Homilías: Domingo 5º Cuaresma (B)
Atraídos por el Crucificado
Tercera Predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
Segunda Predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
Primera Predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
Homilías: Domingo 5º Cuaresma (B)
Por un corazón nuevo
P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Estamos a una semana del gran acontecimiento de la Semana Santa. Como he notado al comienzo de la misa, la liturgia no es mero recordatorio. En la liturgia los misterios “acontecen”, se vuelven a hacer presentes y actúan en el corazón de la Iglesia y de los fieles. El “derroche de gracia”, de que habla Ef 1,7, volverá a manar del Corazón abierto de Jesús durante esos días santos.
Para prepararnos mejor la Iglesia propone hoy este evangelio. Estamos en Jerusalén pocos días antes de la muerte de Jesús. Tal vez sea el mismo Domingo de Ramos. De todos modos el hecho acontece con certeza entre ese domingo y el miércoles santo.
Como todos los años Jerusalén está atestada de peregrinos, que han venido allí a celebrar la Pascua. Incluso vienen “algunos griegos”. Se trata de creyentes no judíos, que se han convertido. Creen en el Dios de Israel como el único verdadero y observan su ley. Se les llamaba también “prosélitos”, porque eran fruto del proselitismo de los judíos, que vivían fuera en Palestina y otras naciones en contacto con paganos; su cultura y lengua de familia, la del lugar donde se habían establecido, normalmente el griego.
Unos prosélitos griegos, pues, se acercan a Felipe. Felipe y Andrés no son nombres hebreos sino griegos. Eran galileos y en Galilea se hablaba mucho griego. “Quisiéramos ver a Jesús”. Un discípulo no niega tal favor. ¡Ojalá cada uno de nosotros, cada uno de ustedes, sea tal que les pidan: Muéstranos a Jesús!
“Ha llegado la hora”. Así comienza la respuesta de Jesús. Es forma de hablar propia de solo Jesús. Se trata de la hora de su muerte, como hemos entendido claramente; de la hora en que el grano de trigo muere; de la hora para la que “ha venido”; de la hora de ser “elevado” en la cruz para “atraer a todos hacia Él”. Para que no quede duda alguna sobre qué habla, añade Juan: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”.
Los creyentes debemos tener las ideas claras y saber qué es lo que decimos. La causa decisiva de la muerte de Cristo fueron los pecados de todos los hombres y, entre ellos, los nuestros, los de los hombres de todos los tiempos. Pilatos, los miembros del Sanedrín, los que gritaron y forzaron a Pilatos, los soldados romanos... fueron causas que podemos muy bien llamar instrumentales; pero la Revelación Divina, la Palabra de Dios, nos dice repetidamente que la causa fundamental fueron nuestros pecados y que la muerte de Jesús en la cruz era necesaria para nuestro perdón: “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron. El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes” (Is 53,5-6). “Cargado con nuestros pecados subió al leño. Sus heridas nos han curado” (1Pe 2,24).
Pero el texto de hoy dice otra cosa más, en la que no solemos reparar. Jesús designa a la cruz como “su glorificación”: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”. Designa a la cruz, a su muerte de crucificado en la cruz, como un triunfo, como causa y parte de una gran victoria. Jesús, ante el pensamiento de la muerte tan próxima y tan horrenda, sintió miedo, tembló (“ahora mi alma está agitada. Padre líbrame de esta hora”), pero reaccionó rápido: “si por esto he venido, para esta hora”. Es el momento cumbre de su misión y no retrocederá, pese a que su naturaleza humana tiembla. Pero se sobrepone y añade: “Padre, glorifica tu nombre”. Pide ayuda a su Padre para aceptar. Antes ha llamado a esa muerte su glorificación, ahora la designa como glorificación del Padre, porque también lo es: “Padre glorifica tu nombre”. Y el Padre responde con “una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.
Esta gloria, que es del Padre y también del Hijo, es la de la Ascensión al Cielo para sentarse a la derecha del Padre; pero también la de la cruz, porque, cuando “miren al traspasado” (Zac 12,10), cambien los corazones, (“verdaderamente este hombre era justo, era hijo de Dios” –Lc 23,47; Mt 27,54–) y la gente se aleja arrepentida dándose golpes de pecho (Lc 23,48). Se cumple en él lo que dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
Todo esto no es meramente para que lo creamos y hablemos de ello. Sino para que lo vivamos y transforme nuestras vidas: “El que se ama a sí mismo, se pierde; y el que se desprecia a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga; y donde esté yo, allí también estará mi servidor. A quien me sirva, el Padre lo premiará”. Porque aquella voz no ha venido por él, sino por nosotros. Porque en la cruz el mundo ha sido juzgado y condenado y “ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera y, cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.
Jesús ha pagado de sobra nuestro rescate. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Pero es necesario hacerlo siguiendo a Cristo. Por otro camino nos perdemos. Con la gracia de Dios tenemos mucha más fuerza para el bien que la que sentimos, por influjo del Demonio, del mundo y de la carne, para el mal. Pero es preciso que la hagamos nuestra con nuestra oración, con nuestra cooperación libre, con nuestro amor a Cristo. Meditemos y oremos mucho junto a la cruz de Cristo en estos días, para que nuestro corazón cambie, para que nuestra alianza con Él se renueve.
Atraídos por el Crucificado
José Antonio Pagolasan Sebastián (Guipuzcoa)
Cuando Jesús sea alzado a una cruz y aparezca crucificado sobre el Gólgota, todos podrán conocer el amor insondable de Dios, se darán cuenta de que Dios es amor y sólo amor para todo ser humano. Se sentirán atraídos por el Crucificado. En él descubrirán la manifestación suprema del Misterio de Dios.
Para ello se necesita, desde luego, algo más que haber oído hablar de la doctrina de la redención. Algo más que asistir a algún acto religioso de la semana santa. Hemos de centrar nuestra mirada interior en Jesús y dejarnos conmover, al descubrir en esa crucifixión el gesto final de una vida entregada día a día por un mundo más humano para todos. Un mundo que encuentre su salvación en Dios.
Pero, probablemente a Jesús empezamos a conocerlo de verdad cuando, atraídos por su entrega total al Padre y su pasión por una vida más feliz para todos sus hijos, escuchamos aunque sea débilmente su llamada: «El que quiera servirme que me siga, y dónde esté yo, allí estará también mi servidor».
Todo arranca de un deseo de «servir» a Jesús, de colaborar en su tarea, de vivir sólo para su proyecto, de seguir sus pasos para manifestar, de múltiples maneras y con gestos casi siempre pobres, cómo nos ama Dios a todos. Entonces empezamos a convertirnos en sus seguidores.
Esto significa compartir su vida y su destino: «donde esté yo, allí estará mi servidor». Esto es ser cristiano: estar donde estaba Jesús, ocuparnos de lo que se ocupaba él, tener las metas que él tenía, estar en la cruz como estuvo él, estar un día a la derecha del Padre donde está él.
¿Cómo sería una Iglesia «atraída» por el Crucificado, impulsada por el deseo de «servirle» sólo a él y ocupada en las cosas en que se ocupaba él? ¿Cómo sería una Iglesia que atrajera a la gente hacia Jesús?
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Tomado de Eclesalia.
Tercera Predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
IBLNDEWS, AGENCIAS
«Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados – Las bienaventuranzas evangélicas» es el tema de la tercera predicación de Cuaresma que, ante Benedicto XVI y la Curia, pronunció este viernes el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap., predicador de la Casa Pontificia. Ofrecemos íntegramente el texto de dicha predicación. Tercera Predicación de Cuaresma a la Casa Pontificia.
«Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados – Las bienaventuranzas evangélicas»
P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.
1. Historia y Espíritu
La investigación sobre el Jesús histórico, hoy tan en auge –tanto la que hacen estudiosos creyentes como la radical de los no creyentes- esconde un grave peligro: el de inducir a creer que sólo lo que, por esta nueva vía, se pueda remontar al Jesús terreno es «auténtico», mientras que todo lo demás sería no-histórico y por lo tanto no «auténtico». Esto significaría limitar indebidamente sólo a la historia los medios que Dios tiene a disposición para revelarse. Significaría abandonar tácitamente la verdad de fe de la inspiración bíblica y por lo tanto el carácter revelado de las Escrituras.
Parece que esta exigencia de no limitar únicamente a la historia la investigación sobre el Nuevo Testamento comienza a abrirse camino entre diversos estudiosos de la Biblia. En 2005 se celebró en Roma, en el Instituto Bíblico, una consulta sobre «Crítica canónica e interpretación teológica» («C anon Criticism and Theological Interpretation») con la participación de eminentes estudiosos del Nuevo Testamento. Aquella tenía el objetivo de promover este aspecto de la investigación bíblica que tiene en cuenta la dimensión canónica de las Escrituras, integrando la investigación histórica con la dimensión teológica.
De todo ello deducimos que «palabra de Dios», y por lo tanto normativo para el creyente, no es el hipotético «núcleo originario» diversamente reconstruido por los historiadores, sino lo que está escrito en los evangelios. El resultado de las investigaciones históricas hay que tenerlo enormemente en cuenta porque es el que debe orientar a la comprensión también de los desarrollos posteriores de la tradición, pero la exclamación «¡Palabra de Dios!» seguiremos pronunciándola al término de la lectura del texto evangélico, no al término de la lectura del último libro sobre el Jesús histórico.
Las dos lecturas, la histórica y la de fe, tienen entre sí un importante punto de encuentro. «Un evento es histórico –escribió un eminente estudioso del Nuevo Testamento- cuando asoman en él dos requisitos: ha "sucedido" y además ha asumido una relevancia significativa determinante para las personas que estuvieron involucradas en él y establecieron su narración» [1]. Existen infinitos hechos realmente ocurridos que, en cambio, no pensamos en definir «históricos», porque no han dejado huella alguna en la historia, no han suscitado ningún interés, ni han hecho nacer nada nuevo. «Histórico» no es por lo tanto el descarnado hecho de crónica, sino el hecho más el significado de él.
En este sentido, los evangelios son «históricos» no sólo por lo que refieren verdaderamente ocurrido, sino por el significado de los hechos que sacan a la luz bajo la inspiración del Espíritu Santo. Los evangelistas y la comunidad apostólica antes que ellos, con sus añadidos y subrayados diversos, no hicieron sino evidenciar los diferentes significados o implicaciones de un determinado dicho o hecho de Jesús.
Juan se preocupa de hacer que se explique anticipadamente por Jesús mismo este hecho cuando le atribuye las palabras: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16,12-13).
Estas observaciones nos resultan de particular utilidad cuando se trata del uso que hay que hacer de las bienaventuranzas evangélicas. Es bien sabido que las bienaventuranzas nos han llegado en dos versiones distintas. Mateo tiene ocho bienaventuranzas; Lucas sólo cuatro, seguidas, en cambio, de otros tantos «ay» contrarios. En Mateo el discurso es indirecto: «bienaventurados los pobres», «bienaventurados los que tienen hambre»; en Lucas el discurso es directo: «bienaventurados vosotros, los pobres», «bienaventurados los que tenéis hambre»; Lucas dice «pobres» y «hambrientos», Mateo pobres «de espíritu» y hambrientos «de justicia»
Después de toda la labor crítica realizada para distinguir lo que, en las bienaventuranzas, se remonta al Jesús histórico y lo que es propio de Mateo y de Lucas, [2], la tarea del creyente de hoy no es la de elegir como auténtica una de las dos versiones y dejar de lado la otra. Se trata más bien de recoger el mensaje contenido en una y otra versión evangélica y –según los casos y las necesidades de hoy- valorar, cada vez, una u otra perspectiva, como hizo cada uno de los dos evangelistas en su tiempo.
2. Quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados
Siguiendo este principio, reflexionamos hoy sobre la bienaventuranza de los hambrientos, partiendo de la versión de Lucas: «Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados». Veremos, en un segundo momento, que la versión de Mateo, que habla de «hambre de justicia», no se opone a la de Lucas, sino que la confirma y refuerza.
Los que tienen hambre, en la bienaventuranza de Lucas, no constituyen una categoría diferente de los pobres mencionados en la primera bienaventuranza. Son los mismos pobres considerados en el aspecto más dramático de su condición, la falta de alimento. Paralelamente, los «saciados» son los ricos que en su prosperidad pueden satisfacer no sólo la necesidad, sino también la voluntad al comer. Es el propio Jesús quien se preocupó de explicar quiénes son los saciados y quiénes los que tienen hambre. Lo hizo con la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). También ésta considera pobreza y riqueza bajo la perspectiva de la falta o sobreabundancia de alimento: el rico «celebraba todos los días espléndidas fiestas»; el pobre «deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico».
La parábola sin embargo no explica sólo quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados, sino también, y sobre todo, por qué los primeros son declarados bienaventurados y los segundos desventurados: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado... en el infierno entre tormentos»
La riqueza y la saciedad tienden a encerrar al hombre en un horizonte terreno porque «donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Lc 12, 34); agravan el corazón con la disipación y la ebriedad, sofocando la semilla de la palabra (Cf. Lc 21, 34); hacen olvidar al rico que la noche siguiente podrían pedírsele cuentas de su vida (Lc 16,19-31); hacen la entrada en el Reino «más difícil que para un camello pasar por el ojo de una aguja» (Lc 18, 25).
El rico epulón y los demás ricos del evangelio no son condenados por el simple hecho de ser ricos, sino por el uso que hacen, o no, de su riqueza. En la parábola del rico epulón Jesús da a entender que habría, para el rico, un camino de salida, el de acordarse de Lázaro a su puerta y compartir con él su opulenta comida.
El remedio, en otras palabras, es hacerse «amigos de los pobres con las riquezas» (Lc 16, 9); el administrador infiel es elogiado por haber hecho esto, si bien en un contexto equivocado (Lc 16, 1-8). Pero la saciedad confunde el espíritu y hace extremadamente difícil ir por esta vía; la historia de Zaqueo muestra cómo es posible, pero también lo raro que es. De ahí el porqué del «ay» dirigido a los ricos y a los saciados; un «¡ay!», en cambio, que es más un «¡atentos!» que un «¡malditos!».
3. A los hambrientos colmó de bienes
Desde este punto de vista, el mejor comentario a la bienaventuranza de los pobres y de los que tienen hambre es lo que dice María en el Magnificat.
«Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 51-53).
Con una serie de poderosos verbos, María describe un vuelco y un cambio radical de partes entre los hombres: «Derribó – exaltó; colmó – despidió sin nada». Algo, por lo tanto, ya sucedido o que sucede habitualmente en la acción de Dios. Contemplando la historia no parece que haya habido una revolución social por la que los ricos, de golpe, hayan empobrecido y los hambrientos hayan sido saciados de alimento. Si por lo tanto lo que se esperaba era un cambio social y visible, ha habido un desmentido total por parte de la historia.
El vuelco ha sucedido, ¡pero en la fe! Se ha manifestado el reino de Dios y esto ha provocado una silenciosa, pero radical revolución. El rico aparece como un hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero; por la noche ha habido un golpe de Estado con una devaluación del cien por cien; por la mañana el rico se levanta, pero no sabe que es un pobre miserable. Los pobres y los hambrientos, al contrario, están en ventaja, porque están más dispuestos a acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen el corazón preparado.
Santiago, dirigiéndose a los ricos, decía: «Llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida» (St 5, 1-2). También aquí, nada testifica que en tiempos de Santiago los bienes de los ricos se pudrieran en los graneros. El apóstol quiere decir que ha ocurrido algo que les ha hecho perder todo valor real; se ha revelado una nueva riqueza. «Dios –escribe también Santiago- ha escogido a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino» (St 2, 5).
Más que «una incitación a derribar a los potentados de sus tronos para exaltar a los humildes», como a veces se ha escrito, el Magnificat es una saludable advertencia dirigida a los ricos y a los poderosos acerca del tremendo peligro que corren, exactamente como el «ay» de Jesús y la parábola del rico epulón.
4. Una parábola actual
Una reflexión sobre la bienaventuranza de los que tienen hambre y de los saciados no puede contentarse con explicar su significado exegético; debe ayudarnos a leer con ojos evangélicos la situación en marcha a nuestro alrededor y a actuar en ella en el sentido indicado por la bienaventuranza.
La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro se repite hoy, entre nosotros, a escala mundial. Ambos personajes incluso representan los dos hemisferios: el rico epulón el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro es, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa en realidad «dos tercios del mundo» (se está afirmando el uso de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo», third world , sino «dos tercios del mundo», two-third world).
Hay quien ha comparado la tierra a una astronave en vuelo por el cosmos, en la que uno de los tres astronautas a bordo consume el 85% de los recursos presentes y brega por acaparar también el restante 15%. El desperdicio es habitual en los países ricos. Hace años una investigación realizada por el Ministerio de Agricultura americano calculó que de 161 mil millones de kilos de productos alimentarios, 43 mil millones, esto es, cerca de la cuarta parte, acaban en la basura. De este alimento desechado, se podrían recuperar fácilmente, si se quisiera, cerca de 2 mil millones de kilos, una cantidad suficiente para alimentar durante un año a cuatro millones de personas.
El mayor pecado contra los pobres y los hambrientos es tal vez la indiferencia, fingir no ver, «dar un rodeo (Cf. Lc 10, 31). Ignorar las inmensas muchedumbres de mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor –escribía Juan Pablo II en la encíclica "Sollicitudo rei socialis" - «significaría parecernos al rico epulón que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta» [3].
Tendemos a poner, entre nosotros y los pobres, un doble cristal. El efecto del doble cristal, hoy tan aprovechado, es que impide el paso del frío y del ruido, diluye todo, hace llegar todo amortiguado, atenuado. Y de hecho vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar tras la pantalla de la televisión, en las páginas de los periódicos y de las revistas misioneras, pero su grito nos llega como de muy lejos. No llega al corazón, o llega ahí sólo por un momento.
Lo primero que hay que hacer, respecto a los pobres, es por lo tanto romper el «doble cristal», superar la indiferencia, la insensibilidad, echar abajo las barreras y dejarse invadir por una sana inquietud a causa de la espantosa miseria que hay en el mundo. Estamos llamados a compartir el suspiro de Cristo: «Siento compasión por esta gente que no tiene nada qué comer»: mi sereor super turba (Cf. Mc 8, 2). Cuando se tiene ocasión de ver con los propios ojos qué es la miseria y el hambre, visitando las aldeas o las periferias de las grandes ciudades en ciertos países africanos (a mí me ha sucedido hace algunos meses en Ruanda), la compasión deja sin palabras.
Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre los saciados y los hambrientos del mundo es la tarea más urgente y más ingente que la humanidad ha llevado consigo sin resolver al entrar en el nuevo milenio. Una tarea en la que sobre todo las religiones deberían distinguirse y hallarse unidas más allá de toda rivalidad. Una empresa de esta envergadura no puede promoverla ningún líder o poder político, condicionado como está por los intereses de la propia nación y frecuentemente por poderes económicos fuertes. El Santo Padre Benedicto XVI ha dado ejemplo de ello con el fuerte llamamiento, dirigido el pasado enero, al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, como hizo también el año pasado en la misma ocasión:
«Entre las cuestiones esenciales, ¿cómo no pensar en los millones de personas, especialmente mujeres y niños, que carecen de agua, comida y vivienda? El escándalo del hambre, que tiende a agravarse, es inaceptable en un mundo que dispone de bienes, de conocimientos y de medios para subsanarlo» [4].
5. «Bienaventurados los que tienen hambre de justicia»
Decía al principio que las dos versiones de las bienaventuranzas de los hambrientos, la de Lucas y la de Mateo, no se presentan alternativamente, sino que se integran recíprocamente. Mateo no habla de hambre material, sino de hambre y sed de «justicia». De estas palabras se han dado dos interpretaciones fundamentales.
Una, en línea con la teología luterana, interpreta la bienaventuranza de Mateo a la luz de lo que dirá San Pablo sobre la justificación mediante la fe. Tener hambre y sed de justicia significa tomar conciencia de la propia necesidad de justicia y de la incapacidad para procurársela solos con las obras y por lo tanto esperarla humildemente de Dios. La otra interpretación ve en la justicia «no la que Dios mismo pone por obra o la que Él concede, sino la que Él reclama al hombre» [5], en otras palabras, las obras de justicia.
A la luz de esta interpretación, con mucho la más común y exegéticamente más fundada, el hambre material de Lucas y el hambre espiritual de Mateo ya no carecen de relación entre sí. Estar de lado de los hambrientos y de los pobres entra en las obras de justicia y será, más aún, según Mateo, el criterio según el cual ocurrirá al final la separación entre justos e injustos (Cf. Mt 25).
Toda la justicia que Dios pide del hombre se resume en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Cf. Mt 22, 40). Es el amor al prójimo por lo tanto el que debe impulsar a los hambrientos de justicia a preocuparse de los hambrientos de pan. Y éste es el gran principio a través del cual el Evangelio actúa en el ámbito social. En cuanto a este punto, lo había percibido adecuadamente la teología liberal:
«En ninguna parte del Evangelio –escribe uno de sus más ilustres representantes, Adolph von Harnack- encontramos que enseñe a mantenernos indiferentes ante los hermanos. La indiferencia evangélica (no preocuparse del alimento, del vestido, del mañana) expresa más que nada lo que cada alma debe sentir ante el mundo, sus bienes y sus lisonjas. Cuando se trata, en cambio, del prójimo, el Evangelio no quiere ni oír hablar de indiferencia, sino que impone amor y piedad. Además, el Evangelio considera absolutamente inseparables las necesidades espirituales y temporales de los hermanos» [6].
El Evangelio no incita a los hambrientos a hacerse solos justicia, a alzarse, también porque en tiempos de Jesús –a diferencia de hoy- aquellos no tenían instrumento alguno, ni teórico ni práctico, para hacerlo; no les pide el inútil sacrificio de ir a dejarse matar detrás de algún agitador celote o cualquier Espartaco local. Jesús actúa sobre la parte fuerte, no sobre la parte débil; afronta, Él, la ira y el sarcasmo de los ricos con sus «ay»( Lc 16, 14), no deja que sean las víctimas las que lo hagan.
Buscar a toda costa, en el Evangelio, modelos o invitaciones explícitas dirigidas a los pobres y a los hambrientos par que se empleen en cambiar solos la propia situación es vano y anacrónico, y hace perder de vista la verdadera contribución que él puede dar a su causa. En esto tiene razón Rudolph Bultmann cuando escribe que «el cristianismo ignora cualquier programa de transformación del mundo y no tiene propuestas que presentar para la reforma de las condiciones políticas y sociales» [7], si bien su afirmación necesitaría alguna distinción.
El de las bienaventuranzas no es el único modo de afrontar el problema de la riqueza y pobreza, hambre y saciedad; hay otros, hechos posibles por el progreso de la conciencia social, a los cuales justamente los cristianos dan su apoyo y la Iglesia, con su Doctrina Social, su propio discernimiento.
El gran mensaje de las bienaventuranzas es que, independientemente de lo que hagan o no por ellos los ricos y saciados, incluso así, en el estado actual, la situación de los pobres y de los hambrientos por la justicia es preferible a la de los primeros.
Existen planos y aspectos de la realidad que no se perciben a simple vista, sino sólo con la ayuda de una luz especial, rayos infrarrojos o ultravioletas. Se usa ampliamente en las fotografías de satélite. La imagen obtenida con esta luz es muy distinta y sorprendente para quien está acostumbrado a ver el mismo panorama a la luz natural. Las bienaventuranzas son una especia de rayos infrarrojos: nos ofrecen una imagen distinta de la realidad, la única verdadera, porque muestra lo que al final quedará, cuando haya pasado «el esquema de este mundo».
6. Eucaristía y compartir
Jesús nos ha dejado una antítesis perfecta del banquete del rico epulón, la Eucaristía. Esta es la celebración diaria del gran banquete al que el señor invita a «pobres y lisiados, y ciegos y cojos» (Lc 14, 15-24), esto es, a todo los pobres Lázaros que hay alrededor. En ella se realiza la perfecta «comensalidad»: la misma comida y la misma bebida, y en la misma cantidad, para todos, para quien preside como para el último que ha llegado a la comunidad, para el riquísimo como para el paupérrimo.
El vínculo entre el pan material y el espiritual era bien visible en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando la cena del Señor, llamada agape, tenía lugar en el marco de una comida fraterna, en la que se compartía tanto el pan común como el eucarístico.
A los corintios que habían errado sobre este punto, San Pablo escribía: «Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga» (1 Co 11, 20-22). Acusación gravísima; es como decir: ¡la vuestra ya no es una Eucaristía!
Hoy la Eucaristía ya no se celebra en el contexto de una comida común, pero el contraste entre quien tiene lo superfluo y quien no tiene lo necesario ha adquirido dimensiones planetarias. Si proyectamos la situación descrita por Pablo de la Iglesia local de Corinto a la Iglesia universal, nos damos cuenta con pesar de que es lo que –objetivamente, si bien no siempre culpablemente- sucede también en la actualidad. Entre millones de cristianos que, en los distintos continentes, participan en la Misa dominical, hay algunos que, de regreso a casa, tienen a disposición todo bien, y otros que no tienen nada que dar de comer a sus propios hijos.
La reciente exhortación post-sinodal sobre la Eucaristía recuerda con fuerza: «El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor» [8].
El 0,8% [porcentaje de asignación tributaria del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas en Italia. Ndt] mejor gastado es el que se destina a la Iglesia con este objetivo, sosteniendo las diversas «Caritas» nacionales y diocesanas, las mesas de los pobres, iniciativas para la alimentación en los países en vías de desarrollo. Uno de los signos de vitalidad de nuestras comunidades religiosas tradicionales son las mesas de los pobres que existen en casi todas las ciudades, en las que se distribuyen miles de comidas al día en un clima de respeto y de acogida. Es una gota en un océano, pero también el océano, decía la Madre Teresa de Calcuta, está hecho de muchas pequeñas gotas.
Me gustaría concluir con la oración que rezamos a diario, antes de la comida, en mi comunidad: «Bendice, Señor, este alimento que por tu bondad vamos a tomar, ayúdanos a proveer de él también a quienes no lo tienen y haznos partícipes un día de tu mesa celestial. Por Cristo Nuestro Señor».
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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[1] D. H. Dodd, Storia ed Evangelo, Brescia 1976, p.23.
[2] Cf. J. Dupont, Le beatitudini, 2 Voll. Edizioni Paoline 1992 (ed. originale Parigi 1969).
[3] Giovanni Paolo II, Enc. "Sollicitudo rei socialis", n. 42.
[4] Discours du pape Benoît XVI pour les vœux au corps diplomatique accrédité près le saint- siège, Lundi 8 janvier 2007. [5] Cf. Dupont, II, pp. 554 ss.
[6] A. von Harnack, Il cristianesimo e la società, Mendrisio 1911, pp. 12 ss.
[7] R. Bultmann, Il cristianesimo primitivo, Milano 1964, p. 203 (Titolo orig. Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen).
[8] «Sacramentum caritatis» , n.90.
Segunda Predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
ZENIT, IBLNEWS
«Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra – Las bienaventuranzas evangélicas» es el tema de la segunda predicación de Cuaresma que, ante Benedicto XVI y la Curia, pronunció el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap., predicador de la Casa Pontificia. Ofrecemos íntegramente el texto de dicha predicación. Segunda Predicación de Cuaresma a la Casa Pontificia.
«Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra»
P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.
1. Quiénes son los mansos
La bienaventuranza sobre la que deseamos meditar hoy se presta a una observación importante. Dice: «Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra». Pues bien; en otro pasaje del mismo evangelio de Mateo, Jesús exclama: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). De ahí deducimos que las bienaventuranzas no son sólo un buen programa ético que el maestro traza para sus discípulos; ¡son el autorretrato de Jesús! Es Él el verdadero pobre, el manso, el puro de corazón, el perseguido por la justicia.
Está aquí el límite de Gandhi en su aproximación al sermón de la montaña, que igualmente admiraba mucho. Para él, aquél podría hasta prescindir del todo de la persona histórica de Cristo. «No me importaría siquiera –dijo en una ocasión- si alguien demostrara que le hombre Jesús en realidad no vivió jamás y cuanto se lee en los Evangelios no es más que fruto de la imaginación del autor. Porque el sermón de la montaña permanecería siempre verdadero ante mis ojos» [1].
Es, al contrario, la persona y la vida de Cristo lo que hace de las bienaventuranzas y de todo el sermón de la montaña algo más que una espléndida utopía ética; hace de ello una realización histórica, de la que cada uno puede sacar fuerza para la comunión mística que le une a la persona del Salvador. No pertenecen sólo al orden de los deberes, sino también al de la gracia.
Para descubrir quiénes son los mansos proclamados bienaventurados por Jesús, es útil pasar revista brevemente a los términos con los que la palabra mansos (praeis) se plasma en las traducciones modernas. El italiano tiene dos términos: «miti» y «mansueti». Este último es también el término empleado en las traducciones españolas, los mansos. En francés la palabra se traduce con doux, literalmente «los dulces», aquellos que poseen la virtud de la dulzura (no existe en francés un término específico para decir mansedumbre; en el «Dictionnaire de spiritualité» esta virtud está expuesta en la voz douceur, dulzura).
En alemán se alternan diversas traducciones. Lutero traducía el término con Sanftmŋtigen, esto es, mansos, dulces; en la traducción ecuménica de la Biblia, la Eineits Bibel, los mansos son aquellos que no ejercen ninguna violencia -die keine Gewalt anwenden-, por lo tanto los no-violentos; algunos autores acentúan la dimensión objetiva y sociológica y traducen praeis con Machtlosen, los inermes, los sin poder. El inglés vincula habitualmente praeis con the gentle, introduciendo en la bienaventuranza el matiz de gentileza y de cortesía.
Cada una de estas traducciones evidencia un componente verdadero, pero parcial, de la bienaventuranza. Hay que considerarlas en conjunto y no aislar ninguna, a fin de tener una idea de la riqueza originaria del término evangélico. Dos asociaciones constantes, en la Biblia y en la parénesis cristiana antigua, ayudan a captar el «sentido pleno» de mansedumbre: una es la que acerca entre sí mansedumbre y humildad, la otra la que aproxima mansedumbre y paciencia; la una saca a la luz las disposiciones interiores de las que brota la mansedumbre, la otra las actitudes que impulsa a tener respecto al prójimo: afabilidad, dulzura, gentileza. Son los mismos rasgos que el Apóstol evidencia hablando de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial, no es envidiosa, no se engríe...» (1 Co 13, 4-5).
2. Jesús, el manso
Si las bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús, lo primero que hay que hacer al comentar una de ellas es ver cómo la vivió. Los evangelios son, de punta a punta, la demostración de la mansedumbre de Cristo, en su doble aspecto de humildad y de paciencia. Él mismo, hemos recordado, se propone como modelo de mansedumbre. A Él Mateo aplica las palabras del Siervo de Dios en Isaías: «No disputará ni gritará, la caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante» (Mt 12, 20). Su entrada en Jerusalén a lomos de un asno se ve como un ejemplo de rey «manso» que huye de toda idea de violencia y de guerra (Mt 21, 4).
La prueba máxima de la mansedumbre de Cristo se tiene en su pasión. Ningún gesto de ira, ninguna amenaza. «Insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba» (1 P 2, 23). Este rasgo de la persona de Cristo se había grabado de tal forma en la memoria de sus discípulos que San Pablo, queriendo exhortar a los corintios por algo querido y sagrado, les escribe: «Os suplico por la mansedumbre (prautes) y la benignidad (epieikeia) de Cristo» (2 Co 10, 1).
Pero Jesús hizo mucho más que darnos ejemplo de mansedumbre y paciencia heroica; hizo de la mansedumbre y de la no violencia el signo de la verdadera grandeza. Ésta ya no consistirá en alzarse solitarios sobre los demás, sobre la masa, sino en abajarse para servir y elevar a los demás. Sobre la cruz, dice Agustín, Él revela que la verdadera victoria no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima, «Victor quia victima» [2].
Nietzsche, se sabe, se opuso a esta visión, definiéndola una «moral de esclavos», sugerida por el «resentimiento» natural de los débiles hacia los fuertes. Predicando la humildad y la mansedumbre, el hacerse pequeños, el poner la otra mejilla, el cristianismo introdujo, en su opinión, una especie de cáncer en la humanidad que ha apagado su empuje y ha mortificado su vida... En la introducción al libro Así hablaba Zaratustra, la hermana del filósofo resumía así el pensamiento de su hermano:
«Él supone que, por el resentimiento de un cristianismo débil y falseado, todo lo que era bello, fuerte, soberbio, poderoso –como las virtudes procedentes de la fuerza- ha sido proscrito y prohibido, y que por ello han disminuido mucho las fuerzas que promueven y ensalzan la vida. Pero ahora una nueva tabla de valores debe ponerse sobre la humanidad, esto es, el fuerte, el hombre magnífico hasta su punto más excelso, el superhombre, que nos es presentado ahora con arrolladora pasión como objetivo de nuestra vida, de nuestra voluntad y de nuestra esperanza» [3].
Desde hace algún tiempo se asiste al intento de absolver a Nietzsche de toda acusación, de amansarle y hasta de cristianizarle. Se dice que en el fondo él no va contra Cristo, sino contra los cristianos que en ciertas épocas predicaron una renuncia fin de sí misma, despreciando la vida y yendo contra el cuerpo... Todos habrían tergiversado el verdadero pensamiento del filósofo, empezando por Hitler... En realidad él habría sido un profeta de tiempos nuevos, el precursor de la era postmoderna.
Ha quedado, se puede decir, una sola voz que se opone a esta tendencia, la del pensador francés René Girard, según el cual todos estos intentos perjudican ante todo a Nietzsche. Con una perspicacia en verdad única, para su tiempo, él captó el verdadero núcleo del problema, la alternativa irreducible entre paganismo y cristianismo.
El paganismo exalta el sacrificio del débil a favor del fuerte y del progreso de la vida; el cristianismo exalta el sacrificio del fuerte a favor del débil. Es difícil no ver un nexo objetivo entre la propuesta de Nietzsche y el programa hitleriano de eliminación de grupos humanos enteros por el adelanto de la civilización y la pureza de la raza.
No es por lo tanto sólo el cristianismo el blanco del filósofo, sino también Cristo. «Dionisio contra el Crucificado»: «he ahí la antítesis», exclama en uno de sus fragmentos póstumos [4].
Girard demuestra que lo que forma el mayor honor de la sociedad moderna –la preocupación por las víctimas, estar de parte del débil y del oprimido, la defensa de la vida amenazada- es en realidad un producto directo de la revolución evangélica que, sin embargo, por un paradójico juego de rivalidades miméticas, es ahora reivindicado por otros movimientos, como conquista propia, incluso en oposición al cristianismo [5].
Hablaba la vez pasada de la relevancia hasta social de las bienaventuranzas. La de los mansos es su ejemplo tal vez más claro, pero lo que se dice de ella vale, en conjunto, para todas las bienaventuranzas. Son la manifestación de la nueva grandeza, el camino de Cristo a la autorrealización en la felicidad.
No es verdad que el Evangelio mortifique el deseo de hacer grandes cosas y de sobresalir. Jesús dice. «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Es por lo tanto lícito, e incluso está recomendado, querer ser el primero; sólo que el camino para llegar a ello ha cambiado: no elevándose por encima de los demás, tal vez aplastándoles si son un obstáculo, sino abajándose para elevar a los demás consigo.
3. Mansedumbre y tolerancia
La bienaventuranza de los mansos ha pasado a ser de extraordinaria relevancia en el debate sobre religión y violencia, encendido después de hechos como el del 11 de septiembre. Ella recuerda, ante todo a nosotros, los cristianos, que el Evangelio no da lugar a dudas. No hay en él exhortaciones a la no violencia, mezcladas con exhortaciones contrarias. Los cristianos pueden, en ciertas épocas, haber errado sobre ello, pero la fuente es límpida y a ella la Iglesia puede volver para inspirarse de nuevo en toda época, segura de no encontrar ahí más que verdad y santidad.
El Evangelio dice que «el que no crea se condenará» (Mc 16, 16), pero en el cielo, no en la tierra, por Dios, no por los hombres. «Cuando os persigan en una ciudad –dice Jesús-, huid a otra» (Mt 10, 23); no dice: «ponedla a hierro y fuego». Una vez, dos de sus discípulos, Santiago y Juan, que no habían sido recibidos en cierto pueblo samaritano, dijeron a Jesús: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Jesús, está escrito, «volviéndose, les reprendió». Muchos manuscritos recogen también el tono del reproche: «No sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas» (Lc 9, 53-56).
El famoso compelle intrare, «obligadlos a entrar», con el que San Agustín, si bien muy a su pesar [6], justifica su aprobación de las leyes imperiales contra los donatistas [7] y que se utilizará después para justificar la coerción respecto a los herejes, se debe a un forzamiento del texto evangélico, fruto de una lectura mecánicamente literal de la Biblia.
La frase la pone Jesús en boca del hombre que había preparado una gran cena y, ante el rechazo de los invitados a acudir, dice a los siervos que vayan por las calles y las cercas y que «hagan entrar a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos» (Lc 14, 15-24). Está claro que obligar no significa otra cosa, en el contexto, que una amable insistencia. Los pobres y los lisiados, como todos los infelices, podrían sentirse violentos al presentarse con sus trastos en el palacio: venced su resistencia, recomienda el señor, decidles que no tengan miedo de entrar. Cuántas veces, en circunstancias similares, nosotros mismos hemos dicho: «Me obligó a aceptar», sabiendo bien que la insistencia en estos casos es signo de benevolencia, no de violencia.
En un libro-investigación sobre Jesús que ha suscitado mucho eco últimamente en Italia, se atribuye a Jesús la frase: «Pero a aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc 19, 27), y se deduce que «es a frases como éstas que se remiten los partidarios de la “guerra santa”» [8]. Pues bien: hay que precisar que Lucas no atribuye tales palabras a Jesús, sino al rey de la parábola, y se sabe que no se pueden trasladar de la parábola a la realidad todos los detalles del relato parabólico, y que en cualquier caso hay que trasladarlos del plano material al espiritual. El sentido metafórico de estas parábolas es que aceptar o rechazar a Jesús no carece de consecuencias; es una cuestión de vida o muerte, pero vida y muerte espiritual, no física. La guerra santa no tiene nada que ver.
4. Con mansedumbre y respeto
Pero dejemos de lado estas consideraciones de orden apologético y procuremos ver cómo hacer de la bienaventuranza de los mansos una luz para nuestra vida cristiana. Existe una aplicación pastoral de la bienaventuranza de los mansos que empieza ya con la Primera Carta de Pedro. Se refiere al diálogo con el mundo externo: «Dad culto al Señor Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con mansedumbre (prautes) y respeto» (1 P 3,15-16).
Han existido desde la antigüedad dos tipos de apologética; uno tiene su modelo en Tertuliano, otro en Justino; uno se orienta a vencer, el otro a convencer. Justino escribe un Diálogo con el judío Trifón, Tertuliano (o un discípulo suyo) escribe un tratado Contra los judíos, Adversus Judeos. Estos dos estilos han tenido una continuidad en la literatura cristiana (nuestro Giovanni Papini era ciertamente más cercano a Tertuliano que a Justino), pero es verdad que hoy es preferible el primero. La encíclica Deus caritas est del actual Sumo Pontífice es un ejemplo luminoso de esta presentación respetuosa y constructiva de los valores cristianos que da razón de la esperanza cristiana «con mansedumbre y respeto».
El mártir San Ignacio de Antioquia sugería a los cristianos de su tiempo, respecto al mundo externo, esta actitud, siempre actual: «Ante su ira, sed mansos; ante su presunción, sed humildes» [9].
La promesa ligada a la bienaventuranza de los mansos -«poseerán la tierra»- se realiza en diversos planos, hasta la tierra definitiva que es la vida eterna, pero ciertamente uno de los planos es el humano: la tierra son los corazones de los hombres. Los mansos conquistan la confianza, atraen las almas. El santo por excelencia de la mansedumbre y de la dulzura, San Francisco de Sales, solía decir: «Sed lo más dulces que podáis y recordad que se atrapan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre».
5. Aprended de mí
Se podría insistir largamente sobre estas aplicaciones pastorales de la bienaventuranza de los mansos, pero pasemos a una aplicación más personal. Jesús dice: «Aprended de mí que soy manso». Se podría objetar: ¡pero Jesús no se mostró, Él mismo, siempre manso! Dice por ejemplo que no hay que oponerse al malvado, y que «al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra» (Mt 5, 39). Pero cuando uno de los guardias le golpea en la mejilla, durante el proceso en el Sanedrín, no está escrito que ofreció la otra, sino que con calma respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23).
Esto significa que no todo, en el sermón de la montaña, hay que tomarlo mecánicamente a la letra; Jesús, según su estilo, utiliza hipérboles y un lenguaje figurativo para grabar mejor en la mente de los discípulos determinada idea. En el caso de poner la otra mejilla, por ejemplo, lo importante no es el gesto de ofrecerla (que a veces hasta puede parecer provocador), sino el de no responder a la violencia con otra violencia, vencer la ira con la serenidad.
En este sentido, su respuesta al guardia es el ejemplo de una mansedumbre divina. Para medir su alcance, basta con compararla a la reacción de su apóstol Pablo (que era un santo) en una situación análoga. Cuando, en el proceso ante el Sanedrín, el sumo sacerdote Ananías ordena golpear a Pablo en la boca, él responde: «Dios te golpeará a ti, pared blanqueada» (Hch 23, 2-3).
Hay que aclarar otra duda. En el mismo sermón de la montaña, Jesús dice: «El que llame a su hermano “imbécil”, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame renegado, será reo de la gehenna de fuego» (Mt 5, 22). Varias veces en el Evangelio Él se dirige a los escribas y fariseos llamándoles «hipócritas, insensatos y ciegos» (Mt 23, 17); reprocha a los discípulos llamándoles «insensatos y tardos de corazón» (Lc 24, 25).
También aquí la explicación es sencilla. Hay que distinguir entre la injuria y la corrección. Jesús condena las palabras dichas con rabia y con intención de ofender al hermano, no las que se orientan a hacer tomar conciencia del propio error y a corregir. Un padre que dice su hijo: «eres un indisciplinado, un desobediente», no pretende ofenderle, sino corregirle. Moisés es definido por la Escritura como «más manso que cualquier hombre sobre la tierra» (Nm 12,3); con todo, en el Deuteronomio le oímos exclamar, dirigido a Israel: «¿Así pagáis a Yahveh, pueblo insensato y necio?» (Dt 32, 6).
Lo decisivo es si quien habla lo hace por amor o por odio. «Ama y haz lo que quieras», decía San Agustín. Si amas, ya corrijas, ya lo dejes pasar, será amor. El amor no hace ningún daño al prójimo; de la raíz del amor, como de un árbol bueno, no pueden más que nacer frutos buenos [10]
6. Mansos de corazón
Hemos llegado así al terreno propio de la bienaventuranza de los mansos, el corazón. Jesús dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». La verdadera mansedumbre se decide ahí. Es del corazón, dice, que proceden los homicidios, maldades, calumnias (Mc 7, 21-22), como de las agitaciones internas del volcán se expulsan lava, cenizas y material incandescente. Las mayores explosiones de violencia, como las guerras y conflictos, empiezan, como dice Santiago, secretamente desde las «pasiones que se agitan dentro del corazón del hombre» (St 4, 1-2). Igual que existe un adulterio del corazón, existe un homicidio del corazón: «El que odia a su propio hermano –escribe Juan-, es un homicida» (1 Jn 3, 15).
No existe sólo la violencia de las manos; existe también la de los pensamientos. Dentro de nosotros, si prestamos atención, se desarrollan casi continuamente «procesos a puerta cerrada». Un monje anónimo tiene páginas de gran penetración al respecto. Habla como monje, pero lo que dice no vale sólo para los monasterios; apunta el ejemplo de los súbditos, pero es evidente que el problema se plantea de otro modo también para los superiores.
«Observa -dice-, aunque sea por un día, el curso de tus pensamientos: te sorprenderá la frecuencia y la vivacidad de tus críticas internas con interlocutores imaginarios, y si no con los que te son cercanos. ¿Cuál es habitualmente su origen? Éste: el descontento a causa de los superiores que no nos quieren, no nos estiman, no nos entienden; son severos, injustos o demasiado cerrados con nosotros o con otros “oprimidos”. Estamos descontentos de nuestros hermanos, “sin comprensión, obstinados, bruscos, desordenados o injuriosos...”. Entonces en nuestro espíritu se crea un tribunal en el que somos fiscal, presidente, juez y jurado; raramente abogado, más que en nuestro favor. Se exponen los agravios; se pesan las razones; se defiende, se justifica; se condena al ausente. Tal vez se elaboran planes de revancha o trampas vengativas... » [11].
Los Padres del desierto, al no tener que luchar contra enemigos externos, hicieron de esta batalla interior contra los pensamientos (los famosos logismoi) el banco de prueba de todo progreso espiritual. También elaboraron un método de lucha. Nuestra mente, decían, tiene la capacidad de preceder el desarrollo de un pensamiento, de conocer, desde el principio, adónde irá a parar: si a disculpar al hermano o a condenarle, si a la gloria propia o a la gloria de Dios. «Tarea del monje –decía un anciano- es ver llegar de lejos los propios pensamientos» [12], se entiende que para cerrarles camino, cuando no son conformes a la caridad. La manera más sencilla de hacerlo es decir una breve oración o enviar una bendición hacia la persona que tenemos tentación de juzgar. Después, con la mente serena, se podrá valorar si y cómo actuar respecto a aquella.
7. Revestirse de la mansedumbre de Cristo
Una observación antes de concluir. Por su naturaleza, las bienaventuranzas están orientadas a la práctica; llaman a la imitación, acentúan la obra del hombre. Existe el riesgo de desalentarse al constatar la incapacidad de llevarlas a cabo en la propia vida y la distancia abismal que existe entre el ideal y la práctica.
Se debe recordar lo que se decía al inicio: las bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús. Él las vivió todas en grado sumo; pero –y aquí está la buena noticia- no las vivió sólo para sí, sino también para todos nosotros. Respecto a las bienaventuranzas, estamos llamados no sólo a la imitación, sino también a la apropiación. En la fe podemos beber de la mansedumbre de Cristo, como de su pureza de corazón y de cualquier otra virtud suya. Podemos orar para tener la mansedumbre, como Agustín oraba para tener la castidad: «Oh Dios, tú me mandas que sea manso; dame lo que mandas y mándame lo que quieras» [13].
«Revestios, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre (prautes), paciencia » (Col 3, 12), escribe el Apóstol a los colosenses. La mansedumbre y la bondad son como un vestido que Cristo nos ha merecido y del que, en la fe, podemos revestirnos, no para ser dispensados de la práctica, sino para animarnos a ella. La mansedumbre (prautes) es situada por Pablo entre los frutos del Espíritu (Ga 5, 23), esto es, entre las cualidades que el creyente muestra en la propia vida, cuando acoge al Espíritu Santo y se esfuerza por corresponder.
Podemos, por lo tanto, terminar repitiendo juntos con confianza la bella invocación de las letanías del Sagrado Corazón: «Jesús, manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo»: Jesu, mitis et humilis corde: fac cor nostrum secundum cor tutum.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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[1] Gandhi, Buddismo, Cristianesimo, Islamismo, Roma, Tascabili Newton Compton, 1993, p. 53.
[2] S. Agostino, Confessioni, X, 43.
[3] Introduzione all’edizione tascabile di Also sprach Zarathustra del 1919.
[4] F. Nietzsche, Opere complete, VIII, Frammenti postumi 1888-1889, Adelphi, Milano 1974, p. 56.
[5] R. Girard, Vedo Satana cadere come folgore, Milano, Adelphi, 2001, pp. 211-236.
[6] S. Agostino, Epistola 93, 5: “Dapprima ero del parere che nessuno dovesse essere condotto per forza all’unità di Cristo, ma si dovesse agire solo con la parola, combattere con la discussione, convincere con la ragione”.
[7] Cf. S. Agostino, Epistole 173, 10; 208, 7.
[8] Corrado Augias – Mauro Pesce, Inchiesta su Gesù. Mondadori, Milano 2006, p.52.
[9] S. Ignazio d’Antiochia, Agli Efesini, 10,2-3.
[10] S. Agostino, Commento alla Prima Lettera di Giovanni 7,8 (PL 35, 2023)
[11] Un monaco, Le porte del silenzio, Ancora, Milano 1986, p. 17 (Originale: Les porte du silence, Libraire Claude Martigny, Genève).
[12] Detti e fatti dei Padri del deserto, a cura di C. Campo e P. Draghi, Rusconi, Milano 1979, p. 66.
[13] Cf. S. Agostino, Confessioni, X, 29.
Primera Predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
ZENIT, IBLNEWS
Ofrecemos a continuación el texto de la primera predicación cuaresmal que el padre Raniero Cantalamessa OFM, predicador de la Casa Pontificia, ha dirigido a la Curia Romana en presencia del Papa Benedicto XVI, en la capilla “Redemptoris Mater”, sobre el capítulo octavo de la carta de San Pablo a los Romanos, con el título “La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús”, P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
“Toda la creación gime y sufrecon dolores de parto” (Rm 8, 22)
La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
El Espíritu Santo, en la creación y en la transformación del cosmos
1. Un mundo en estado de espera
En Adviento san Pablo nos ha introducido en el conocimiento y el amor por Cristo; en esta Cuaresma el Apóstol nos hará de guía al conocimiento y al amor por el Espíritu Santo. He elegido, con este fin, el capítulo octavo de la Carta a los Romanos porque éste constituye, en el corpus paulino y en todo el Nuevo Testamento, el tratado más completo y más profundo sobre el Espíritu Santo.
El pasaje sobre el que hoy queremos reflexionar es el siguiente:
“Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8, 19-22).
Un problema exegético debatido desde la antigüedad sobre este texto es el significado del término creación, ktisis. Con el término creación, ktisis, san Pablo a veces designa el conjunto de los hombres, el mundo humano, a veces el hecho o el acto divino de la creación, a veces el mundo en su conjunto, es decir, la humanidad y el cosmos juntos, a veces la nueva creación que resulta de la Pascua de Cristo.
Agustín [1], seguido aún por algún autor moderno [2], piensa que aquí el término designe al mundo humano y que por tanto se debería excluir del texto toda perspectiva cósmica, referida a la materia. La distinción entre la “creación entera” y “nosotros que poseemos las primicias del Espíritu”, sería una distinción entera del mundo humano y equivaldría a la distinción entre la humanidad irredenta y la humanidad redimida por Cristo.
La opinión, sin embargo, casi unánime hoy es que el término ktisis designa a la creación en su conjunto, es decir tanto el mundo material como el mundo humano. La afirmación de que la creación ha sido sometida a la vanidad “no espontáneamente”, no tendría sentido si no se refiriera a la creación material.
El Apóstol ve esta creación impregnada de una espera, en un “estado de tensión”. El objeto de esta espera es la revelación de la gloria de los hijos de Dios. “La creación en su existencia aparentemente cerrada en sí misma e inmóvil... espera con ansia al hombre glorificado, del cual ésta será el 'mundo', también él glorificado”[3].
Este estado de sufriente espera se debe al hecho de que la creación, sin culpa por su parte, ha sido arrastrada por el hombre al estado de impiedad que el Apóstol describe al principio de su carat (cf. Rm 1, 18 ss.). Allí definía este estado como “injusticia” y “mentira”, aquí usa los términos de “vanidad” (mataiotes) y corrupción (phthora) que dicen lo mismo: “pérdida de sentido, irrealidad, ausencia de fuerza, de esplendor, del Espíritu y de la vida”.Este estado sin embargo no es cerrado y definitivo. ¡Existe una esperanza para la creación! No porque la creación, en cuanto tal, esté en grado de esperar subjetivamente, sino porque Dios tiene en mente para él un rescate. Esta esperanza está ligada al hombre redimido, el “hijo de Dios”, que con un movimiento contrario al de Adán, arrastrará un día definitivamente el cosmos a su propio estado de libertad y de gloria.
De ahí la responsabilidad más profunda de los cristianos hacia el mundo: la de manifestar,. Desde ahora, los signos de la libertad y de la gloria al que todo el universo está llamado, sufriendo con esperanza, sabiendo que “los sufrimientos del momento presente no son comparables con la gloria futura que deberá ser revelada en nosotros”.
En el versículo final el Apóstol fija esta visión de fe en una imagen audaz y dramática: la creación entera es comparada con una mujer que sufre y gime con los dolores del parto. En la experiencia humana, éste es un dolor siempre mezclado con alegría, bien distinto del llanto silencioso y sin esperanza del mundo, que el pagano Lucrecio recogió en el famoso verso : “sunt lacrimae rerum”, lloran las cosas [4].
2. La tesis del ”Intelligent design”: ¿ciencia o fe?
Esta visión de fe y profética del Apóstol nos ofrece la ocasión de tocar el problema hoy tan debatido sobre la presencia o no de un sentido y de un proyecto divino interno a la creación, sin querer con ello sobrecargar el texto paulino de significados científicos o filosófico que evidentemente no tiene. La celebración del bicentenario del nacimiento de Darwin (12 de febrero de 1809) hace aún más actual y necesaria una reflexión en este sentido.
En la visión de Pablo Dios está al principio y al final de la historia del mundo; lo guía misteriosamente a un fin, haciendo servir a éste incluso las oscilaciones de la libertad humana. El mundo material está en función del hombre y el hombre está en función de Dios. No se trata de una idea exclusiva de Pablo. El tema de la liberación final de la materia y de su participación en la gloria de los hijos de Dios encuentra un paralelo en el tema de “los cielos nuevos y la tierra nueva”de la Segunda carta de Pedro (3,13) y del Apocalipsis (21,1).
La primera gran novedad de esta visión, es que ésta habla de liberación por parte de la materia, no de liberación de la materia, como en cambio sucedía en casi todas las concepciones antiguas de la salvación: platonismo, gnosticismo, docetismo, maniqueísmo, catarismo. San Ireneo combatió toda la vida contra la afirmación gnóstica según la cual “la materia es incapaz de salvación” [5].
En el diálogo actual entre ciencia y fe el problema se presenta en términos diversos, pero la sustancia es la misma. Se trata de saber si el cosmos ha sido pensado y querido por alguno o si es fruto “de la casualidad y de la necesidad”; si su camino muestra signos de una inteligencia y avanza hacia un desenlace preciso, o si evoluciona por así decirlo a ciegas, obedeciendo sólo a leyes propias y a mecanismos biológicos.
La tesis de los creyentes al respecto ha acabado por cristalizarse en la fórmula que en inglés suena Intelligent design, el diseño inteligente, se entiende, del Creador. Lo que ha creado tanta discusión y rechazo de esta idea ha sido, en mi opinión, el hecho de no distinguir con bastante claridad el diseño inteligente como teoría científica, del diseño inteligente como verdad de fe.
Como teoría científica, la tesis del “diseño inteligente” afirma que es posible probar por el análisis mismo de la creación, por tanto científicamente, que el mundo tiene un autor externo a sí mismo y muestra los signos de una inteligencia ordenadora. Esta es la afirmación que la mayoría de los científicos entiende (¡y la única que puede!) rechazar, no la afirmación de fe, que el creyente tiene de la revelación y de la cual también su inteligencia siente la íntima verdad y necesidad.
Si, como piensan muchos científicos (¡no todos!), es pseudo-ciencia hacer del “diseño inteligente” una conclusión científica, también es pseudo-ciencia aquela que excluye la existencia de un “diseño inteligente” en base a los resultados de la ciencia. La ciencia podría avanzar en la pretensión si pudiera por sí sola explicar todo: no sólo el “cómo” del mundo, sino también el “qué” y el “por qué”. Esto la ciencia sabe bien que no está en su poder hacerlo. Incluso quien elimina de su horizonte la idea de Dios, no elimina con ello el misterio. Queda siempre una pregunta sin respuesta: ¿por qué el ser y no la nada? La misma nada ¿es quizás para nosotros un misterio menos impenetrable que el ser, y la casualidad un enigma menos inexplicable que Dios?
En un libro de divulgación científica, escrito por un no creyente, he leído esta significativa admisión: si recorremos hacia atrás la historia del mundo, como se pasan las páginas de un libro desde la última página hacia atrás, llegados al final, nos damos cuenta de que es como si faltara la primera página, el incipit. Lo sabemos todo del mundo, excepto por qué y cómo ha comenzado. El creyente está convencido de que la Biblia nos proporciona precisamente esta página inicial que falta; ¡en ella, como en el frontispicio de todo libro, está indicado el nombre del autor y el título de la obra!
Una analogía puede ayudarnos a conciliar nuestra fe en la existencia de un diseño inteligente de Dios sobre el mundo con la aparente casualidad e impredecibilidad puesta a la luz por Darwin y por la ciencia actual. Se trata de la relación entre gracia y libertad. Como en el campo del espíritu la gracia deja espacio a la impredecibilidad de la libertad humana y actúa también a través de ella, así en el campo físico y biológico todo está confiado al juego de las causas segundas (la lucha por la supervivencia de las especies según Darwin, la casualidad y la necesidad según Monod), aunque este mismo juego está previsto y hecho precisamente por la providencia de Dios. En uno y en otro caso, Dios, como dice el proverbio, “escribe derecho con renglones torcidos”.
3. La evolución y la Trinidad
El discurso sobre creacionismo y evolución tiene lugar habitualmente en diálogo con la tesis opuesta, de naturaleza materialista y atea, y en clave, por ello, necesariamente apologética. En una reflexión hecha entre creyentes y para creyentes, como es la actual, no podemos detenernos en este estadio. Detenernos aquí, significaría quedar prisioneros de una visión “deísta”, y no aun trinitaria, y por tanto, no específicamente cristiana, del problema.
Quien abrió el discurso sobre la evolución a una dimensión trinitaria fue Pierre Teilhard de Chardin. La aportación de este estudioso a la discusión sobre la evolución consistió esencialmente en haber introducido en ella la persona de Cristo, de haber hecho de ella un problema también cristológico [6].
Su punto de partida bíblico es la afirmación de Pablo, según la cual “todo fue creado por él y para él” (Col 1,16). Cristo aparece en esta visión como el Punto Omega, es decir, como sentido y punto de llegada final de la evolución cósmica y humana. Se pueden discutir el modo y los argumentos con los que el estudioso jesuita llega a esta conclusión, pero no la conclusión misma. El motivo lo explica bien Maurice Blondel en una nota escrita en defensa del pensamiento de Teilhard de Chardin: “Ante los horizontes agrandados de la ciencia de la naturaleza y de la humanidad, no se puede, sin traicionar al catolicismo, permanecer en explicaciones mediocres y en modos de ver limitados que hacen del Cristo un accidente histórico, que lo aíslan del Cosmos como un episodio postizo y que parecen hacer de él un intruso o un perdido en la abrumadora y hostil inmensidad del Universo” [7].
Lo que falta aún, para una visión completamente trinitaria del problema, es una consideración sobre el papel del Espíritu Santo en la creación y en la evolución del cosmos. Lo exige el principio básico de la teología trinitaria según el cual las obras ad extra de Dios son comunes a las tres personas de la Trinidad, cada una de las cuales participa en ella con su característica propia.
El texto paulino que estamos meditando nos permite precisamente colmar esta laguna. La referencia a los dolores de parto de la creación se hace en el contexto del discurso de Pablo sobre las diversas actuaciones del Espíritu Santo. Él ve una continuidad entre el gemido de la creación y el del creyente que está puesto abiertamente en relación con el Espíritu: “Ésta (la creación) no está sola, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente”. El Espíritu Santo es la fuerza misteriosa que empuja a la creación hacia su cumplimiento. Hablando de la evolución del orden social, el Concilio Vaticano II afirma que “el espíritu de Dios que, con admirable providencia, dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en esta evolución” [8].
Él que es “el principio de la creación de las cosas” [9], es también el principio de su evolución en el tiempo. Esto de hecho no es otra cosa que la creación que continúa. En el discurso dirigido, el 31 de octubre de 2008, a los participantes en el simposio sobre la evolución, promovido por la Academia Pontificia de las Ciencias, el Santo Padre Benedicto XVI subraya este concepto: “Afirmar, decía, que el fundamento del cosmos y de sus desarrollos es la sabiduría providente del Creador no es decir que la creación tiene que ver sólo son el inicio de la historia del mundo y de la vida. Esto implica, más bien, que el Creador funda estos desarrollos y los sostiene, los fija y los mantiene constantemente”.
¡Qué aporta de específico y de “personal” el Espíritu en la creación? Esto depende, como siempre, de las relaciones internas de la Trinidad. El Espíritu Santo no está en el origen, sino por así decirlo, al término de la creación, como no esta en el origen, sino al final del proceso trinitario. En la creación -escribe san Basilio- el Padre es la causa principal, aquel del cual son todas las coss; el Hijo es la causa eficiente, aquel por medio del cual todas las cosas han sido hechas; el Espíritu Santo es la causa perfeccionadora”[10].
La acción creadora del Espíritu está en el origen por tanto de la perfección de lo creado; él, diríamos, no es tanto aquel que hace pasar el mondo de la nada al ser, sino aquel que hace pasar del ser informe al ser formado y perfecto. En otras palabras, el Espíritu santo es aquel que hace pasar lo creado del caos al cosmos, que hace de él algo bello, ordenado, limpio: un “mundo”, precisamente, según el significado original de esta palabra. San Ambrosio observa:
“Cuando el Espíritu comenzó a aletear sobre él, la creación no tenía aún belleza alguna. En cambio, cuando la creación recibió la actuación del Espíritu, obtuvo todo este esplendor de belleza que la hace resplandecer como 'mundo'”[11].
No es que la acción creadora del Padre haya sido “caótica” y necesitada de corrección, sino que es el Padre mismo, señala san Basilio en el texto citado, que quiere hacer existir todo por medio del Hijo y quiere llevar a la perfección las cosas por medio del Espíritu.
“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,1-2). La Biblia misma, como se ve, alude al paso de un estado informe y caótico del universo, a un estado en camino de progresiva formación y diferenciación de las criaturas y menciona al Espíritu de Dios como el principio de este paso o evolución. Ésta presenta este pasaje como repentino e inmediato, la ciencia ha revelado que se extendió en un arco de millones de años y que está aún en acto. Pero esto no debería crear problemas, una vez conocida la finalidad y el género literario del relato bíblico.
Fundándose en el sentido de expresiones análogas presentes en los poemas cosmogónicos babilónicos, hoy se tiende a dar a la expresión “espíritu de Dios” (ruach ‘elohim) del Génesis 1,2 el sentido puramente natural de viento impetuoso, viendo en ella un elemento del caos primordial, igual que el abismo y las tinieblas, ligándolo por tanto a lo que precede y no a lo que sigue, en el relato de la creación [12]. Pero la imagen del “soplo de Dios” vuelve en el capítulo sucesivo del Génesis (Dios “sopló en su nariz un aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente”) con un sentido teológico y no ciertamente natural.
Excluir, del texto, toda referencia, aunque embrionaria, a la realidad divina del Espíritu, atribuyendo la actividad creadora únicamente a la palabra de Dios, significa leer el texto sólo a la luz de lo que lo precede y no a la luz de lo que lo sigue en la Biblia, a la luz de las influencias que ha sufrido y no también del influjo que ha ejercido, contrariamente a lo que sugiere la tendencia más reciente en la hermenéutica bíblica. (¿El modo más seguro para establecer la naturaleza de una semilla desconocida no es quizás ver qué tipo de planta nace de ella?).
Avanzando en la revelación, encontramos referencias cada vez más explícitas a una actividad creadora del soplo de Dios, en estrecha conexión con aquella de su palabra. “Por la palabra (dabar) del Señor se hicieron los cielos, por el soplo (ruach) de su boca sus ejércitos” (Sal 33, 6; cf. también Is 11.4: “Su palabra será una vara contra el violento, con el soplo de su boca matará al malvado”). Espíritu o soplo no indica ciertamente, en estos textos, el viento natural. A este texto se remite otro salmo cuando dice: “Envías tu espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104, 30). Sea cual sea la interpretación que se le quiera dar, por ello, al Génesis 1,2, es cierto que la continuación de la Biblia atribuye al Espíritu de Dios un papel activo en la creación.
Esta línea de desarrollo se hace clarísima en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación, sirviéndose precisamente de las imágenes del soplo y del viento que se leen a propósito del origen del mundo (Jn 20, 22 con Gen 2,7). La idea de la ruach creadora no puede haber surgido de la nada. ¡No se puede, en un mismo comentario o edición de la Biblia, traducir Génesis 1,2 con “un viento de Dios sobre las aguas” y luego remitir a este mismo texto para explicar la paloma en el bautismo de Jesús![13].
No es por tanto incorrecto continuar refiriéndose a Gn 1,2 y a los demás testimonios posteriores, para encontrar en ellos un fundamento bíblico al papel creador del Espíritu Santo, como hacían los Padres. “Si adoptas esta explicación -decía san Basilio, seguido en ello por Lutero – sacarás gran provecho” [14]. Y es verdad: ver en el “Espíritu de Dios” que aleteaba sobre las aguas una primera referencia embrionaria a la acción creadora del Espíritu abre la comprensión de tantos pasajes sucesivos de la Biblia, de los que de otra forma su origen no tendría explicación.
4. Pascua, paso de la vejez a la juventud
Intentemos ahora señalar algunas consecuencias prácticas que esta visión bíblica del papel del Espíritu Santo puede tener para nuestra teología y para nuestra vida espiritual. En cuanto a las aplicaciones teológicas recuerdo sólo una: la participación de los cristianos en el empeño por el respeto y la salvaguardia de la creación. Para el creyente cristiano el ecologismo no es sólo una necesidad práctica de supervivencia o un problema solo político y económico, tiene un fundamento teológico. ¡La creación es obra del espíritu Santo!
Pablo nos habló de una creación que “gime y sufre con dolores de parto”. A este llanto de parto suyo, hoy se mezcla un llanto de agonía y muerte. La naturaleza está sometida, una vez más “sin su voluntad”, a una vanidad y corrupción, diversas de aquellas de orden espiritual que Pablo entendía, sino derivadas de la misma fuente que es el pecado y el egoísmo del hombre”.
El texto paulino que estamos meditando podría inspirar más de una consideración sobre el problema de la ecología: ¿nosotros que hemos recibido las primicias del espíritu estamos apresurando “la plena liberación del cosmos y su participación en la gloria de los hijos de Dios”, o la estamos retrasando, como todos los demás?
Pero vamos a la explicación más personal. Decimos que el hombre es un microcosmos; a él por tanto como individuo se aplica todo lo que hemos dicho en general del cosmos. El Espíritu Santo es aquel que hace pasar a a cada uno de nosotros del caos al cosmos: del desorden, de la confusión y de la dispersión, al orden, la unidad y la belleza. Esa belleza que consiste en ser conformes a la voluntad de Dios y a la imagen de Cristo, pasando del hombre viejo al hombre nuevo.
Con una referencia veladamente autobiográfica, el Apóstol escribía a los Corintios: “Si también nuestro hombre exterior se va deshaciendo, el interior se renueva día a día” (2 Cor 4,16). La evolución del espíritu no tiene lugar paralelamente a la del cuerpo, sino en sentido contrario.
En estos últimos días, a través de los tres Oscar que ha recibido y de la celebridad del protagonista, se ha hablado mucho de una película titulada “El curioso caso de Benjamin Button”, tomado de un relato del escritor Francis Scott Key Fitzgerald. Es la historia de un hombre que nace viejo, con los rasgos monstruosos de un ochentón, y creciendo, rejuvenece hasta morir como un verdadero niño. La historia es naturalmente paradójica, pero puede tener una aplicación verdadera si se transfiere al plano espiritual. Nosotros nacemos como “hombres viejos” y debemos convertirnos en “hombres nuevos”. ¡Toda la vida, no sólo la adolescencia, es una “edad evolutiva”!
¡Según el Evangelio, niños no se nace sino se llega a ser! Un Padre de la Iglesia, san Máximo de Turín, define la Pascua como un paso “de los pecados a la santidad, de los vicios a la virtud, de la vejez a la juventud, una juventud que se entiende no en edad, sino en sencillez. Éramos de hecho decadentes por la vejez de los pecados, pero por la resurrección de Cristo hemos sido renovados en la inocencia de los niños”[15].
La Cuaresma es el tiempo ideal para aplicarse a este rejuvenecimiento. Un prefacio de este tiempo dice: “Tu has establecido para tus hijos un tiempo de renovación espiritual, para que se conviertan a ti con todo el corazón, y libres de los fermentos del pecado vivan las vicisitudes de este mundo, orientados siempre hacia los bienes eternos”. Una oración, que se remonta al Sacramentario Gelasiano del siglo VII y que aún se usa en la vigilia pascual, proclama solemnemente: “Que todo el mundo vea y reconozca que lo que está destruido se reconstruye, lo que está envejecido se renueva, y todo vuelve a su integridad, por medio de Cristo que es el principio de todas las cosas”.
El Espíritu Santo es el alma de esta renovación y de este rejuvenecimiento. Comencemos nuestras jornadas diciendo, con el primer verso del himno en su honor: “Veni, creator Spiritus”: Ven Espíritu creador, renueva en mi vida el prodigio de la primera creación, aletea sobre el vacío, las tinieblas y el caos de mi corazón, y guíame hacia la realización plena del “diseño inteligente” de Dios sobre mi vida.
[1] Cf. S. Agostino, Esposizione sulla Lettera ai Romani, 45 (PL 35, 2074 s.).
[2] A. Giglioli, L'uomo o il creato? Ktisis in S. Paolo, Edizioni Dehoniane, Bologna 1994.
[3] H. Schlier, La lettera ai Romani, Paideia, Brescia 1982, p. 429.
[4] Virgilio, Eneide, I, 462.
[5] Cf. S. Ireneo, Adv. haer. V, 1,2; V,3,3.
[6] Cf. C. F. Mooney, Teilhard de Chardin et le mystère du Christ, Aubier, Paris 1966.
[7] M. Blondel et A. Valensin, Correspondance, Aubier, Parigi 1965.
[8] Gaudium et Spes, 26.
[9] Tommaso d'Aquino, Somma contro i gentili, IV, 20, n. 3570 (Marietti, Torino 1961, vol. 3, p. 286).
[10] S. Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 38 (PG 32, 136).
[11] S. Ambrogio, Sullo Spirito Santo, II, 32.
[12] Così G. von Rad, in Genesi. Traduzione e commento di G. von Rad, Paideia, Brescia 1978, pp. 56-57; da notare, tuttavia, che in Enuma Elish il vento appare come un alleato del dio creatore, non un elemento ostile che gli si oppone: cf. R. J. Clifford-R. E. Murphy, in The New Jerome Biblical Commentary, 1990, p. 8-9.
[13] Così avviene nella "Bibbia di Gerusalemme": cf. note a Gen 1,2 e Mt 3,16 e in The New Jerome Biblical Commentary, Prentice Hall 1990, pp. 10 e 638.
[14] S. Basilio, Esamerone, II, 6 (SCh 26, p. 168); Lutero, Sulla Genesi (WA 42, p. 8).
[15] S. Massimo di Torino, Sermo de sancta Pascha, 54,1 (CC 23, p. 218).
Homilías: Domingo 4º Cuaresma (B)
Lecturas: 2Cr 36,14-16.19-23; S.136; Ef 2,4-10;Jn 3,14-21
Hemos creído en el amor
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
El evangelio de hoy nos sitúa en el mismo o uno de los días subsiguientes al de la expulsión de los mercaderes, comentado el domingo pasado. Nicodemo es un fariseo, doctor de la ley; acabará haciéndose discípulo de Jesús y participando en su sepultura; éste es su primer encuentro con Jesús. Llevan hablando ya un rato. Ahora Jesús cree oportuno ilustrarle sobre su misión.
Le recuerda el hecho narrado en el libro de los Números. Aquel pueblo había sido castigado tras un pecado muy grave contra Dios. Se rebeló protestando por el maná que le parecía un alimento monótono y por la escasez de agua. Dios les envió una plaga de serpientes venenosas, que les picaban, y morían. Murió mucha gente. Moisés intercedió y Dios le mandó forjar una serpiente de bronce, colocarla sobre una pértiga y levantarla en medio del campamento. El mordido que la miraba, sanaba.
Aquello –explica Jesús– era un signo de Él y de su misión. En efecto ser “elevado” es el término, incluso empleado por los jueces en sus sentencias, para indicar la pena de la crucifixión.
Estamos al comienzo de la vida pública. Aquí tenemos un dato de que Jesús ya sabía entonces su destino, que es la voluntad de su Padre: “tiene que ser”, es necesario que “el Hijo del Hombre” sea elevado. Es claro que este “Hijo del Hombre” se refiere a Jesús mismo. En los evangelios el término sólo lo emplea Jesús (fuera de San Esteban en el momento de su martirio) y siempre se refiere a Sí mismo. Remite al libro de Daniel, que en una visión mesiánica habla de una persona que “viene del Cielo” y Dios le da “el imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su imperio no pasará y su reino no será destruido jamás” (Dan 7,13-14). “Venía del Cielo”, es un símbolo bíblico del origen divino de Jesús; no viene de la tierra; es hombre, pero viene de Dios, del Cielo. Posteriormente se irá declarando más: es el Hijo de Dios, que ha estado “junto a Dios” siempre, “desde el principio”, y se ha tomado la carne humana (se hizo hombre) en el seno de María.
Jesús se llama a continuación simplemente “su Hijo” (de Dios) e Hijo “único”, es decir que no hay otro como Él, porque es Dios por naturaleza. Y añade: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”. Iba a ser elevado, iba a ser crucificado porque Dios Padre así lo quiso. Y lo entregó por amor a los hombres, para que creyendo todos tengan vida eterna.
Jesús iba a ser crucificado y así lo quería el Padre para que en el mundo, los hombres todos, nadie se condenase, sino todos se salvasen. “Porque Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Nosotros, los que tenemos la dicha de creer, todo creyente, lo entendemos perfectamente. Se trata de la salvación del pecado, del adquirir la vida eterna y la salvación, la gracia y el perdón aquí y la felicidad eterna en el otro mundo.
Es una constante en la Escritura y es también un testimonio de la propia conciencia de cada hombre: el pecado es una realidad, el pecado está mal, del pecado como malo acusa la conciencia, el pecado va contra Dios, el pecado mancha, el pecado rompe la armonía interior, el pecado hace al hombre malo, impresentable ante Dios, le pone contra Dios. Pero el pecado está ahí y no puede suprimirse porque el pasado ya nadie lo puede cambiar.
Sin embargo Jesús, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios hecho hombre, puede lo que ningún otro hombre puede: pagar por la culpa, liberar de la deuda, obtenernos el perdón. Puede asumir la misión y el costo de la reparación. Lo declara más la lectura de la carta a los Efesios: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia están ustedes salvados– nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en cielo con Él”. “El mismo que sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24) y así, “hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8), “canceló la deuda que teníamos y la suprimió clavándola en la cruz” (Col 2,14), nos lavó con su sangre de nuestros pecados” (Ap 1,5) y obtuvo nuestro perdón. Un perdón fruto del amor de Dios Padre, porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” y lo mandó al mundo, “no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Y también un perdón fruto y conquista del amor del Hijo Hombre, levantado, crucificado por nuestros pecados, porque “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Ga 2,20).
Éste es el núcleo de la fe. Como reflexionamos el pasado domingo, “unos piden milagros, otros sabiduría, pero nosotros predicamos y creemos en Cristo crucificado”; éste es el poder y ésta es la sabiduría de Dios.
“Hemos creído en el amor” (1Jn 4,16). “El que cree en él, no será condenado; por el contrario, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Porque creer no es meramente admitir la existencia de Dios, que ha creado; es creer que he sido y soy amado hasta la muerte; es creer que ese Dios y es Jesús, el Hijo único, ha cambiado radicalmente mi existencia y mi futuro, de la noche al día, de las tinieblas a la luz. Que “la condenación consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron (¿prefieren?) las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. ¡Qué claro resulta este Juan tan difícil de entender cuando la fe no brilla!
La Eucaristía es un encuentro privilegiado en la fe y el amor. Con especial fe pedimos hoy al Señor, a las puertas de los misterios de su muerte y resurrección, que nos comunique algo más de su amor a Él y en ese amor también el amor a nuestros hermanos, que su amor incluye y comparte.
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Dios ama el mundo
ECLESALIA, 18/03/08.- No es una frase más. Palabras que se podrían eliminar del Evangelio, sin que nada importante cambiara. Es la afirmación que recoge el núcleo esencial de la fe cristiana. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». Este amor de Dios es el origen y el fundamento de nuestra esperanza.
«Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados. Esto tiene consecuencias de la máxima importancia.
Primero, Jesús es, antes que nada, el «regalo» que Dios ha hecho al mundo, no sólo a los cristianos. Los investigadores pueden discutir sin fin sobre muchos aspectos de su figura histórica. Los teólogos pueden seguir desarrollando sus teorías más ingeniosas. Sólo quien se acerca a Jesucristo como el gran regalo de Dios, puede ir descubriendo en todos sus gestos, con emoción y gozo, la cercanía de Dios a todo ser humano.
Segundo. La razón de ser de la Iglesia, lo único que justifica su presencia en el mundo es recordar el amor de Dios. Lo ha subrayado muchas veces el Vaticano II: La Iglesia «es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de Dios a todos los hombres». Nada hay más importante. Lo primero es comunicar ese amor de Dios a todo ser humano.
Tercero. Según el evangelista, Dios hace al mundo ese gran regalo que es Jesús, «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Es muy peligroso hacer de la denuncia y la condena del mundo moderno todo un programa pastoral. Sólo con el corazón lleno de amor a todos, nos podemos llamar unos a otros a la conversión. Si las personas se sienten condenadas por Dios, no les estamos transmitiendo el mensaje de Jesús sino otra cosa: tal vez, nuestro resentimiento y enojo.
Cuarto. En estos momentos en que todo parece confuso, incierto y desalentador, nada nos impide a cada uno introducir un poco de amor en el mundo. Es lo que hizo Jesús. No hay que esperar a nada. ¿Por qué no va a haber en estos momentos hombres y mujeres buenos, que introducen entre nosotros amor, amistad, compasión, justicia, sensibilidad y ayuda a los que sufren…? Estos construyen la Iglesia de Jesús, la Iglesia del amor.
Día del niño por nacer
Ámalo y Defiéndelo
Los padres experimentan el milagro de la vida en sí mismos y la ciencia los ayuda a verificar que lo que se realiza en ellos y a través de ellos es algo extraordinario. Hoy no sólo vemos al Niño por Nacer en imágenes tridimensionales que lo muestran gesticulando, bostezando y moviéndose cuando tiene pocas semanas de edad, sino que conoceremos más de él desde el momento en que se cuerpo humano está constituido por una sola célula, cuando apenas llega a las 24 horas de vida y la madre ignora todavía que ya lo lleva en su vientre.
Mayor es nuestra maravilla cuando aprendemos a ver al Niño por Nacer con los ojos de Dios. Es que “la vida es siempre un don inestimable; cada vez que surge, percibimos la potencia de la acción creadora de Dios, que se fía del hombre y, de este modo, lo llama a construir el futuro con la fuerza de la esperanza”, y ello no puede sino suscitar en nuestros corazones el amor hacia ese niño que – independientemente las circunstancias de su concepción – espera nacer, así como el deseo de defenderlo y protegerlo de las amenazas que en nuestro país – maquilladas de “justicia social” o con el disfraz de “derechos sexuales y reproductivos” – quieren destruirlo.
El Papa nos ha enseñado que la alegría cristiana la alcanzamos cuando descubrimos que en nuestras vidas “Dios está cerca”, y la cercanía de Dios no es una cuestión de tiempo o de espacio, sino una cuestión de amor, porque el amor acerca. Un Niño por Nacer será siempre una expresión del amor de Dios, una manifestación fresca, vital y auténtica de que Dios está presente “cerca” en nuestras vidas, y por ello hemos de alegrarnos con el pequeño ser humano oculto a nuestros ojos en el seno materno.
Antes de verlo nacido, Santa María aprendió a contemplar a su Hijo cuando siendo todavía un Niño por Nacer estaba oculto a sus ojos, y desde el primer momento que lo tuvo en su seno lo amó y lo defendió de amenazas reales. Que Ella, mujer fiel a sí misma, amante de la vida, nos obtenga a todos, pero en especial a la mujer peruana, las gracias necesarias para amar y defender a todo Niño por Nacer.
Comisión Episcopal de Familia, Infancia y Vida
Conferencia Episcopal Peruana
Día Mundial de la CVX
Celebración del Día Mundial de la Comunidad de Vida Cristiana - CVX
Rosa Amenero
“Es así como nuestras historias nos desafían, nos inspiran, nos consuelan y nos enseñan.
Sobre todo, afirman que somos compañeros, discípulos, apóstoles, peregrinos –un pueblo, llamado desde muchas naciones, hablando el idioma del amor, viviendo un común estilo de vida, enviados a una misión común, portadora de abundantes regalos de Dios. Con María, nuestra alma proclama la grandeza del Señor y nuestro espíritu se regocija en Dios nuestro Salvador … por que el Todopoderoso ha hecho grandes cosas por nosotros … (Lc 1,46-49)”.
(Documento de la XVª Asamblea Mundial de Comunidades de Vida Cristiana CVX, Fátima – Portugal, Agosto 2008)
Este 25 de marzo, la Comunidad de Vida Cristiana CVX, celebramos nuestro Día Mundial CVX, en la solemnidad de la Anunciación del Señor y en presencia de María, modelo de nuestra colaboración en la misión de la Iglesia (PG 9) , nosotros queremos responder al igual que María “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
La Comunidad de Vida Cristiana CVX, somos un movimiento laical mundial, con espiritualidad ignaciana, está formada por cristianos que desean seguir más de cerca a Jesucristo y trabajar con El en la construcción del Reino, y que han reconocido en la CVX su particular vocación en la Iglesia. Nos regimos por nuestros Principios Generales el cual expresa nuestro sentir CVX: “Nuestro propósito es llegar a ser cristianos comprometidos, dando testimonio en la Iglesia y en la sociedad de los valores humanos y evangélicos esenciales para la dignidad de la persona, el bienestar de la familia y la integridad de la creación. Para preparar más eficazmente a nuestros miembros para el testimonio y el servicio apostólico, especialmente en los ambientes cotidianos, reunimos en comunidad a personas que sienten una necesidad más apremiante de unir su vida humana en todas sus dimensiones con la plenitud de su fe cristiana según nuestro carisma. Como respuesta a la llamada que Cristo nos hace, tratamos de realizar esta unidad de vida desde dentro del mundo en que vivimos”. (PG 4)
Actualmente la Comunidad de Vida Cristiana CVX, esta presente en 64 países. En nuestro país estamos en Piura, Chiclayo, Trujillo, Lima, Arequipa, Ilo, Cusco, Ayacucho, Abancay y en Lima (CVX El Agustino, CVX Mi Perú, CVX Desamparados, CVX Luis Paulussen, CVX Siempre, CVX Fátima, CVX Sagrada Familia y CVX San Pedro).