotros que acudimos a vos, no nos abandonéis, dulcísima Virgen María ni consintáis en nuestra ruina y perdición.
Mirad con ojos de misericordia y compasión a nuestra ciudad de Lima y a todos sus moradores. ¿Qué sería de nosotros y qué valdría nuestras súplicas ante el Señor a quien tanto hemos ofendido, si no fuera por vuestra intercesión? Compadécete pues, misericordiosísima Madre nuestra, de estos desgraciados pecadores que, aunque tan ingratos, son hijos vuestros. Conseguidnos, una vez más el que hallemos gracia y misericordia delante del Señor: alcanzadnos los favores que pedimos en esta Novena y cuanto Vos sabéis que necesitamos, principalmente: el perdón de nuestros pecadores, el remedio de nuestras necesidades, la perseverancia en el bien, una santa muerte, y la gloria eterna del Cielo. Amen.
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