Homilía: Domingo 5º de Pascua (C)


Lecturas: Hch 14,20-26; S.144; Ap 21,1-5; Jn 13,31-35.

La Gloria de Dios

P. José R. Martínez Galdeano, S.J.



Estamos en la última cena. Jesús ha lavado los pies de los discípulos y explicado su sentido: Ha descubierto al traidor y ha hecho que se marche. Jesús se siente libre para hablar con el corazón abierto: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”. Por todo el contexto que sigue, ese “ahora” y esa “gloria” suya y de Dios Padre se refieren a su pasión, muerte, resurrección, ascensión al Cielo y envío del Espíritu Santo. La sucesión en cadena de los dramáticos, terribles y maravillosos acontecimientos y misterios de la redención han comenzado ya. Judas va camino del Sanedrín a organizar a su gente y cobrar sus treinta monedas, Jesús trata de preparar a sus discípulos y aceptará en la oración el cáliz que el Padre quiere que beba. A todo ello Jesús lo llama su glorificación y la glorificación del Padre.

Varios siglos antes el profeta Isaías se expresa así vaticinando tales acontecimientos: “No parecía un ser humano; despreciable y desecho de hombres; herido de Dios y humillado; Dios cargó sobre él la culpa de todos nosotros; y él se humilló y no abrió la boca” (v. Is 52,14-53,18). Va a morir con el suplicio de los esclavos, como un maldito, “maldito el que cuelga del madero” (Ga 3,13); siendo el Hijo de Dios va a ser condenado por blasfemo; le condenan a muerte los sacerdotes, las autoridades religiosas y civiles, tanto Herodes como Pilatos, el pueblo entero que le rechaza y pide su muerte degradándole por bajo de un asesino; escupido, insultado, burlado no habiendo hecho daño a nadie; ajusticiado con el suplicio que sólo puede darse a esclavos; hasta abandonado de Dios (v. S. 22).

Pero a los tres días resucitará. Tras la cruz y a los tres días Jesucristo resucita. La resurrección está naturalmente incluida en la glorificación del Hijo y del Padre y eso Dios “lo hará muy pronto”, es decir en su misma resurrección y también en su ascensión a los cielos, que será también pronto, a los cuarenta días; y además en el envío del Espíritu Santo y nacimiento de la Iglesia, que prolonga y es parte de la glorificación de Jesús. “Obediente hasta la muerte y muerte de cruz, Dios lo exaltó y le dio una dignidad por encima de todo otro para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,8-11).

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se dice mucho sobre la Gloria de Dios. La Gloria de Dios es el mismo Dios en cuanto revelando su majestad, su poder, su sabiduría, su santidad, su belleza, su bondad, su misericordia salvadora; es el dinamismo de su ser que se manifiesta y alcanza a sus criaturas y, siendo reconocido, las inunda con su plenitud y grandeza. Entrar en la Gloria y participar de la Gloria de Dios es el fin último para el que los hombres todos hemos sido criados.

Siendo Jesús la persona del Verbo de Dios que ha tomado carne humana en el seno de María, la gloria de Dios está totalmente presente en él. Por eso él es “el resplandor de la gloria del Padre e imagen de su substancia” (Hb 1,3) y “de él irradia a los hombres” (1Cor 3,18). “Él es el Señor de la gloria” (1Cor 2,8).

Esa gloria divina de Jesús se manifiesta como a gotas con sus palabras y milagros: “Nadie habla como este hombre ni hace las obras que él hace” (v. Jn 7,47; 9,32) y en ciertos momentos puntuales como los del bautismo y transfiguración.

Pero es en su pasión y muerte, en su resurrección y ascensión a los cielos y en la venida del Espíritu Santo y en la marcha de la Iglesia donde aparece con más claridad.

Porque con la claudicación de Adán ante la tentación y los innumerables pecados añadidos a lo largo de la historia humana, la creación de Dios, que culmina en la creación en gracia de Adán y Eva con la intención de que todo el género humano tras un período de prueba en la tierra pasase a la felicidad eterna con Dios, corría el peligro de fracasar. La forma elegida por Dios como remedio fue que la segunda persona de la Trinidad, el Hijo, se hiciese parte del género humano. Así podría representar a todos los hombres y pagar en su nombre toda la deuda de sus pecados con una satisfacción justa y más que suficiente, dada la dignidad divina de la persona que la ofrecía. En compensación, pues, de tanta rebeldía de la humanidad a lo largo de los siglos, el Hijo carga con su pecado y se ofrece en sacrificio con el sufrimiento más doloroso, humillante y cruel que la historia ha conocido: “No fueron suficientes los sacrificios de la Antigua Alianza ni ningún otro; por eso me has dado un cuerpo. Aquí vengo para cumplir tu voluntad” (Hb 10,7).

De esta manera fue glorificado el Hijo y Dios Padre fue glorificado en Él, y lo hace en el sacrificio de la cruz. En la cruz se manifiestan gloriosamente el perdón y la misericordia del Padre y su justicia infinita. Porque murió por nuestros pecados y donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Ro 5,8.20). Por eso subraya Juan: “mirarán al que traspasaron” (19,37). Y también subraya que Pilatos no cedió a la protesta de retirar el letrero: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (19,22). Fue lo único en que no cedió; porque es así; porque desde la cruz Jesús reina.

No separemos la resurrección de la cruz ni la cruz de la resurrección. Mirando al Corazón de Cristo traspasado recibiremos el Espíritu Santo, el Espíritu de amor que nos une al Padre y al Hijo y nos hace partícipes de su gloria, el Espíritu que da fuerza a la Iglesia para amar y buscar la salvación de todos los hombres, hasta de sus enemigos. Señal de ello es el amor a los demás con que procedemos en la vida. Porque brota desde el Espíritu y solo el Espíritu, que brota del Corazón de Cristo, nos hace reflejar la gloria de Dios y ser reconocidos como discípulos. Ese amor que nos tengamos en el seno de las comunidades cristianas, de las familias, de las parroquias, es señal de que seguimos a Jesús. Ese amor debe ser nuestra gloria y nuestra forma de dar gloria a Dios.


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