165. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Las parábolas de la misericordia

 


P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


VIII. JESÚS EN PEREA

(Diciembre año 29 - Abril año 30)

165.- LAS PARÁBOLAS DE LA MISERICORDIA

INTRODUCCIÓN

TEXTOS

Juan 10, 40-42

Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había es­tado al principio bautizando, y se quedó allí. Muchos fueron donde él y decían: "Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo de éste, era verdad." Y muchos creyeron en él.

Lucas 15,1-3

Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fa­riseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este acoge a los pecadores y come con ellos." Entonces les dijo esta parábola.


INTRODUCCIÓN

Pasadas las fiestas de la Dedicación del Templo, el Señor se retira al lugar donde Juan había bautizado al principio, es decir, al valle del Jordán en la Transjordania, en Perea, que era la otra provincia de Palestina bajo la ju­risdicción de Herodes. Parece que Jesús permaneció en esa región hasta el fin de su ministerio apostólico, antes de volver a subir a Jerusalén para su sacrificio; esta estancia en Perea se verá interrumpida una vez cuando Je­sús, llamado por Marta y María, acuda a Betania para realizar el maravi­lloso milagro de la resurrección de Lázaro, hermano de ambas.

Lucas es el que nos narra más hechos de la vida de Cristo en este período, aunque omite las circunstancias de tiempo y lugar; y nos transmite algunas de las parábolas del Señor más importantes y más bellas de todo el Evan­gelio: la parábola de la oveja perdida, del hijo pródigo, del pobre Lázaro y el rico avariento, del fariseo y el publicano.

Por lo que dice San Juan y por la narración que nos hace San Lucas aparece que la gente de Perea, gente más sencilla y humilde que la gente de Jerusa­lén, acoge al Señor con alegría y muchos creen en él. Sería una de las últi­mas alegrías que tendría el Señor, antes de sufrir su Pasión y su Muerte.

Y parece también que la gente de Perea fue ayudada, en su acogida al Se­ñor, por la predicación previa que había hecho el precursor Juan Bautista. Quizá muchos de ellos habían sido bautizados en el Jordán por el Precursor y se acordaban de los testimonios que dio sobre Jesús, como el verdadero Mesías. Juan Bautista cosechaba los frutos de su predicación después de su muerte.

Pero también había en aquella región escribas y fariseos que se opondrían al Señor. En la primera escena que nos describe San Lucas, aparecen ya és­tos adversarios de Jesús que como en otras oportunidades (Cfr. Mt 9, 10­-11) le condenan porque acogía a los publicanos y pecadores. A esta acusa­ción de los escribas y fariseos responde el Señor con las tres famosas pa­rábolas, llamadas de la misericordia, la de la oveja y la dracma perdidas y la del hijo pródigo.

Antes de entrar en la meditación de cada una de las parábolas, queremos penetrar en el sentido global que tienen y cómo nos manifiestan a Cristo como la misma encarnación de la misericordia del Padre para con los pecadores.

MEDITACIÓN

1) Actitud de Cristo con los pecadores

La acusación que los fariseos y escribas hacían a Jesucristo de que trataba con publicanos y pecadores era verdadera. Y Jesu­cristo no pretende eludir la acusación. Lo que para los escribas y fariseos era una conducta reprobable, para el Señor era parte de su misión redentora: "Misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores." (Mt 9, 12-13).

Jesucristo no rehuía el trato con los pecadores; al contrario, los acogía con toda delicadeza y, si acudían a él con fe, humildad y arrepentimiento, les perdonaba de todo corazón.

Jesús perdona el libertinaje de la samaritana, la prostitución de la Magda­lena, a la mujer adúltera, las avaricias e injusticias del jefe de publicanos, Zaqueo, los crímenes del buen ladrón, la traición y abandono de todos los apóstoles, la negación de Pedro, la falta de fe de Tomás, a todos los que le crucificaron y mataron. Y con mucha frecuencia en la sanación de enfer­mos une la curación del cuerpo con la purificación del alma.

Jesucristo iba a ofrecer el sacrificio de su vida por todos los pecadores; hasta este punto llegaba el amor al pecador. Lo que más deseaba Cristo es que su sacrificio no fuese estéril, que su amor no fuese despreciado.

De tal manera valoraba la salvación eterna de los hombres, de cada uno de ellos, que no dudó en ofrendar su vida por ellos.

Este es el gran misterio de la infinita misericordia del Señor, que no podía ser comprendido por los fariseos y escribas, que vivían el doble pecado de no reconocerse ellos pecadores y de despreciar y ser inmisericordes con los que ellos juzgaban como pecadores. Por eso se burlaban de la miseri­cordia del Señor y le tenían por pecador por tratar con los pecadores.

Uno de los mayores pecados que puede cometer el hombre es despreciar la infinita misericordia del Señor y no acudir a él para recibir el perdón. Y más todavía que el pecado mismo, lo que más le duele al Señor es que se desprecie su sacrificio en la cruz y el hombre no busque su reconciliación con Dios. El Señor odiará todo pecado, pero ama infinitamente al pecador.

2) Jesús encarna la misericordia del Padre

Jesús responde a las acusaciones de los escribas y fariseos proponiendo las famosas tres parábolas de la misericordia. El sentido más profundo de estas parábolas es mostrar a sus adversarios que él no hace otra cosa sino imitar la conducta de su Padre.

Jesucristo había dicho en otra discusión con los fariseos: "El Hijo no pue­de hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso igualmente hace el Hijo." (Jn 5,19).

Y nadie como el Hijo ha penetrado en la infinita misericordia de su padre y en el amor que tiene su Padre por los pecadores.

En los profetas, en los salmos se nos habla continuamente de esta miseri­cordia de Dios: "Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva." (Ez. 10, 11).

"El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira, y rico en clemen­cia; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente de occidente, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles." (Psl. 102, 8-13).

Jesucristo, al narrar las palabras de misericordia, implícitamente está ha­ciendo una acusación durísima contra los escribas y fariseos: al atacarle a él por su misericordia con los pecadores están blasfemando de Dios, su Padre, el Padre infinitamente bueno, que busca siempre al pecador, y cuando lo encuentra lo perdona de todo corazón. Y nos dirá Cristo que la vuelta del pecador al Padre es la mayor alegría que el Padre pueda recibir.

La enseñanza que Cristo quiere dar a los escribas y fariseos, es que él, siendo Hijo del Padre, no puede proceder de otra manera. El es la mani­festación visible del Dios invisible; y si la esencia de Dios es amor y mise­ricordia, él tiene que manifestar en toda su vida apostólica ese amor y mi­sericordia. Jesucristo es la encarnación del amor y misericordia de su Pa­dre.

Y para poner de manifiesto la infinita misericordia del Padre y, consiguientemente, justificar su conducta de trato, acogida y perdón a los pecadores, nos narra las tres parábolas de la misericordia.

Bendita acusación la de los escribas y fariseos que motivaron a Cristo a exponer estas tres parábolas que constituyen uno de los mayores tesoros del Evangelio, y son fuente de esperanza, consuelo y paz para todos los hombres de buena voluntad.



Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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