P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Lev 13,1-2.44-46; S. 31; 1Cor 10,31-11,1; Mc 1,40-45
El evangelio de Marcos es la trascripción de la catequesis de San Pedro en Roma. Es una primera catequesis para recién bautizados y catecúmenos, que en su gran mayoría eran de pocas letras y aun esclavos. Trata las verdades más fundamentales: Quién es Jesús, su mensaje y su misión salvadora. Lo hace recordando los hechos de Jesús y seleccionando las ideas más comprensibles.
Estamos en el capítulo primero. Se ha referido a Juan Bautista, conocido por todos; ha aludido sin apenas detalles al bautismo de Jesús y a los 40 días de oración y tentaciones; luego Pedro ha narrado, ahora sí con más detalle, su propia vocación, la de su hermano y la de Santiago y Juan. Da la impresión de que su catequesis quiere dar de lo que él mismo ha vivido; pide se le dé la autoridad del testigo presencial: él mismo estuvo, vio y oyó, sabe lo que dice, dice la verdad y debe ser creído.
Inmediatamente narra lo que podíamos calificar como un “boom” de evangelización. Jesús se ha lanzado. Con autoridad y perentoriamente llama a la conversión y a creer y lo hace con la palabra y con curaciones milagrosas. Estamos en los primeros días de Cafarnaúm, el primer sábado y la primera vez que va a esa sinagoga. Muy pocos le conocen. Admira la contundencia con que habla. Da la casualidad de que esta presente un endemoniado, que se subleva con energía. Lo calla con una palabra y expulsa al demonio. La impresión es enorme. La noticia se divulga. Luego viene la sanación inmediata de la suegra de Pedro. Y apenas se pone el sol, terminado el descanso del sábado, mientras todavía se puede ver, enfermos y endemoniados (el texto los junta) vienen en tropel para curarse. En la mañana siguiente escapa de Cafarnaúm para seguir haciendo lo mismo en otras ciudades. La curación del leproso sucede en estos días.
Un leproso. Ya expliqué el domingo pasado la relación entre pecado y enfermedad. La muerte y la enfermedad, que encamina a ella, es consecuencia del pecado, aunque no siempre personal, y Cristo en la cruz, con el aspecto asqueroso de un leproso del que se retira la mirada (Is 53,4), sufre el castigo de nuestros pecados. San Mateo, que escribe para judíos conocedores de la Escritura, cuando narra este esfuerzo evangelizador, dice expresamente que Jesús cumplía el texto de Isaías: “Tomando nuestras flaquezas y cargando con nuestras enfermedades” (Mt 8,17). De la lepra como castigo de Dios por un pecado se habla en la Biblia varias veces: caso de María, la hermana de Moisés, del rey Ozías, del siervo de Eliseo, Guejazi. La lepra existe todavía, la carne se pudre en vida. Hasta hace 50 años no tenía curación. Para evitar su contagio el Gobierno Norteamericano mantuvo aislados a numerosos leprosos hasta bien entrado el siglo 20 en la isla de Molokay (Islas Hawaii). Allí se contagió y murió el Santo Damián de Veuster.
En la Biblia con la medicina apenas en sus comienzos se llaman lepra a muchas afecciones de la piel; de todas maneras su curación era difícil, larga, a veces imposible. La constataban los sacerdotes, cosa normal en un pueblo religioso para el que la vida es dar culto a Dios. El enfermo estaba impuro y no podía participar del culto ni de la vida social.
La narración del milagro demuestra por los detalles al testigo presencial, a Pedro: El enfermo se acerca (lo que no podría hacer), se pone de rodillas y suplica. Demuestra que no espera otro remedio. “Si quieres, puedes limpiarme”. Tiene fe en el poder de Jesús (que en Israel no puede venir sino de Dios). “Limpiarme”: la lepra mancha, el pecado también. “Sintiendo lástima”: Varias veces aparece este sentimiento en Jesús; tiene lástima del enfermo, del leproso, del hambriento, del pecador. “Extendió la mano, lo tocó. Dijo: quiero, queda limpio. La lepra se fue inmediatamente, quedó limpio. Lo despidió insistiendo en que no lo dijera a nadie, sólo que cumpliese con lo prescrito por la ley, pues debía reintegrarse a la sociedad y al culto.
Los milagros de Jesús fueron una realidad. Los evangelios hablan de al menos 30 milagros. Y Juan añade al final de su evangelio que hizo otros muchos. Y no se puede negar el valor histórico de los evangelios. Los milagros existieron; y existen en la Iglesia. Hoy hay milagros. Pueden leer “Los milagros de Lourdes” de Ediciones Palabra con algunos de los de Lourdes. Se podrían añadir otros como los exigidos para cada canonización y cada beatificación. La mayor parte quedan en silencio o son poco conocidos. Pero siguen existiendo y en abundancia. Lo prometió Jesucristo, los ha habido desde los tiempos de los apóstoles, los sigue habiendo hoy. Y es bueno que así sea.
Cierto que ocupan un lugar secundario detrás de la Revelación y la fe. Porque lo fundamental es creer en Jesús y obrar conforme a esa fe. Pero el milagro es un signo de fe. Subraya que Jesús es Dios, porque puede hacer maravillas, que es verdaderamente el Salvador, que Dios es misericordioso. Es un testimonio de fe, es medio para aumentarla, es signo de salvación y de la presencia y poder del Reino de Dios. No siendo lo más esencial, no son extrínsecos ni están fuera de la Revelación sino que son parte de ella, realizan la salvación que proclaman, son anticipo, signo y garantía de la fuerza de la gracia de Dios. Finalmente tienen una dimensión racional y son prueba de la validez del mensaje. Así la Palabra y la acción reveladora de Dios producen sus efectos cuando los milagros son acogidos en clima de fe y adhesión religiosa.
Esta actividad de Jesús, casi desaforada, a favor de la Palabra y de las curaciones de enfermos, está preciosamente comentada en el Catecismo: «Jesús acompaña sus palabras con numerosos milagros, prodigios y signos, que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (Lc 7,18-23). Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (Jn 5,36; 10,25). Invitan a creer en Jesús (Jn 10,38). Concede lo que le piden a los que acuden a Él con fe. Por tanto los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es el Hijo de Dios (Jn 10,31-38). Pero también pueden ser ocasión de escándalo (Mt 11,6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios. Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia (Lc 19,8), de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizo unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (Lc 12,13s; Jn 18,36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (Jn 8,34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás. “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (CIC 547-550)».
Y dado que la misión de la Iglesia es la misma de Cristo, porque así se la ha dado, es coherente que la Iglesia, además del poder de la palabra, tenga el de los milagros. «La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que Dios ha visitado a su pueblo (Lc 7,16) y que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado a lo largo de los siglos de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren. Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no solo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el pecado del mundo, del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura Él y nos une a su pasión redentora. Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su cruz. Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio y de compasión y de curación. El Señor resucitado renueva este envío y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre. Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es verdaderamente “Dios que Salva” (Mt 1,21). “Sanen a los enfermos” (Mt 10,8). La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos y de manera especial por la Eucaristía pan que da la vida eterna y cuya conexión con la salud corporal insinúa San Pablo” (CIC 1503-1509)».
“El justo vive de la fe”. No tengamos miedo en pedir milagros por los enfermos. Los que tienen ancianos y enfermos en su casa, los que se sienten llamados a visitarlos, sepan que es un ministerio maravilloso en la Iglesia y no duden en sacrificar otras actividades a favor de la caridad y el apostolado que aparentemente son importantes. La oración y el dolor de un enfermo aceptados y ofrecidos con fe hacen más bien a la salvación de los hombres que muchas otras obras más brillantes. Dios ha suscitado organizaciones religiosas enteras para este apostolado en la Iglesia y las seguirá suscitando. Ser llamado a este ministerio es una gracia apostólica. Acepten esta vocación. Visitar enfermos, cuidar enfermos, orar por ellos, consolarlos, pedir su curación incluso por milagros. Aumentará su fe y les llevará muy adelante en la santidad.
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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