Papa Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud - Madrid 2011


Con motivo de la participación del Papa Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud Madrid 2011 recomendamos la lectura de sus discursos, mensajes y homilías.


Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Juventud de 2011 - Madrid

Discurso del Papa a su llegada a Madrid

Fiesta de acogida de los jóvenes - Discurso del Papa JMJ 2011

Papa en encuentro con religiosas en la JMJ Madrid 2011

Papa en encuentro con profesores universitarios jóvenes - JMJ Madrid 2011

Discurso del Papa en Via Crucis - JMJ Madrid 2011

Homilía del Papa en Misa con seminaristas - JMJ Madrid 2011

Papa en Fundación Instituto San José, JMJ Madrid 2011 - Discurso

Homilía del Papa en vigilia de oración - JMJ 2011

Homilía del Papa en la Misa para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud - Madrid 2011

Papa en Ángelus - JMJ 2011

Papa en encuentro con los voluntarios de la XXVI JMJ Madrid 2011

Discurso en despedida del Papa - JMJ 2011

Cargando nuestra cruz


P. Adolfo Franco, S.J.
Mateo 16, 21-27
El tema del Evangelio de este domingo es central en la enseñanza del Evangelio: La Cruz y la Resurrección.


Jesús manifiesta a sus apóstoles el plan de la Redención; les dice todo lo que le va a suceder en su Pasión. Y ellos reaccionan, y Pedro reacciona con un vigor excesivo y dice a Jesús: ¡eso no te va a pasar! Y Jesús responde a Pedro, como pocas veces lo hizo: ¡Apártate de mí Satanás! Y tomando pie de esta situación añade además varias afirmaciones fundamentales sobre el camino que se debe tomar para seguirlo: cargar con la propia cruz y perder la vida.
¿Y qué hacemos con esta página del Evangelio? ¿La borramos? Evidentemente que es muy central esta enseñanza de Jesús. Sabemos que es muy central para la Redención que Cristo padeciese lo que padeció. Pero de todas formas resulta complicado. Y más complicado aún es aplicarse a uno mismo la enseñanza referente al cargar la cruz y al perder la vida.
Esta enseñanza de Cristo para nuestra vida nos resulta chocante e incomprensible; pero, en contra de nuestro sentido común todo esto que Jesús nos dice es la mayor verdad que nos puede presentar para guiarnos en la vida. Aquí nos movemos en un terreno completamente desconocido, porque desafía de manera radical nuestra lógica, y el sentido común.
Después de muchos años de fe, después de dos mil años la Pasión de Cristo se ha hecho lejana y la hemos dulcificado, y por eso fácilmente la aceptamos en Cristo. Aunque deberíamos devolver a esta enseñanza su realismo y recuperar la crudeza de los hechos. Y Cristo afirma, y es la verdad, que ahí está la salvación, que ahí se encuentra el amor, y que para eso valió la pena su vida.
La plenitud, la realización ¿cómo puede estar dónde aparece el sacrificio, una aparente destrucción?.
¿Cómo puede ganar la vida el que la pierde? Pienso que aquí se encuentra la más hermosa lección sobre la vida, que Cristo podía darnos. Al entregarse a la Pasión, a la suya, Jesús no sólo cumplió la voluntad del Padre, sino que nos enseñó el camino de nuestra propia vida.
Hay que darlo todo, dárselo todo, sin condiciones y sin límites. Sin tener previsiones, sin que se nos dé un adelanto de cómo será el resultado, y cómo será el camino. Fiarse plenamente y a ciegas, aunque las cosas parezcan diferentes, aunque todo lo veamos al revés: permitirle que El me tome de la mano y me lleve por caminos que ignoro, por sitios que parecen oscuros, por situaciones de abandono. Y esto sin temores, sin titubeos, creyendo, sobre toda apariencia, que El sabe lo que hace y que lo que hace es lo mejor que me puede pasar.
Firmar así un cheque en blanco no es fácil y sin embargo es el reto que nos plantea la Pasión del Señor, y el camino que Jesús en este pasaje nos indica: de seguirle con nuestra cruz, y perder la vida. Y ciertamente es la pura verdad que uno alcanza el tope de la vida, cuando descubre que hay Alguien al que podemos darle todo, y mejor aún, Alguien al que permitirle que tome todo: como quien pone a sus pies el baúl de nuestra vida abierto completamente, para que se lleve todo, de la manera que El decida, sabiendo que esto es el tope y la plenitud de la existencia: así se experimenta (no sólo se sabe) que el que pierda la vida por El, la encontrará.
Cuando se acepta eso, la entrega total sin límites, el corazón a la vez encuentra que todo es amor, y que eso es el significado hondo de la vida y nos llega a envolver una paz, como nunca habíamos sentido. Es verdad: solamente es capaz de amar de verdad el que da la vida entera. Y realmente si uno vive para amar, entonces descubre que la vida que aparentemente se había perdido, se la encuentra de la mejor manera.
El problema es cuando uno se queda a mitad de camino en la entrega, porque entonces no se llega a la luz, y la entrega se convierte más que en muerte, en tormento, y en absurdo.
Paradojas que nos desafían, y que nos invitan: por eso El toma la delantera, para que nosotros simplemente carguemos cada uno la propia cruz y sigamos sus huellas.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Homilía: Cargando con nuestra cruz - 22º TO(A)



P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Jer 20,7-9; S.62; Ro 12,1-2; Mt 16,21-27



Hice notar el pasado domingo que en esta parte del evangelio San Mateo trata de la Iglesia. Fue voluntad de Cristo fundar la Iglesia y dar en ella a Pedro plenos poderes. El texto de hoy sigue de modo inmediato.

El primer paso de los discípulos de Cristo, lo primero que deben saber es que han de aceptar la cruz en sus propias vidas: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y (entonces) me siga”. El texto tiene un claro sabor hebreo y por ello es también posible que sean iguales o muy cercanas a las que empleó el mismo Cristo: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; el que la pierde por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”.

Pero no es fácil. Ponderemos la reacción de Pedro. Pedro acaba de recibir una gran revelación del Padre y Cristo le ha bendecido, prometido el gobierno y la infalibilidad en su Iglesia futura, y le reprende ahora con una severidad extraordinaria. Llega a calificarlo de Satanás. En realidad le tienta como lo hizo Satanás tras la oración de 40 días, cuando iba a comenzar su ministerio: Ir por el camino del éxito y del triunfo humano. Aunque hubiéremos recibido grandes dones de Dios, nos es difícil a veces aceptar la cruz en nuestro servicio a Cristo.

San Pablo en su primer viaje apostólico recordaba a los convertidos que “por muchas tribulaciones es necesario entrar en el Reino de Dios” (Hch 14,22). A su querido discípulo Timoteo le recuerda que “todos los que quieran vivir piadosamente, padecerán persecución” (2Ti 3,11). Y a los cristianos de Corinto, que se están desviando, les recuerda que unos buscan a un Cristo milagrero y otros mucha sabiduría, pero que él les predicó a Cristo crucificado (1Cor 1,23-24). De sí mismo dice que está crucificado con Cristo y no quiere saber sino a Cristo crucificado (Gal 2,20; 1Cor 2,2).

También la primera lectura de hoy nos habla de la llamada de Dios a Jeremías. Le pide que predique un mensaje que nadie en Israel quiere escuchar y que le va a acarrear persecución y cárcel. Es así a veces la voluntad de Dios para con nosotros: que hagamos lo que a la gente no gusta y por lo que nos perseguirán.

Es fácil incurrir en el error de Pedro. Hasta hay quienes en la cruz ven un castigo de Dios. Como no ven que hayan cometido un pecado tan grande, se rebelan contra Dios por injusto.

Sin embargo Cristo y al Iglesia en el lenguaje de su liturgia nos recuerdan siempre la cruz. Entramos en la Iglesia con la señal de la cruz, comenzamos la misa y otras oraciones con la señala de la cruz. Las bendiciones se dan normalmente con la señal de la cruz. El perdón de nuestros pecados y todas las bendiciones de Dios nos las ha merecido Cristo en la cruz. La obra fundamental de Cristo se hizo en su cruz.

La obra de Cristo en sus santos se hace también con la cruz, haciéndose partícipe de los sufrimientos de Cristo. Nuestra naturaleza tiene, aun en los más santos, inclinación hacia el mal y resistencia al bien: “En pecado me concibió mi madre”, “el pecado está en mí” (S. 51; Ro 7,17). Los que quieren vivir según el espíritu de Cristo encontrarán dificultad. Sentirán como que suben una montaña. Quien no nota esto, es posible que no lleve una vida en verdad cristiana. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos de Roma a “presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios y a no ajustarse a este mundo sino a transformarse por la renovación de la mente” (v. lectura 2ª de hoy).

Es en la cruz de Cristo donde encontramos el perdón de nuestros pecados. En la cruz de Cristo brota nuestro arrepentimiento. En la cruz descubrimos su amor. En la cruz se despierta nuestro amor. En la cruz encontramos fuerza para llevar la nuestra.

La corrección de defectos exige esfuerzo y cruz. La adquisición de virtudes lo mismo. Este esfuerzo es forma normar y diaria de acompañar nosotros a Jesús con la cru

Pero además la vida humana es frágil. Muchas cosas nos suceden que no son las que queremos. Una enfermedad, un accidente, un tropiezo o fracaso económico, un acontecimiento no deseado, un proyecto que nos ha fracasado. Debemos aprovechar todas esas cosas para ofrecerlas a Dios y darle un “culto razonable”. Entonces nadie podrá quitarnos la alegría, recordando que todo lo que sucede a los elegidos de Dios es permitido para nuestro bien (Ro 8,28). “Más importante que lo que nos sucede, es lo que hacemos con lo que nos sucede” dice un escritor.

Esta conformidad con la cruz de Cristo, la gracia para llevarla con paciencia y aun alegría, es un gran fruto de la oración y debemos pedirla constantemente. Si el Señor nos la concede (y desea concederla) será un buen testimonio cristiano, dado sin soberbia, que acabará interrogando a los que conviven con nosotros. Y veremos también con frecuencia la mano providente de Dios en nuestra vida. Cree y entenderás (v. Mt 8,13)



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¿Y vosotros quién decís que soy Yo?


P. Adolfo Franco, S.J.

Mateo 16, 13-20

La pregunta que hizo Jesús a sus apóstoles, nos la hace a todos nosotros ¿qué concepto tenemos de El? ¿qué encuentros hemos tenido y tenemos con El?


En este momento de la vida de Jesús, los apóstoles ya han estado bastante tiempo con El. Y se ha dado a conocer a las multitudes con sus milagros y sus predicaciones en diversas regiones de Israel. Jesús hace una pregunta a sus discípulos ¿quién dice la gente que soy yo? Una pregunta muy importante. No se trata de curiosidad, sino de ver hasta qué punto ha llegado el mensaje que predica. Porque unos lo veían como un simple bienhechor que resolvía los problemas con sus milagros, otros lo veían con agrado por sus palabras hermosas, pero también había quienes lo veían con disgusto, como un peligro, como un pecador inclusive. Tantas formas diferentes como veían a Jesús sus contemporáneos en ese momento y en la actualidad.

Y Jesús les dirige entonces la pregunta a sus discípulos y nos la dirige a nosotros ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Entonces Pedro tomó la palabra y dijo... y ahora soy yo mismo el interpelado por esta pregunta que es fundamental: Jesús se dirige a mí y me la pregunta en forma más insistente ¿tú de veras sabes quién soy yo?

Es claro que nadie podrá responder correctamente a esa pregunta, si no lo conoce. Además se trata de un conocimiento diferente a los otros conocimientos. ¿Podemos llegar a conocerlo? ¿Estaremos alguna vez en capacidad de responderle a la pregunta que El nos hace?

Si nos fijamos bien, en nuestra vida ha habido momentos en que hemos conocido de forma especial a Jesús, y poco a poco esos conocimientos se han ido juntando para ir formando su imagen en nuestro corazón. Porque, y esto es claro, a esa pregunta de Jesús solo se responde con el corazón.

Quizá la primera experiencia del conocimiento de Jesús, fue esa noche víspera de nuestra Primera Comunión. Estábamos en el umbral de la niñez (a punto de salir de ella) y todo nuestro candor se convirtió en una ilusión pura: al día siguiente recibiríamos por primera vez al amigo Jesús: estar con El era en ese momento lo más importante de nuestra vida. Y así esa podría ser una respuesta (aunque incompleta) a la pregunta de Jesús: Señor, tu fuiste la mayor ilusión de mi niñez.

Pero hay más y mucho más. Seguramente hemos tenido clases sobre la vida de Jesús y de su misterio, clases de biblia y teología. Lecturas que nos han enardecido. Todo eso se ha ido acumulando para ayudar a formar también esa respuesta. Pero lo principal son esas experiencias hondas, que nos han acercado al conocimiento interior. Alguna vez en especial hemos sentido el peso de nuestro pecado, nos hemos sentido sucios y desalentados: quién me devolviera la ilusión y me permitiera volver a comenzar: y en ese momento apareció El a través de una confesión honda y suplicante; y salimos de ese perdón con la sensación de que El nos había abrazado y que empezábamos de nuevo a estrenar la vida. Y también podríamos responder a la pregunta, diciendo: Tú Jesús fuiste el que me devolvió la dignidad perdida y me hiciste vivir de nuevo con ilusión.

¿Quién dices tú que soy yo? Jesús nos pregunta y nuestra experiencia de vida le va contestando, etapa por etapa. ¿Y cuántos otros momentos en que lo hemos visto? En la intimidad del silencio, en la oración, cuando toda nuestra vida quiere convertirse en adoración a nuestro “único Amor” su imagen se va completando en nuestro corazón. Y en algunos momentos nuestra única respuesta a su pregunta es mirarlo con los ojos cerrados sabiendo que El es capaz de leer en nuestro centro mismo la respuesta para la cual no encontramos palabras suficientes. Y terminaríamos diciéndole pobremente: JESÚS TU ERES TODO.

Qué pregunta tan sorprendente ¿quién dices tú que soy yo? La pregunta central, a la cual vale la pena dedicarle toda la vida.




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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.


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Homilía: Cristo y el Papa, unidad inseparable - Domingo 21º TO

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J. Lecturas: Is 22,19-23; S. 137; Ro 11, 33-36; Mt 16, 13-20


En el texto evangélico de hoy distinguen los exegetas (los especialistas de la Biblia) el comienzo de una parte dedicada a la Iglesia. Jesús ha sido mostrado a los lectores judíos especialmente como el Mesías prometido a lo largo del Antiguo Testamento. Ahora dedica San Mateo unos capítulos a la Iglesia como obra de Cristo y a las actitudes más importantes de la conducta de sus discípulos en ella.

Jesús se ha retirado con sus discípulos a la zona norte de Palestina, lejos de Jerusalén y de las grandes ciudades. Va a dedicar el tiempo más a sus discípulos. En esta conversación Jesús comienza indagando sobre el conocimiento que han alcanzado sobre su persona. Le han escuchado sus discursos y polémicas y han sido testigos de sus milagros. ¿Qué conclusiones han sacado?

Primero pregunta sobre lo que dice la gente y luego sobre sus propias conclusiones. Pedro es el que responde, acierta plenamente y recibe una bendición y una promesa sobre la misión que le reserva en la Iglesia, que tiene intención de fundar. Como saben, son palabras fundamentales y otras veces las hemos comentado.

Las palabras que Mateo cita como de Jesús son todas ellas muy propias del modo de hablar judío: el cambio de nombre a Simón por el de Pedro o piedra (que no es nombre propio en hebreo ni en griego), el apelativo de “hijo de Jonás” en lugar de Juan. Los términos de “carne y sangre” (no huesos), de “mi Padre que está en el cielo”, de “Iglesia”, que en el Antiguo Testamento designa al pueblo elegido, “las puertas” como símbolo del poder, las “llaves” como signo de autoridad, el “atar y desatar” como mandar y permitir. Vienen a ser una catarata de términos que manifiestan claramente el cuidado que tiene el evangelista por recordar y citar los mismos términos empleados por Jesús; y esto mismo denota la especial importancia que les da para quienes hemos sido favorecidos con la gracia de la fe cristiana.

El texto muestra que Cristo fue el que fundó la Iglesia: “sobre esta piedra edificaré MI IGLESIA”. Esta Iglesia de Cristo tiene como cimiento necesario a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Esta Iglesia es infalible en la proposición de la verdad de fe, así como también es infalible la roca en que se asienta: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no la derrotará”. En esta Iglesia el poder supremo, que le viene de Dios, lo tiene el sucesor de Pedro. El tiene las llaves del Reino y lo que ate y desate en el gobierno de la Iglesia, viene a ser en esas condiciones lo que Dios quiere que se haga. Además la expresión del atar y desatar exige e incluye también la infalibilidad en materias de fe y costumbres, pues sería contradictorio que una enseñanza falsa o inmoral haya que aceptarla para salvarse.

Con razón, pues, los fieles católicos tienen por el Papa una veneración especial. Esto no significa que no se equivoque nunca en sus determinaciones prácticas de gobierno, ni siquiera que no pueda pecar, pero en su enseñanza tenemos seguridad normalmente plena.

Esta adhesión al Papa nos distingue ciertamente, pues Cristo no instituyó muchas iglesias diferentes, con credos y morales diferentes. El habló de un solo rebaño bajó un solo pastor. Este pastor en definitiva es él; pero ya no está visible en este mundo; está ciertamente mas no lo vemos. Pedro, el Papa, es el que en la Iglesia hace visible a Jesús, nuestro supremo pastor. Por eso estar con el Papa es estar con Cristo.

Cierto que no es la única representación visible de Cristo. Los obispos, los padres, cualquier autoridad legítima, los pobres, cualquier cristiano y aun persona representan a Cristo, pero no es lo mismo. Lo entienden ustedes bien.

Así agradecidos al don del Papa, como un beneficio de Dios, pidamos por él y demos gracias al Todopoderoso. No pensemos que le es fácil desempeñar una misión que es más divina que humana. Les recuerdo que en todas las misas después de la consagración la Iglesia pone en nuestros labios una oración que incluye el nombre del Papa. Es muy importante.

Además debemos esforzarnos en conocer sus enseñanzas. A veces se ha contrapuesto la enseñanza pastoral de los papas con la enseñanza de los llamados profetas. Es un error contraponerlas, aceptando una y rechazando otra. Cualquier expresión profética carece de legitimidad si no está de acuerdo con el contenido de la fe. Por otro lado quien lea los mensajes papales, encuentra continuamente expresiones cargadas de profetismo, originales, bellas, brillantes, estimulantes, que no sólo explican, sino iluminan y encienden. La profecía no está ausente de las palabras de los papas, sino que aparece de continuo.

Por eso es normalmente cierto que quien no está con el Papa no está con Cristo. Demos gracias a Dios porque ha querido que en nuestros días podamos gozar de su presencia, seguir sus pasos y escucharlo con tanta cercanía y facilidad. Que ese amor nos siga distinguiendo a los católicos. Porque donde está el Papa, está la Iglesia y donde está la Iglesia está Cristo.




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Discurso en despedida del Papa - JMJ 2011


VIAJE APOSTÓLICO A MADRID
CON OCASIÓN DE LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
18-21 DE AGOSTO DE 2011

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional Barajas de Madrid
Domingo 21 de agosto de 2011

Majestades,
Distinguidas Autoridades nacionales, autonómicas y locales,
Señor Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española,
Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado,
Amigos todos:

Ha llegado el momento de despedirnos. Estos días pasados en Madrid, con una representación tan numerosa de jóvenes de España y todo el mundo, quedarán hondamente grabados en mi memoria y en mi corazón.

Majestad, el Papa se ha sentido muy bien en España. También los jóvenes protagonistas de esta Jornada Mundial de la Juventud han sido muy bien acogidos aquí y en tantas ciudades y localidades españolas, que han podido visitar en los días previos a la Jornada.

Gracias a Vuestra Majestad por sus cordiales palabras y por haber querido acompañarme tanto en el recibimiento como, ahora, al despedirme. Gracias a las Autoridades nacionales, autonómicas y locales, que han mostrado con su cooperación fina sensibilidad por este acontecimiento internacional. Gracias a los miles de voluntarios, que han hecho posible el buen desarrollo de todas las actividades de este encuentro: los diversos actos literarios, musicales, culturales y religiosos del «Festival joven», las catequesis de los Obispos y los actos centrales celebrados con el Sucesor de Pedro. Gracias a las fuerzas de seguridad y del orden, así como a los que han colaborado prestando los más variados servicios: desde el cuidado de la música y de la liturgia, hasta el transporte, la atención sanitaria y los avituallamientos.

España es una gran Nación que, en una convivencia sanamente abierta, plural y respetuosa, sabe y puede progresar sin renunciar a su alma profundamente religiosa y católica. Lo ha manifestado una vez más en estos días, al desplegar su capacidad técnica y humana en una empresa de tanta trascendencia y de tanto futuro, como es el facilitar que la juventud hunda sus raíces en Jesucristo, el Salvador.

Una palabra de especial gratitud se debe a los organizadores de la Jornada: al Cardenal Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos y a todo el personal de ese Dicasterio; al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, junto con sus Obispos auxiliares y toda la archidiócesis; en particular, al Coordinador General de la Jornada, Monseñor César Augusto Franco Martínez, y a sus colaboradores, tantos y tan generosos. Los Obispos han trabajado con solicitud y abnegación en sus diócesis para la esmerada preparación de la Jornada, junto con los sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos. A todos, mi reconocimiento, junto con mi súplica al Señor para que bendiga sus afanes apostólicos.

Y no puedo dejar de dar las gracias de todo corazón a los jóvenes por haber venido a esta Jornada, por su participación alegre, entusiasta e intensa. A ellos les digo: Gracias y enhorabuena por el testimonio que habéis dado en Madrid y en el resto de ciudades españolas en las que habéis estado. Os invito ahora a difundir por todos los rincones del mundo la gozosa y profunda experiencia de fe vivida en este noble País. Transmitid vuestra alegría especialmente a los que hubieran querido venir y no han podido hacerlo por las más diversas circunstancias, a tantos como han rezado por vosotros y a quienes la celebración misma de la Jornada les ha tocado el corazón. Con vuestra cercanía y testimonio, ayudad a vuestros amigos y compañeros a descubrir que amar a Cristo es vivir en plenitud.

Dejo España contento y agradecido a todos. Pero sobre todo a Dios, Nuestro Señor, que me ha permitido celebrar esta Jornada, tan llena de gracia y emoción, tan cargada de dinamismo y esperanza. Sí, la fiesta de la fe que hemos compartido nos permite mirar hacia adelante con mucha confianza en la providencia, que guía a la Iglesia por los mares de la historia. Por eso permanece joven y con vitalidad, aun afrontando arduas situaciones. Esto es obra del Espíritu Santo, que hace presente a Jesucristo en los corazones de los jóvenes de cada época y les muestra así la grandeza de la vocación divina de todo ser humano. Hemos podido comprobar también cómo la gracia de Cristo derrumba los muros y franquea las fronteras que el pecado levanta entre los pueblos y las generaciones, para hacer de todos los hombres una sola familia que se reconoce unida en el único Padre común, y que cultiva con su trabajo y respeto todo lo que Él nos ha dado en la Creación.

Los jóvenes responden con diligencia cuando se les propone con sinceridad y verdad el encuentro con Jesucristo, único redentor de la humanidad. Ellos regresan ahora a sus casas como misioneros del Evangelio, «arraigados y cimentados en Cristo, firmes en la fe», y necesitarán ayuda en su camino. Encomiendo, pues, de modo particular a los Obispos, sacerdotes, religiosos y educadores cristianos, el cuidado de la juventud, que desea responder con ilusión a la llamada del Señor. No hay que desanimarse ante las contrariedades que, de diversos modos, se presentan en algunos países. Más fuerte que todas ellas es el anhelo de Dios, que el Creador ha puesto en el corazón de los jóvenes, y el poder de lo alto, que otorga fortaleza divina a los que siguen al Maestro y a los que buscan en Él alimento para la vida. No temáis presentar a los jóvenes el mensaje de Jesucristo en toda su integridad e invitarlos a los sacramentos, por los cuales nos hace partícipes de su propia vida.

Majestad, antes de volver a Roma, quisiera asegurar a los españoles que los tengo muy presentes en mi oración, rezando especialmente por los matrimonios y las familias que afrontan dificultades de diversa naturaleza, por los necesitados y enfermos, por los mayores y los niños, y también por los que no encuentran trabajo. Rezo igualmente por los jóvenes de España. Estoy convencido de que, animados por la fe en Cristo, aportarán lo mejor de sí mismos, para que este gran País afronte los desafíos de la hora presente y continúe avanzando por los caminos de la concordia, la solidaridad, la justicia y la libertad. Con estos deseos, confío a todos los hijos de esta noble tierra a la intercesión de la Virgen María, nuestra Madre del Cielo, y los bendigo con afecto. Que la alegría del Señor colme siempre vuestros corazones. Muchas gracias.

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