P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
29.7. SUCESIÓN APOSTÓLICA
El tema de la sucesión
apostólica, desde los Doce Apóstoles con Pedro a la cabeza hasta el día de hoy,
es un tema muy discutido y puesto en
duda por la opinión teológica de los protestantes. Ellos niegan que Jesucristo
haya querido que hubiera dicha sucesión apostólica como la vivimos hoy día.
Para ellos la sucesión apostólica tal y como la presenta la Iglesia Católica es
una cuestión meramente cultural e histórica, es decir, es creación de hombres,
una forma de gobierno humana y nada más.
Acerca de la sucesión apostólica la Iglesia enseña:
"Cristo ha querido que los
apóstoles tuvieran sucesores en su tarea jerárquica. Estos sucesores son los
Obispos. Los poderes jerárquicos concedidos a los apóstoles se transmitieron a
los Obispos". (de fe).
El Concilio de Trento,
enseña : "Por ende, declara el Santo Concilio que, sobre los demás grados
eclesiásticos, los Obispos que han sucedido en el lugar de los Apóstoles,
pertenecen principalmente a este orden jerárquico y están puestos, como dice
el mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios, Hech 20,
28". Denz 960.
El Concilio Vaticano I,
enseña: "Así pues, como Jesús envió a los apóstoles, que había escogido
del mundo, lo mismo que El había sido enviado por el Padre, Jn 20, 21, de la
misma manera quiso que en su Iglesia hubiera pastores y maestros hasta la
consumación de los siglos", Denz 1821. Y después dice: "Tales
pastores y maestros son los Obispos, sucesores de los apóstoles", Denz
1828. La perpetuación de los poderes jerárquicos es consecuencia necesaria de
la indefectibilidad de la Iglesia pretendida y garantizada por Cristo. La
promesa que Cristo hizo a sus apóstoles de que les asistiría hasta el final de
los tiempos, Mt 28, 20, supone que el ministerio de los apóstoles se perpetuará
en los sucesores de los apóstoles.
Estos, conforme al mandato
de Cristo, comunicaron sus poderes a otras personas; por ejemplo: S. Pablo a
Timoteo y Tito, 2 Tim 4, 2-5; Tit 2, 1, (poder de enseñar); l Tim 5, 19-21; Tit
2, 15 (poder de regir); l Tim 5, 22; Tit
1, 5 (poder de santificar). En estos dos discípulos del Apóstol aparece por
primera vez con toda claridad el episcopado monárquico que desempeña el
ministerio apostólico.
El Concilio Vat. II en
Lumen Gentium Nº 18 dice: “ siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I ...
enseña con él que Jesucristo ... quiso que los sucesores de los apóstoles, los
obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos”.
Y en Lumen Gentium, Nº 20 enseña: (refiriéndose a los
Obispos como sucesores de los Apóstoles). "Esta divina misión, confiada
por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin del mundo", Mt 28,
20, puesto que el evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el
principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles se cuidaron
de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada, (la
Iglesia). En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio,
sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su
muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo
de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos, encomendándoles que
atendieran a toda la grey; en medio de la cual el Espíritu Santo los había
puesto para apacentar la Iglesia de Dios, Hech 20, 28. Y así establecieron
tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros
varones probados se hicieran cargo de su ministerio. Entre los varios
ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo en la Iglesia,
según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de
aquellos que, ordenados Obispos, por una sucesión que se remonta a los mismos
orígenes, conservan la semilla apostólica".
Este punto de la sucesión apostólica,
como ya dijimos, es el que ha suscitado
gran dificultad para muchos teólogos protestantes. De nuestra parte, a fin de
situarlo en una perspectiva histórica correcta, hacemos tres observaciones
preliminares:
a.- Más que nunca es
preciso guardarse aquí de todo anacronismo y no pedir a unos textos escritos en
el Siglo I precisiones y formulaciones
que exigieron siglos de trabajo.
b.- Lo dicho anteriormente
es tanto más importante cuanto que los apóstoles, en estos comienzos de la
Iglesia, tenían que cumplir efectivamente con la misión que les había confiado
Cristo más que justificar su modo de hacer. Así, pues, los que nos han legado
no es tanto una justificación apologética y canónica de sus poderes apostólicos
como el relato y el testimonio de esa misión apostólica vivida en la fe.
c.- Es necesario,
distinguir bien entre el principio mismo de la sucesión (que es el fondo del
problema) y las modalidades históricas que ha revestido a través de la historia
de la Iglesia y que, preciso es admitirlo, no siempre han sido muy claras.
Al amparo de estas
observaciones, analizaremos tres series de textos que nos ayuden a comprender
la legitimidad de la sucesión apostólica: la intención de Jesucristo, la
actitud de los Apóstoles, y los testimonios de la Iglesia Post - Apostólica
1.- La intención de
Jesucristo: Aun cuando Cristo no nos haya dejado ninguna declaración explícita
sobre la sucesión apostólica, no cabe, sin embargo, la posibilidad de engañarse
acerca de sus intenciones profundas. Como observa el Conc. Vat. II Cristo ha
manifestado claramente su pensamiento:
- Una Iglesia hecha para
durar hasta el final de los tiempos, Mt 28, 20
-
La actitud de los apóstoles. Confiando a los apóstoles unos poderes
tales que su supresión no permitiría a la Iglesia seguir siendo fuente de vida.
A.- Una Iglesia que perdura
hasta el final. El Conc. Vat. II hace una alusión explícita a Mt 28, 30: “Y he aquí que yo estaré con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo”. A este texto tan claro, cabe añadir Mt 16, 17-19; Lc 24, 29;
Jn 14, 16-17. También hay que añadir las parábolas del crecimiento Mt 13, 1-50;
Mc 4, 1-9; Lc 8, 5-8. A juzgar por estos textos la Iglesia fundada por Cristo
es un largo misterio de crecimiento y debe durar tanto como el mundo.
B.- La naturaleza de los
poderes jerárquicos confiados a los apóstoles. Es indispensable distinguir aquí
dos tipos de poderes confiados a los apóstoles:
a.- De un lado, aquellos
poderes que están unidos a su función de fundadores de la Iglesia, y que, como
tales, son evidentemente intransmisibles (el derecho, por ejemplo, de promulgar
ciertos sacramentos, unción de los enfermos en Santiago)
b.- De otro lado, aquellos
poderes vinculados a la estructura de la Iglesia que, en la hipótesis de su
desaparición, toda esa estructura resultaría modificada y ya no se trataría de
la misma Iglesia. Tal es el caso de los tres poderes de predicar la palabra de
Dios con autoridad, de administrar los sacramentos, y el poder de gobernar al
pueblo de Dios. Si uno de estos tres poderes desapareciera, por ser
supuestamente intransmisible, todo el edificio eclesial se vendría abajo.
2.- La actitud de los
apóstoles: Al principio, los apóstoles dirigen personalmente o mediante
emisarios las nuevas comunidades cristianas Hech 8, 14; 9, 22; 15, 22. Luego,
poco a poco, se asocian a un cierto
número de “auxiliares varios”, en cuyas manos dejan cada vez más el
cuidado de estas Iglesias locales y a los que confieren por medio de un rito
preciso, el de la imposición de las manos, 1 Tim 4, 14; 5, 22, los poderes que
Cristo les había confiado Hech 220,28; 1 Petr 4,2; 1 Tim 3,5; 4,6; 17, 2; Tit
1,5; 2,15.
Para designar a estos colaboradores, la
Escritura recurre a diversos nombres: ancianos o “presbíteros”, (presbiteros)(presbiteros), llamados también “epíscopos”, (episkopos)(episkopos), (vigilantes): Hech
11,30; 14, 23; Filp 1,1; 1 Tim 3, 1-7; Tit 1,5. Por lo demás debe dejarse aquí
constancia de lo difícil que resulta forjarse una idea precisa del alcance
exacto de estos diversos términos señalados. Lo que sí está claro en los
escritos del N. T. Que los apóstoles preparan poco a poco, eligiéndoles e
impulsándoles a actuar, a unos colaboradores que serán después sus sucesores, y
todo esto en razón de las exigencias mismas de la vida dinámica de la Iglesia.
No obstante haremos algunas observaciones:
A.- Al principio, parece
que los apóstoles procuraron mucho más de rodearse de colaboradores que
asegurar su propia sucesión. Al principio dada la gran expectativa escatológica
que había, parece que no se preocuparon mucho es buscar sucesores pero conforme
pasa el tiempo y el final de los tiempos no llega se plantean el problema de la
sucesión apostólica.
B.- No se pretende, sin
embargo, que el proceso de esta sucesión resulte del todo claro. Hay que
admitir que en este proceso subsisten no pocas zonas oscuras, sobre todo:
- En el sentido y alcance
exacto de los términos : presbíteros = “presbiteros ” “presbiteros ” y epíscopos
= ”episkopos” ”episkopos”:
- El modo concreto de pasar de la primera organización jerárquica, que
sobre el terreno parece haber sido de tipo más comunitario, a la organización
actual, que aflora ya a comienzos del Siglo II con S. Ignacio de Antioquía y
que se ha dado a veces en llamar
“organización monárquica”, por cuanto cada Iglesia está presidida,
efectivamente, pro su propio y único Obispo
- La evolución, por lo
demás, no es uniforme en toda la cristiandad. Algunos teólogos, como Colson,
juzgan necesario distinguir dos grandes líneas de acción episcopal. Una más
sensible al valor propio de la comunidad local y que desemboca muy pronto en el
episcopado “monárquico” y sedentario, como S. Ignacio de Antioquía y que
pertenece a la línea de la teología joánica. La otra, más sensible a la unidad
del conjunto, línea en la que el vínculo de la unidad se concibe como un
apostolado esencialmente itinerante y misionero, y que pertenece a la tradición
paulina
- Importan, finalmente,
subrayar el aspecto comunitario de la tarea apostólica: “Apóstoles, delegados
de apóstoles, sucesores de apóstoles, los evangelizadores no están
primitivamente vinculados a un territorio determinado, ni a un pueblo. Ejercen
la evangelización solidariamente. Y las Iglesias fundadas, organizadas,
visitadas por éste o aquél, no constituyen propiamente hablando unos feudos,
sino que todas juntas constituyen la
Iglesia unida por la colegialidad en la predicación apostólica”. Colson.
3.-
Los testimonios de la Iglesia Post – Apostólica: Sólo presentamos un
reducido número de textos.
a. S. Clemente de Roma: En
cara escrita en el año 95 va dirigida a la Iglesia de Corinto, divida y en
conflictos por divisiones internas, cuyo
objeto principal es el sentido y función de determinados presbíteros. S.
Clemente dice: “Los apóstoles han sido
para nosotros mensajeros de la buena nueva de parte del Señor Jesucristo. El
Señor Jesús fue enviado por Dios,
Cristo, pues, de parte de Dios, y los apóstoles de parte de Cristo. Ambas cosas
proceden, en buen orden, de la voluntad de Dios”.
Pasando luego a comentar la
organización de las comunidades cristianas prosigue: “Mientras predicaban por
las ciudades y pueblos iban constituyendo a los eran las primicias de ellos, y
después de probarlos por el espíritu, como obispos y diáconos de los futuros
creyentes”.
Finalmente afirma:
“Nuestros apóstoles supieron por nuestro Señor Jesucristo que habría discusión
a propósito de la dignidad del episcopado. Por esto, en su presciencia perfecta
del futuro, instituyeron a los antes citados y fijaron la regla de que, después
de su muerte, otros hombres probados tomaran el relevo de su ministerio:
aquellos que fueron comisionados por los apóstoles o más adelante por otros personajes
eminentes, con la aprobación de la
Iglesia”.
b. San Ignacio de
Antioquía: El testimonio es doble: Por un lado nos aporta información
particularmente preciosa sobre lo que era, en los comienzos del Siglo II, la
organización de la Iglesia oriental, con su Obispo, su presbiterio, y sus
diáconos; por otro lado esboza ya una primera teología del episcopado, la que
era de esperar en un discípulo de S. Juan evangelista.
Para S. Ignacio, no reconocer al Obispo
equivale a no reconocer la encarnación de Cristo. Sin el Obispo, los
presbíteros y los diáconos, escribe, no hay Iglesia. S. Ignacio escribió: “es
evidente la necesidad de considerar al Obispo como al Señor mismo”, Carta a
Ephesios, 6,2. “Que nadie, sin el Obispo, haga nada relativo a la Iglesia....
Obrar a escondidas del Obispo es servir al diablo” Smyn, 8, 1-2.
c. S. Ireneo de Lyon:
hacia los años 180 a 190, habla de la tradición de los apóstoles: “Todos los
que quieren ver la verdad pueden contemplar en toda la Iglesia la tradición de
los apóstoles, manifiesta en el mundo entero. Y podemos enumerar a quienes los
apóstoles instituyeron como obispos de las Iglesias y sus “sucesiones” hasta
nosotros. En este orden y en esta sucesión es como la tradición que está en la
Iglesia a partir de los apóstoles y la predicación de la verdad han llegado
hasta nosotros”. Adversus Haerexes, III, 3,2; 3,3.
d. Tertuliano: A comienzos
del Siglo III de la cristiandad invitaba a los herejes a demostrar el origen apostólico de sus Iglesias, si es
que querían que se les diera crédito, y escribía: “Mostrad los orígenes de
vuestras Iglesias, desplegad la lista de sucesión de vuestros obispos, probad,
que desde el principio, su sucesión ha sido continua, que el primer obispo tuvo
como fiador y predecesor a uno de los apóstoles”. De praescripti, 32.
Conclusión.
Estos
testimonios citados, unidos a los textos de las Escrituras, permiten ya sacar
alguna conclusión. Precisamente para responder a la misión que Cristo les había
confiado, los apóstoles, poco a poco, establecieron la institución jerárquica
de la Iglesia, tal como existe desde principios del Siglo II, y que es ya
sustancialmente la que hace vivir hoy a la Iglesia de Cristo. Así pues, esta
institución no es una invención humana, como pretenden demostrar los teólogos
protestantes, sino que responde a la voluntad formal de Cristo, es un don de
Dios, es una institución divina.
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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por su colaboración.
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