P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J
Lecturas: Ez 33,7-9; S.94; Rom 13,8-10; Mt 18,15-20
Hace
dos domingos expliqué el origen divino de la Iglesia y expuse la autoridad
suprema y la infalibilidad del Papa. El pasado domingo el evangelio nos hacía
caer en la cuenta de que el seguidor de Cristo acepta llevar la cruz como
Cristo, como algo normal de su vida. Hoy la primera lectura destaca la
responsabilidad en la salvación del hermano pecador; en la segunda San Pablo
subraya que la norma de vida del cristiano es el amor mutuo; el evangelio se
centra en las enseñanzas de Jesús sobre la corrección fraterna en la Iglesia,
la autoridad de los apóstoles en ella y la eficacia de la oración común.
Todos
estamos llamados a ser santos. Sin embargo el Señor sabe de nuestra fragilidad
moral. Más de una vez el cristiano cae en el pecado. El texto de hoy sigue a la
parábola del buen pastor que busca la oveja perdida y concluye con la
afirmación de que el Padre no quiere que se pierda ninguno de sus pequeños
(v. 18,14). El Señor no supone que nadie va a cometer ningún pecado tras
su conversión. Pedro mismo le negó tres veces. Por eso instituyó en su Iglesia
el sacramento de la penitencia. Ya contaba con la presencia del pecado entre
los miembros de su Iglesia. Pero ¿qué hacer con el hermano que ha caído en
pecado?
Se
trata de un desorden moral y pecado grave y cierto. No vayas inmediatamente a
denunciarlo públicamente, a comentarlo con otros. Jesús dice que lo primero ha
de ser hablar con la misma persona a solas y estimularle a que se corrija. Es
claro que también se debe pedir a Dios que quiera dar su gracia al pecador para
su conversión. Si esto sucede, recuerde la palabra del apóstol Santiago: “Si
alguno de ustedes se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que
quien convierte a un pecador de su errado camino, salvará su alma de la muerte
y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (Sant. 5,19-20). Piensen en esto los
que sufren por el extravío de un hijo, hija, familiar, amigo, un alumno. El
primer remedio es hablar personalmente y a solas con él. Así lo hizo Jesús con
Pedro: simplemente lo miró con tristeza y con amor.
Si no hay corrección (se trata de una conducta
gravemente pecaminosa) manda Jesús que, evitando en seguida dar publicidad, se
insista ante otro u otros dos para hacer más fuerza. Sólo tras un nuevo
fracaso, manda ir a la “Iglesia”, es decir a la comunidad, que está
representada por su autoridad, es decir el obispo, sucesor de los Apóstoles rigiendo
cada diócesis. Si no hay éxito, entonces hay que echarlo de la comunidad,
“tenerlo como publicano”. Insisto en que se trata de pecados verdaderamente
graves, no de meros defectos de carácter o diferencias de opinión.
Sin
que se trate de estos pecados graves, con relativa frecuencia suceden
divergencias en las comunidades eclesiales. Tal vez se trate de algún dirigente
que no escucha e impone siempre su opinión o bien otro defecto. El camino que
propone este evangelio da alguna luz: Exponer primero el problema privadamente,
luego en una reunión del grupo, por fin manifestarlo al párroco o al último
responsable. Si no se logra el éxito, si ve uno que no se es escuchado, suele
venir el desánimo y la tentación de abandonar. Creo que no es lo acertado. Es más
bien el momento de llevar la cruz y aguantar, de orar y esperar con paciencia.
Esto mismo es normalmente lo mejor cuando la experiencia manifiesta que, dado
el carácter de una persona, no va a haber rectificación. Sufrir en silencio
entonces es lo más conforme con el espíritu de Cristo.
El
texto recuerda además el poder de los apóstoles y sus sucesores, que son los
obispos. “Atar y desatar” significa en el lenguaje judío de aquel tiempo la
potestad de explicar el sentido de la Ley, de lo que está permitido u obliga a
creer y obrar; incluye también el poder de perdonar pecados y de castigar
incluso con expulsar de la comunidad cristiana al pecador recalcitrante.
La
perícopa leída concluye con dos frases que posiblemente hayan sido dichas por
Jesús en otra ocasión. No hablan de correcciones ni castigos, sino de la
oración y de las reuniones en torno a temas de fe.
“Les
aseguro además que, si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para
pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”. En primer lugar noto que es uno de
los muchos textos en que Jesús habla de Dios como de su “mi
Padre”. Cuando habla a la gente o a sus discípulos, dice siempre “el Padre de
ustedes”, sin incluirse a sí mismo. Esto muestra que Jesús no considera su
relación con el Padre de la misma naturaleza que la nuestra. Nosotros somos
hijos adoptivos de Dios; Jesús es el hijo natural, de la misma naturaleza
divina que Él.
La
afirmación es clara y maravillosa. Si dos se juntan para pedir a Dios algo, “se
lo dará el Padre del cielo”. Piensen en esto cuando se reúnen en familia o en
grupo para orar, cuando nos reunimos cada domingo en la eucaristía en toda la
redondez del mundo. Por eso la misa de cada domingo tiene un doble efecto: las
gracias que recibe cada uno y las que recibe el conjunto de la Iglesia por la
oración común de todos los fieles. La misa de cada domingo es un gran servicio
a toda la Iglesia.
“Porque
donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Más de una vez he hablado de la importancia de los grupos en la Iglesia. Un
signo de la acción del Espíritu hoy en la Iglesia es el de la proliferación de
grupos eclesiales. Son realizaciones nuevas de lo que Jesús hizo reuniendo
discípulos. En los grupos se progresa en la oración y experiencia de Dios, en
la profundización de la vida cristiana, en la capacitación para dar testimonio
de la propia esperanza, en la posibilidad de realizar tareas apostólicas
imposibles de hacerse solo. Los grupos son el medio más normal de vivir la
Iglesia como comunidad fraterna.
La
Iglesia es el cuerpo de Cristo (Ef 1,23). Está vivificada por la presencia del
Espíritu en cada uno de sus miembros. Recuerden que la misa reserva un lugar
tras la consagración para que oremos por toda la Iglesia y nos unamos a la
Iglesia que espera en el purgatorio y a la Iglesia triunfante. No nos veamos
separados de ella: amémosla, demos gracias a Dios por habérnosla dado como una
gracia, oremos por ella, conozcámosla, estudiemos su doctrina y su historia, la
vida de sus hombres más eminentes, sobre todo sus santos, cooperemos en su obra
con el aporte de nuestras oraciones, sacrificios, limosnas y acción en cuanto
sea posible. Procuremos que nuestra vida levante sentimientos favorables hacia
nuestra fe.
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