SERIES PUBLICADAS A MANERA DE CURSOS DE FORMACIÓN PASTORAL

 


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LA MISA

Por el P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J.
La Misa siempre ha estado presente en la Iglesia y tiene sus raíces en la Cena Pascual Judía; a través de esta serie vamos a ir recorriendo cómo se ha ido modelando en el transcurrir del tiempo hasta la actualidad.

Domingo II Cuaresma. Ciclo B – La transfiguración de Jesucristo.


 

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P. Adolfo Franco, jesuita.


Lectura del santo evangelio según san Marcos (9, 2-10)

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.

Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»

Estaban asustados, y no sabía lo que decía.

Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».

Palabra del Señor


La transfiguración del Señor es una luz en la Cuaresma que anuncia la futura resurrección

Puede parecer sorprendente que en este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ponga para este segundo domingo la lectura del pasaje de la Transfiguración, según San Marcos. La Transfiguración nos parece un momento de gloria, y la cuaresma es un tiempo de desierto y de conversión. Pero si se mira bien, la Transfiguración es otra forma de exponernos lo que debe ser la conversión cristiana. Podríamos afirmar que la Transfiguración nos presenta la conversión de nuestros ideales.

La figura de Cristo en esta escena aparece de forma diferente de la que El muestra en toda su vida terrena; siempre había sido tan normal, tan natural, sin querer sobresalir, incluso aquejado de las pequeñas miserias humanas, como el hambre, la sed, el sueño, el cansancio. Y ahora el mismo Jesús se presenta como un maravilloso prodigio de luz.

Podríamos también tomar esta figura de Cristo transfigurado como la síntesis de todo el Evangelio. El viene para ser la luz y nos enseña lo que también nosotros debemos ser. Esto ocurre en lo alto del monte porque no se esconde una luz, sino se pone en lo alto. Todo el mensaje del Evangelio es la luz que, de palabra, nos fue comunicando Jesucristo: todo el sermón del monte, el sermón de las bienaventuranzas es su Luz. Ahora en el Tabor (otro monte) Jesús mismo, convertido en luz, es el mensaje.

La Transfiguración a nosotros nos muestra cuál es la meta de nuestros esfuerzos, qué significa la verdadera conversión cristiana. Llegar a ser luminosos. No simples cumplidores de la ley.

En la transfiguración se subrayan especialmente estos aspectos de la luminosidad: sus vestidos resplandecían de blanco, y El mismo era resplandeciente como el sol. En el A.T. encontramos también un hecho con alguna semejanza: Moisés, cuando baja del Sinaí, después de estar cara a cara con Dios, tenía el rostro resplandeciente. Cuando él trasmite la bendición de Dios a los israelitas les dice: “que Dios ilumine su rostro sobre vosotros”. 

En las recomendaciones de conducta que Jesús nos da a los cristianos figura que de tal manera brille nuestra luz delante de los hombres, que ellos den gloria al Padre.

Nosotros apreciamos la luz y huimos de la oscuridad. La luz hace hermosas todas las cosas, que no lucen de igual forma cuando caen las sombras. La luz es una de las criaturas más bellas de Dios; fue de hecho la primera en ser creada.

Eso es lo que nos manifiesta la transfiguración: nos manifiesta el ser interior de Jesús, su luz hermosa. Y a nosotros nos dice que seamos luz, que nuestra alma y nuestra conducta sean luminosas. Pasar del pecado al cumplimiento de los mandamientos, es un primer paso; pero no basta: hay que pasar de los mandamientos, a ser luz. Y esto se logra cuando damos belleza a todo lo que somos: convertir la bondad en esplendor, convertir la verdad en luz. Convertirse en luz, es una forma de expresar la meta del cristiano. 

Nuestro ser está destinado a irradiar, necesitamos ser brillantes (en el sentido de que vengo hablando), si no, seremos personas que no logran la meta a la que han sido llamadas. Cuando nuestro interior se va convirtiendo en energía que irradia, nos pasa lo que al sol, con la diferencia de que el sol, se va gastando poco a poco al irradiar, mientras que nosotros no nos gastamos nunca al ser luminosos. 

Se trata de que en el cumplimiento de nuestra vocación cristiana vayamos más allá de la simple obediencia a la ley, y encontremos en ella el amor; que penetremos tanto en la voluntad de Dios, que descubramos su belleza y su armonía.

Estamos destinados a ser estrellas que irradien su luz y su belleza, no nos contentemos con menos. Y ese es el destino del ser humano.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.

Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.



Teología fundamental. 31. El Credo. Pasión, muerte y sepultura de Cristo

 


P. Ignacio Garro, jesuita †


5. EL CREDO

Continuación


5.12. PASION, MUERTE Y SEPULTURA DE CRISTO 

5.12.1. La pasión del Salvador 

Está referida en Mt. 6, 26-; Mc. 14, Lc. 22 y Jn. 18

La pasión tuvo lugar en Jerusalén, capital de Judea. En aquel entonces, provincia del Imperio romano, gobernada por Poncio Pilatos. 

Empezó por la oración del Huerto. Allí a la vista de los innumerables pecados de los hombres, de los pavorosos tormentos que lo esperaban, y de la inutilidad de sus sufrimientos para muchos, sufrió Cristo congoja y aflicción tan acerba, que le sobrevino un sudor de sangre, y cayó en agonía como un hombre que va a morir. 

Luego Judas, traicionándolo, con un beso, lo entregó a sus enemigos. Estos se apoderaron de El y lo llevaron atado como un criminal a casa del gran Sacerdote Caifás. 

Cristo compareció a cuatro tribunales: dos religiosos, presididos por Anás y Caifás, donde estaban reunidos los príncipes de los sacerdotes y los escribas (doctores de Israel); y dos civiles: el de Pilatos, gobernador de Judea, y el de Herodes, gobernador de Galilea, a quien lo remitió Pilatos, al saber que Cristo era galileo. 

Cristo sufrió toda suerte de oprobios y sufrimientos; fue abofeteado, escupido, tratado como rey de burlas, y paseado por las calles como loco. Por orden de Pilatos fue azotado y coronado de espinas. Luego Pilatos lo condenó a morir, no por creerlo culpable, sino por miedo al pueblo judío que le gritaba: -"Si perdonas a éste, no eres amigo del César" Un. 19, 12). 


A) Suplicio de la Cruz 

La Crucifixión del Señor se verificó en el calvario. Cristo llevó sobre sus hombros la pesada cruz y varias veces cayó en el camino por su mucha extenuación. Al llegar al Calvario lo desnudaron de sus vestiduras, y tendiéndole sobre la cruz, clavaron sus manos y sus pies con gruesos clavos y lo elevaron en alto. 

Tanto entre los romanos como entre los judíos, la cruz era el suplicio más cruel e ignominioso reservado a los criminales vulgares. Cristo quiso padecerlo, para someterse a la mayor afrenta y humillación. 

Pero desde que murió Cristo en ella, la Cruz se tornó en objeto de amor, de gloria y de bendición. De amor, porque es el motivo que llevó al Señor a la muerte; de gloria, porque gracias a ella alcanzamos la gloria del cielo; de bendición, porque es fuente de innumerables gracias para el cristiano. 

"La cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo ( ... ), deja este mundo, es al mismo tiempo una gran manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en él, a la humanidad, a todo hombre, dándole al tres veces santo Espíritu de Verdad" (Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, núm. 9)


B) Sufrimientos de Cristo 

Jesucristo padeció múltiples e intensos sufrimientos: 

1°. Todo su cuerpo fue cruelmente herido

La cabeza, con la corona de espinas, las manos y los pies traspasados con clavos; la cara, por las bofetadas y escupitajos; todo el cuerpo por la flagelación. Sufrió en el sentido del gusto por la hiel y el vinagre que le dieron; el olfato, pues el Gólgota era un lugar de calaveras; el oído, por las blasfemias y las burlas, la vista, al ver a su madre y al discípulo amado, llorando.

Los sufrimientos físicos de su pasión, fueron sumamente intensos y crueles: 

  • La flagelación; que ordinariamente se realizaba con varas espinosas y garfios de hierro, era dolorosísima; la piel se entumecía al principio, después se desgarraba y por último los azotes caían sobre la carne viva y despedazada; 
  • La coronación de espinas; eran fuertes y agudas, que penetraron hondamente en su santa cabeza; 
  • El nuevo desgarramiento de su carne que suponía quitar los vestidos para la crucifixión; como estaban adheridos a la carne, al separarlos se abrían cruelmente todas las llagas; así permaneció a la intemperie de los elementos durante las tres horas de crucifixión; 
  • El enclavamiento en la cruz; fue suplicio de inconcebible dolor: los clavos al penetrar sus manos y sus pies desgarraron sus nervios y tendones y separaron sus huesos; 
  • La crucifixión: permaneció varias horas en cruz, posición de suyo muy dolorosa; soportó todo el peso de su cuerpo en sus manos y pies taladrados, sin poderse mover, ni valer en ninguna forma, pues tenía impedidas de movimiento hasta sus manos; 
  • La sed: causada por todo el desgaste físico y por sus muchas heridas y pérdida de sangre. Para el que tiene heridas el mayor de los tormentos es el de la sed; también lo fue para Cristo. 


2°. Padeció de todo aquello en lo que el hombre puede sufrir

Además de los acervos dolores físicos, sufrió traición de un discípulo, el abandono de los amigos, la negación de Pedro; padeció por las blasfemias pronunciadas en su contra; en su honor y gloria por las burlas y vilipendios en el proceso y en la misma muerte; en las cosas que poseía, fue de ellos despojado y, por último, en los dolores de su espíritu: la tristeza, el tedio y el temor.

3°. Padeció de todo tipo de hombres 

De gentiles y judíos, de hombres y mujeres, de poderosos y plebeyos, de conocidos y desconocidos. 

Santo Tomás de Aquino, apoyándose en el texto de Isaías que dice "Mirad y ved si hay dolor como mi dolor" (Isaías 1, 12) explica por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el Mayor de todos los dolores: 

1) Por las causas de los dolores: el dolor corporal fue acerbísimo, tanto por la generalidad de sus sufrimientos (según dijimos arriba), como por la muerte en la cruz. 

El dolor interno fue intensísimo, pues lo causaban todos los pecados de los hombres, el abandono de sus discípulos, la ruina de los que causaban su muerte y, por último, la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la vida humana natural. 

2) Por causa de la sensibilidad del paciente: el cuerpo de Cristo era perfecto, óptimamente sensible, como conviene al cuerpo formado por obra del Espíritu Santo. De ahí que, al tener finísimo sentido del tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede decirse de su alma: al ser perfecta aprendía efícacísimamente todas las causas de la tristeza. 

3) Por la pureza misma del dolor: porque otros que sufren pueden mitigar la tristeza interior y también el dolor exterior, con alguna consideración de la mente, Cristo en cambio no quiso hacerlo. 

4) Porque el dolor asumido era voluntario:

Y así, por desear liberar de todos los pecados, quiso tomar tanta cantidad de dolor cuanto era proporcionado al fruto que de ahí se había de seguir. 

Y de estas cuatro razones, concluye el Santo, se sigue que el dolor de Cristo ha sido el mayor de cuantos dolores ha habido (cfr. S. Th. III; q. 4 6, a. 6) 

La meditación de los padecimientos de Cristo, es en extremo útil para el cristiano. En ella se formaron los santos, y tiene la ventaja de ser un libro en que todos, aún los más ignorantes, pueden leer. Allí viendo cuánto nos amó Cristo, nos es fácil encendernos en su amor: "¿Quién no amará al que nos amó de tal manera? (cfr. Adeste laderas). 

Los santos -me dices- estallaban en lágrimas de dolor al pensar en la pasión de Nuestro Señor. Yo, en cambio... Quizá es que tú y yo presenciamos las escenas, pero no las "vivimos" (Josemaría Escrivá de Balaguer, Vía Crucis, VIII, I).

C) La muerte de Cristo 

Cristo en la Cruz permaneció aproximadamente tres horas, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, al cabo de las cuales entregó su espíritu al Padre. 

Estando en la cruz, pronunció siete palabras. La 1a. fue en favor de sus verdugos y de los pecadores: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lc. 23, 24). La 2a., una palabra de salvación para el buen ladrón. Este, arrepentido, le dijo: "Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino" (Lc. 23, 43) y el Señor le contestó: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso". La 3a., para dejarnos a Maríacomo nuestra Madre. "Mujer, dijo Jesús a María, señalándole a Juan, y en la persona de Juan a todos nosotros: "Ahí tienes a tu hijo- y luego a San Juan: "Ahí tienes a tu madre" (Jn. 19, 27). La 4a. fue un hondo clamor hacia su Padre: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27, 46). La 5a., una manifestación de la sed que lo devoraba: "Tengo sed" (Jn. 19, 28). La 6a., el anuncio de que la redención estaba consumada: "Todo está consumado" (Jn. 19, 30). La 7a., para encomendar su espíritu al Padre: "Padre mío en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23, 46). 

Estas últimas palabras las dijo con un gran esfuerzo de su voz, y luego inclinando la cabeza, expiró.

Varios prodigios se verificaron a la muerte de Jesús: el velo del templo se rasgó; el sol se eclipsó; tembló la tierra; hendiéronse las rocas; se abrieron varias tumbas y muchos muertos resucitaron y fueron vistos en Jerusalén. Todas estas manifestaciones de la naturaleza eran otras tantas pruebas de la divinidad de Cristo. Así lo comprendió el Centurión, quien bajó dándose golpes de pecho, y diciendo: "¡Verdaderamente Este era el Hijo de Dios!" (Mc. 15, 29). 

La palabra INRI, que se coloca sobre el crucifijo está formada por las iniciales de las cuatro voces Jesús Nazareno, Rey de los judíos (en latín, Iesus Nazarenus Rex Iudeorum).

D) Su sepultura 

Dos de sus discípulos, José de Arimatea y Nicodemo, con autorización de Pilatos, bajaron el sagrado cuerpo, lo ungieron con perfumes y lo ligaron con lienzos, a usanza de los judíos; y lo depositaron en un sepulcro nuevo, tallado en la roca. 

Cristo quiso ser sepultado para que estuviéramos más ciertos de su muerte; y el hecho de su Resurrección fuera más patente y manifiesto. 

En el sepulcro el cuerpo de Cristo no experimentó la más mínima corrupción, cumpliéndose la profecía de David: "No permitiréis que tu Santo experimente corrupción (Ps. 15, 10). 



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Damos gracias a Dios por la vida del P. Ignacio Garro, S.J. quien nos brindó toda su colaboración. Seguiremos publicando los materiales que nos compartió para dicho fin.
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LOS ESCRITOS DE SAN PABLO

Por el P. Ignacio Garro, jesuita 

Para comprender los mensajes de San Pablo en sus escritos, el P. Ignacio nos presenta esta serie que se estructura en tres partes, la primera referida a la persona de San Pablo, la segunda sobre sus escritos y la tercera sobre su entendimiento de Dios.

 

Domingo I Cuaresma. Ciclo B – Jesús en el desierto




P. Adolfo Franco, jesuita.


Lectura del santo evangelio según san Marcos (1, 12-15):

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Palabra del Señor


El miércoles de ceniza empieza la cuaresma y el evangelio de este primer domingo nos anima a acompañar a Jesús al desierto, su cuarentena.

Para empezar la reflexión espiritual sobre la Cuaresma, la liturgia de este primer domingo, nos trae a consideración estos versículos del Evangelio de San Marcos en que hablan de la estancia de Jesús en el desierto, de las tentaciones de Jesús en el desierto y del comienzo de la predicación de Juan Bautista y su exhortación a la conversión.

Los tres temas van estrechamente unidos, y nos animan a iniciar la cuaresma con una decisión de aprovecharla para avanzar decididamente en nuestra vida cristiana. La Cuaresma es momento litúrgico de especial significado, porque nos invita a unirnos más al misterio de Cristo, a compartir con El su camino y especialmente el camino que lo llevó a la Cruz y a la Resurrección. Porque la Cuaresma es camino con Cristo hacia la Pasión y la Resurrección.

Jesús nos enseña a vencer la tentación, nos indica el camino del desierto, y Juan nos anima a este esfuerzo continuo por la conversión o sea para la transformación de nuestros criterios y decisiones, en criterios y decisiones evangélicos. 

La tentación de Cristo al comienzo de su vida pública es un hecho señalado claramente en los Evangelios; y la tentación ocurrirá después también en varios momentos de su vida. Pero cuando consideramos a Jesús, como Dios-Hombre, nos es difícil imaginar que pudiera tener tentaciones. Pero el hecho lo afirman las Sagradas Escrituras. Cualquier explicación que pretenda eludir esto que nos parece imposible, será una explicación teórica, pero el hecho mismo de la tentación es un dato revelado, no es una teoría. Claro no podemos imaginar a Jesús, como nosotros cuando somos tentados, pensando en su interior durante un rato, como nos pasa a veces a nosotros cuando algo prohibido nos atrae, si hago esto, o lo de más allá; nosotros nos mantenemos a veces en la duda de si aceptar o no la tentación; y en Jesús eso no es pensable. El contenido de sus tentaciones lo conocemos por los Evangelios; sus tentaciones se refirieron a su obediencia a los planes de Dios, su aceptación de nuestra Salvación por medio de la cruz y de la muerte. Y El padeció esa tentación, una tentación que atacaba la esencia misma de su ser y la padeció para darnos ejemplo a nosotros de cómo enfrentarnos al tentador. 

Nosotros continuamente somos tentados, y la tentación en nosotros tiene fuerza, mucha fuerza, porque en nuestro propio interior el mal cuenta con un aliado que es el desorden de nuestras operaciones, la atracción que el mal nos produce, el desorden de los instintos, la distorsión en nuestra escala de valores. Es importante tomar nota de esto, que es tan evidente, y que olvidamos con facilidad. La tentación es algo que nos ronda con frecuencia, es algo que nunca dejaremos atrás mientras vivamos en este mundo. Y añadamos que al considerar la tentación es también importante constatar dos cosas: el mal resulta fácil, el bien requiere esfuerzo. Ya el Señor nos lo advierte al decirnos que el camino ancho es el que lleva a la perdición y el estrecho el que conduce a la vida.

Para estar alerta ante la tentación, nos ayuda “el desierto”. Jesús estuvo físicamente en el desierto durante cuarenta días. El sacrificio de esa vida austera y la oración que allí practicó le fueron una preparación (si se puede hablar así, hablando de Jesús) para vencer la tentación. Y para nosotros está claro que una vida austera y una vida de oración nos ayuda para vencer la tentación. Por supuesto que vencer la tentación es una gracia de Dios, y es Su Fuerza y no la nuestra la que vence en la lucha contra el mal. Pero Dios no sustituye nuestro necesario esfuerzo, y nuestro esfuerzo consiste en orar para no caer en la tentación. Sacrificio y oración: dos consignas para la Cuaresma.

La Cuaresma es un tiempo en que se nos inculca de manera especial el sacrificio. No se trata de buscar tormentos, porque eso no es humano y no es cristiano. El sacrificio, que es privación voluntaria a veces de caprichos, a veces de vicios, a veces es resistencia a inclinaciones torcidas (ira, orgullo, sensualidad, pereza, murmuración, etc.) El sacrificio entendido así es lo más humano, y lo más cristiano. Es humano, porque evidentemente mejora la calidad de nuestra vida, y nos da una voluntad más enérgica. Y es cristiano, porque nos hace vivir más de acuerdo con el Evangelio.

Y aquí viene el tercer punto de que se nos habla en este Evangelio: la conversión. Y en esto consiste precisamente la conversión: en transformar nuestro corazón, de modo que no caigamos en el mal. La conversión debería ser la gran tarea de nuestra vida; podemos y debemos ser constructores de nuestro propio ser (siempre con la gracia del Espíritu Santo). Irnos transformando paulatinamente hasta ser de verdad imágenes de Dios, como Dios nos hizo en el principio. Eso es la conversión: ser totalmente Hijos de Dios. A eso nos invita hoy la Iglesia al comenzar la Cuaresma. Y el mejor medio para esta conversión es precisamente la oración y el ayuno.  


Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Catequesis del Papa sobre la Oración: 25, «La oración en la vida cotidiana»


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 10 de febrero de 2021

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis precedente vimos cómo la oración cristiana está “anclada” a la Liturgia. Hoy destacaremos cómo desde la Liturgia esta vuelve siempre a la vida cotidiana: por las calles, en las oficinas, en los medios de transporte… Y ahí continúa el diálogo con Dios: quien reza es como el enamorado, que lleva siempre en el corazón a la persona amada, donde sea que esté.

De hecho, todo es asumido en este diálogo con Dios: toda alegría se convierte en motivo de alabanza, toda prueba es ocasión para una petición de ayuda. La oración está siempre viva en la vida, como una brasa de fuego, también cuando la boca no habla, pero el corazón habla. Todo pensamiento, incluso si es aparentemente “profano”, puede ser impregnado de oración. También en la inteligencia humana hay un aspecto orante; esta de hecho es una ventana asomada al misterio: ilumina los pocos pasos que están delante de nosotros y después se abre a la realidad toda entera, esta realidad que la precede y la supera. Este misterio no tiene un rostro inquietante o angustiante, no: el conocimiento de Cristo nos hace confiados que allí donde nuestros ojos y los ojos de nuestra mente no pueden ver, no está la nada, sino que hay alguien que nos espera, hay una gracia infinita. Y así la oración cristiana infunde en el corazón humano una esperanza invencible: cualquier experiencia que toque nuestro camino, el amor de Dios puede convertirlo en bien.

Al respecto, el Catecismo dice: «Aprendemos a orar en ciertos momentos escuchando la Palabra del Señor y participando en su Misterio Pascual; pero, en todo tiempo, en los acontecimientos de cada día, su Espíritu se nos ofrece para que brote la oración. […] El tiempo está en las manos del Padre; lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy» (n. 2659). Hoy encuentro a Dios, siempre está el hoy del encuentro.

No existe otro maravilloso día que el hoy que estamos viviendo. La gente que vive siempre pensando en el futuro: “Pero, el futuro será mejor…”, pero no toma el hoy como viene: es gente que vive en la fantasía, no sabe tomar lo concreto de la realidad. Y el hoy es real, el hoy es concreto. Y la oración sucede en el hoy. Jesús nos viene al encuentro hoy, este hoy que estamos viviendo. Y es la oración que transforma este hoy en gracia, o mejor, que nos transforma: apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar. En algún momento nos parecerá que ya no somos nosotros los que vivimos, sino que la gracia vive y obra en nosotros mediante la oración. Y cuando nos viene un pensamiento de rabia, de descontento, que nos lleva hacia la amargura. Detengámonos y digamos al Señor: “¿Dónde estás? ¿Y dónde estoy yendo yo?” Y el Señor está ahí, el Señor nos dará la palabra justa, el consejo para ir adelante sin este zumo amargo del negativo. Porque la oración siempre, usando una palabra profana, es positiva. Siempre. Te lleva adelante. Cada día que empieza, si es acogido en la oración, va acompañado de valentía, de forma que los problemas a afrontar no sean estorbos a nuestra felicidad, sino llamadas de Dios, ocasiones para nuestro encuentro con Él. Y cuando uno es acompañado por el Señor, se siente más valiente, más libre, y también más feliz.

Por tanto, recemos siempre por todo y por todos, también por los enemigos. Jesús nos ha aconsejado esto: “Rezad por los enemigos”. Recemos por nuestros seres queridos, pero también por aquellos que no conocemos; recemos incluso por nuestros enemigos, como he dicho, como a menudo nos invita a hacer la Escritura. La oración dispone a un amor sobreabundante. Recemos sobre todo por las personas infelices, por aquellos que lloran en la soledad y desesperan porque todavía haya un amor que late por ellos. La oración realiza milagros; y los pobres entonces intuyen, por gracia de Dios, que, también en esa situación suya de precariedad, la oración de un cristiano ha hecho presente la compasión de Jesús: Él de hecho miraba con gran ternura a la multitud cansada y perdida como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). El Señor es – no lo olvidemos – el Señor de la compasión, de la cercanía, de la ternura: tres palabras para no olvidar nunca. Porque es el estilo del Señor: compasión, cercanía, ternura.

La oración nos ayuda a amar a los otros, no obstante sus errores y sus pecados. La persona siempre es más importante que sus acciones, y Jesús no ha juzgado al mundo, sino que lo ha salvado. Es una vida fea la de las personas que siempre están juzgando a los otros, siempre están condenando, juzgando: es una vida fea, infeliz. Jesús ha venido a salvarnos: abre tu corazón, perdona, justifica a los otros, entiende, también tú sé cercano a los otros, ten compasión, ten ternura como Jesús. Es necesario querer a todos y cada uno recordando, en la oración, que todos somos pecadores y al mismo tiempo amados por Dios uno a uno. Amando así este mundo, amándolo con ternura, descubriremos que cada día y cada cosa lleva escondido en sí un fragmento del misterio de Dios.

Escribe el Catecismo: «Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los “pequeños”, a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino» (n. 2660).

El hombre —la persona humana, el hombre y la mujer— es semejante a un soplo, como la hierba (cf. Sal 144,4; 103,15). El filósofo Pascal escribía: «No es necesario que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo»[1]. Somos seres frágiles, pero sabemos rezar: esta es nuestra dignidad más grande, también es nuestra fortaleza. Valentía. Rezar en cada momento, en cada situación, porque el Señor está cerca de nosotros. Y cuando una oración es según el corazón de Jesús, obtiene milagros.


[1] Pensamientos, 186.



Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210210_udienza-generale.html

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Teología fundamental. 30. El Credo. La redención vino por medio de Jesucristo

 


P. Ignacio Garro, jesuita †


5. EL CREDO

Continuación


5.11. LA REDENCIÓN

La Redención son los actos, con los que Cristo, lleno de amor, se ofrece y muere por nosotros, para satisfacer la deuda debida a la justicia divina, merecernos de nuevo la gracia y el derecho al cielo, y liberarnos de la esclavitud del pecado y del demonio. 


5.11.1. Noción de Redención 

La Redención son los actos, con los que Cristo, lleno de amor, se ofrece y muere por nosotros, para satisfacer la deuda debida a la justicia divina, merecernos de nuevo la gracia y el derecho al cielo, y liberarnos de la esclavitud del pecado y del demonio. 

Esta definición incluye la naturaleza de la Redención y sus efectos: 

1°. La naturaleza está comprendida en las palabras: murió por nosotros y se ofreció en nuestro lugar. 

2°. Los efectos en las siguientes: para satisfacer, merecer y liberarnos del pecado y del demonio. 

Mediante estos tres efectos: la satisfacción, el mérito y el rescate destruyó Jesucristo los efectos que el pecado había producido en nuestra alma, y consiguió el fin que se proponía con la Redención 


5.11.2 Necesidad de la Redención 

Tres caminos podía seguir Dios respecto al hombre, después del pecado de Adán: a) dejarlo abandonado a su desgracia; b) perdonarlo sin más, es decir, sin satisfacción adecuada; c) exigirle satisfacción plena, de acuerdo con la ofensa. 

Este último camino le pareció más digno de su Justicia, Sabiduría y Misericordia; así determinó que el Verbo se encarnara y muriera para reparar la ofensa y las demás consecuencias del pecado. 

La Redención es para el hombre un misterio, porque no podemos comprender cómo es posible que Dios muera por nosotros. Consta, sin embargo, en todo el Evangelio; y por eso debemos creerla con fe firme, y vivir agradecidos a Dios por tan excelente beneficio.


5.11.3 Por medio de Jesucristo 

Cristo se ofreció en nuestro lugar al Eterno Padre, en satisfacción de nuestros pecados. En efecto:

1°. La reparación de una ofensa no se cumple con la sola cesación de la ofensa, sino que requiere una satisfacción. 

2°. Esta satisfacción debe procurarla el mismo culpable. 

3°. Los culpables éramos los hombres; pero no siendo capaces ni dignos de una adecuada satisfacción, fue preciso que Cristo se pusiera en nuestro lugar. 




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Homilías - Cargó con nuestras enfermedades - Domingo 6º T.O. (B)


AQUÍ acceda a la homilía de nuestro Director

P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita.


 




Domingo VI Tiempo Ordinario. Ciclo B – Jesús cura a un leproso



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P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1, 40-45):

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.»

Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»

La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.

Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»

Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

Palabra del Señor

Jesús cura al leproso tocándolo y así además rompe su aislamiento social

El Evangelista San Marcos nos cuenta en este párrafo la curación de un leproso, por el sólo mandato de Jesús: quiero, queda limpio. Además de la curación de la enfermedad, en lo que se parece a otras muchas curaciones, este milagro de la curación del leproso destaca algunas cosas de suma importancia en la forma de actuar de Jesús, en la introducción del nuevo mensaje, la Buena Nueva que El viene a traer.

El leproso debía vivir aislado y no se podía acercar a nadie sano. Incluso desde lejos debía gritar: ¡impuro!, para que nadie por inadvertencia se le acercase. Los leprosos vivían en las afueras de las ciudades, totalmente alejados de los demás, para que no les contaminasen de impureza. La pureza proclamada en el Antiguo Testamento era, en muchos casos, una pureza física, más que espiritual. Los alimentos podían contaminar, había que lavar las vasijas, las manos; había animales que contaminaban, y enfermedades que contaminaban, y en particular contaminaba la lepra. Probablemente todo esto tenía que ver con la higiene, y con la precaución ante posibles epidemias. Pero se había convertido en una pureza de alcances religiosos. Ningún buen israelita piadoso se podía acercar a un leproso, porque quedaría contaminado.

Jesús, en este caso, no sólo permite que se le acerque físicamente el leproso, sino que además Él lo cura tocándolo. ¡Qué tal atrevimiento, tocar a un leproso! Jesucristo, al actuar así, viene a decirnos que la pureza es asunto del corazón, y no es asunto exterior. Eso por lo que respecta a la pureza.

Y por lo que respecta a la exclusión que se hacía con los leprosos, viene a decirnos que no hay que separar a nadie, ni discriminar a nadie porque todos somos Hijos de Dios 

Los fariseos pensaban que se mantenían puros por apartarse de los leprosos y de los pecadores (los publicanos cobradores de impuestos). La mejor manera de ser puros era formar una especie de “club de los buenos”, del cual había que excluir a los demás: comer con los pecadores era algo que había que evitar, lo mismo que acercarse a un leproso. Los fariseos querían vivir en un recinto, donde no hubiera manchados; y no se preocupaban si en ese recinto habían entrado pecados tan graves, como la soberbia, y el desprecio de los demás.

Jesús, al actuar así, tocando al leproso, está expresando con su conducta, que la pureza no es un problema exterior, sino que es asunto más exigente: lo que hay que tener limpio es el corazón, las intenciones, los deseos. Eso lo recalcará muchas veces en su predicación.

Jesucristo en este milagro además rompe con estas normas que tendían a discriminar a los demás seres humanos. Él ha venido para todos, y se acercará a los leprosos, lo mismo que se acercará a los pecadores. 

Así Jesucristo, al predicar que todos somos hermanos, está erradicando de una vez por todas toda división entre los seres humanos. Ya no hay hombres puros y hombres impuros. No hay cristianos de primera clase y cristianos de segunda clase. Pero lamentablemente en la humanidad el virus de la división del racismo, de la xenofobia y de todas las discriminaciones no ha muerto y revive incluso en esta nuestra civilización que pensamos que es avanzada y que ha llegado desterrar las lacras del pasado.

Hay discriminación por el color de la piel, por el origen racial, por la cultura, por el volumen de la cuenta corriente. No todas las personas son iguales ante la ley. Los derechos humanos de los que hoy hablamos tanto, no son aplicados de la misma manera a todos. Un negro tiene menos posibilidades que un blanco. Un indio o un mestizo no tienen las mismas posibilidades de progresar. A veces se destaca a algún héroe excepcional de raza negra o de raza mestiza que han triunfado, y con eso se quiere decir que no hay discriminación. Pero el hecho de que esos casos sean excepciones, no hace más que afirmar la regla general. Hay todavía, y es lamentable constatarlo, una forma peor de maltrato y de discriminación de los seres humanos y es la esclavitud. Puede estar disfrazada de obligaciones laborales, o de dependencia económica, pero siempre es privación de libertad, impuesta al débil por el fuerte.

En el fondo de nuestro corazón nos cuesta mucho trabajo aceptar la igualdad de todos. Una igualdad que nos viene no de ninguna consideración superficial, de raza, de país, de cultura, sino del hecho de que somos hijos de Dios. Y no es más hijo de Dios un negro que un blanco, ni que un elegante intelectual. Y si Dios tiene alguna preferencia esos precisamente son los marginados y los menos favorecidos.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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La fe cristiana desde la Biblia: "Reinado de Dios"



P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita

Desde el comienzo en los evangelios, sobresale el tema de la realeza de Cristo. El arcángel Gabriel dice a María: “El será grande, será Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc l,32s). Si buscamos más adelante en los mismos evangelios, hallaremos a Jesús como predicador, taumaturgo, amigo de los pecadores... Y él hablará de un reinado muy diferente al territorial, evitando asumir cualquier compromiso y actuación en este sentido. “Pero Jesús, conociendo que vendrían a llevárselo por fuerza para declararlo rey, se retiró otra vez al monte, sin que nadie le acompañase” (Jn 6,15). Y cuando alguno proclame como al Mesías (el ungido) esperado, él exigirá el llamado “secreto mesiánico”. “Y luego mandó terminantemente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías” (Mt 16,20). Y antes de recibir la sentencia de su muerte, vemos a Jesús en el pretorio, y le oímos decir las siguientes palabras al engreído Pilato: "—Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores habrían luchado para impedir que yo cayera en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo—. Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey?—. Jesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente yo para eso nací, y para eso vine al mundo. Todo el que ama la verdad escucha mi palabra—. Pilato repuso: —¡La verdad! ¿Qué es la verdad?” (Jn 18,36-38).

De todos estos textos deducimos que Jesús no pretendía en modo alguno alzarse con el poder o ser un líder político para dejar bien establecido en este mundo un reinado como Dios manda. Si Jesús tuvo alguna tentación, ésta sería la que en los escritos evangélicos queda más destacada. ¿No es éste el fondo de la cuestión que se vislumbra en el desierto de Judá? “Le llevó después el diablo a un monte alto y le mostró de un vistazo todos los países del mundo. Y el maligno le dijo: —Yo estoy dispuesto a darte todo este poder y la grandeza de estos países. Porque todo esto lo he recibido como mío y se lo doy a quien yo quiera. Si te arrodillas y me adoras todo será tuyo” (Lc 4,5-7).

En el ánimo bien intencionado de todo discípulo de Jesucristo, persiste siempre y a veces de forma solapada esta tentación; ¿por qué no dedicarse a intentar establecer su reinado en este mundo? ¿No decimos que es necesario cambiar las estructuras de la sociedad? ¿Cómo podrá ser viable esta meta si no se consigue el poder político y económico? Se apela quizás con demasiado entusiasmo al libro del Éxodo, en el que se relata la salida del pueblo hebreo de la región de Egipto en marcha hacia Canaán, la tierra prometida. Atrás queda la esclavitud, y delante el horizonte prometedor de una liberación nacional. Esta ha sido una tentación histórica en la Iglesia.

No parece darse una similitud seria al querer comparar la epopeya legendaria de la formación de la nación teocéntrica judía con la realidad de la Iglesia (comunión y sacramento) nacida y fundada en el Jesús que muere ajusticiado en una cruz infame. Se puede y se debe hablar de ella como un pueblo de Dios; pero se trata de un pueblo universal sin territorio propio, y peregrino, sintiéndose extranjero en su caminar por el sendero que le lleva a su tierra soñada en Dios. Es verdad que los cristianos tanto de izquierdas como de derechas están en este mundo actual pero en definitiva no pertenecen a él: “Yo les he confiado tu mensaje, pero el mundo les rechaza, porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del maligno. Como yo no pertenezco al mundo, tampoco ellos pertenecen al mundo” (Jn 17,14-16).

Sin embargo, no hay duda tampoco de que los cristianos y la Iglesia como sacramento de salvación han de procurar hacer signos eficaces del reinado de Dios. En este sentido decimos que en este mundo actual deberemos hacer el bien a las personas y proclamar al mismo tiempo que el reinado de Dios está en ellas. San Ireneo gustaba decir que “la gloria de Dios es el hombre”. El reinado de Dios no está compuesto solo de naciones sino sobre todo de personas que aprendieron a dar y recibir, que aprendieron a buscar el amor que Dios es.

Podemos distinguir la realidad social de las personas y el de las estructuras sociales. A nosotros nos toca vivir nuestra fe en una sociedad en la que se resaltan los valores de la comunidad y de la solidaridad. Tales circunstancias y tales actitudes son altamente positivas, aunque con frecuencia son actitudes más voluntaristas que estructurales.

Es cierto que la fe cristiana no es una ideología y no ha de ser reducida a ésto. Pero la Iglesia que es “madre y maestra” en contacto con esa realidad social ha ido construyendo en el tiempo, unos principios doctrinales intermedios que pueden hacer de puente entre el evangelio (buena noticia) y la actuación en política concreta de sus miembros laicos. Los elementos de inter-mediación se articulan y constituyen la menospreciada “Doctrina Social de la Iglesia”. Hubo quizás falsos profetas que la denunciaron como no eficaz y no revolucionaria, y reformista. Los problemas de estructura se han endurecido, y pareciera que la Iglesia de hecho pinta poco y cada vez menos en una posible solución. Conformarse con una denuncia ética quizás satisfaga a los inquietos, pero la realidad es terca y ésta puede marchar a su aire.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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ESPECIAL: NUESTRA SEÑORA DE LOURDES


 Al conmemorarse el 11 de febrero el aniversario de la aparición de la Virgen María en Lourdes, compartimos nuestras publicaciones para conocer sobre esta devoción y también las oraciones de su Novena para prepararnos para esta fiesta mariana muy importante. Acceda a los siguientes enlaces:

Nuestra Señora de Lourdes

Novena a Nuestra Señora de Lourdes

 



SERIES PUBLICADAS A MANERA DE CURSOS DE FORMACIÓN PASTORAL

 


Recomendamos nuestras publicaciones de formación sobre:



Por el P. Ignacio Garro, S.J.

SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

Jesucristo es el objeto central de la fe de la Iglesia. Cristo es, también, el objeto del estudio de la Cristología, que como su propio nombre lo indica, es el tratado: logos, sobre la Persona de Cristo. La Cristología se estudia en dos apartados generales. La Primera Parte estudia el Ministerio de la Persona de Cristo: quien es Jesucristo, cómo se encarnó, qué se deriva de este misterio de la Encarnación, cómo puede unirse la naturaleza divina con la naturaleza humana en la unidad de Persona, etc. La Segunda parte del tratado de Cristología se trata de la Obra Salvífica realizada por Cristo, como enviado del Padre para salvar al género humano, conocida con el nombre de Soteriología (soter: salvador)


Homilías - Orar en la enfermedad y por los enfermos - Domingo 5º T.O. (B)


  AQUÍ acceda a la homilía de nuestro Director

P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita.



Catequesis del Papa sobre la Oración: 24, «Rezar en la liturgia»


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 3 de febrero de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la historia de la Iglesia, se ha registrado en más de una ocasión, la tentación de practicar un cristianismo intimista, que no reconoce a los ritos litúrgicos públicos su importancia espiritual. A menudo esta tendencia reivindicaba la presunta mayor pureza de una religiosidad que no dependiera de las ceremonias exteriores, consideradas una carga inútil o dañina. En el centro de las críticas terminaba no una particular forma ritual, o una determinada forma de celebrar, sino la liturgia misma, la forma litúrgica de rezar.

De hecho se pueden encontrar en la Iglesia ciertas formas de espiritualidad que no han sabido integrar adecuadamente el momento litúrgico. Muchos fieles, incluso participando asiduamente en los ritos, especialmente en la Misa dominical, han obtenido alimento para su fe y su vida espiritual más bien de otras fuentes, de tipo devocional.

En los últimos decenios, se ha caminado mucho. La Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II representa el eje de este largo viaje. Esta reafirma de forma completa y orgánica la importancia de la divina liturgia para la vida de los cristianos, los cuales encuentran en ella esa mediación objetiva solicitada por el hecho de que Jesucristo no es una idea o un sentimiento, sino una Persona viviente, y su Misterio un evento histórico. La oración de los cristianos pasa a través de mediaciones concretas: la Sagrada Escritura, los Sacramentos, los ritos litúrgicos, la comunidad. En la vida cristiana no se prescinde de la esfera corpórea y material, porque en Jesucristo esta se ha convertido en camino de salvación. Podemos decir que debemos rezar también con el cuerpo: el cuerpo entra en la oración.

Por tanto, no existe espiritualidad cristiana que no tenga sus raíces en la celebración de los santos misterios. El Catecismo escribe: «La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora» (n. 2655). La liturgia, en sí misma, no es solo oración espontánea, sino algo más y más original: es acto que funda la experiencia cristiana por completo y, por eso, también la oración es evento, es acontecimiento, es presencia, es encuentro. Es un encuentro con Cristo. Cristo se hace presente en el Espíritu Santo a través de los signos sacramentales: de aquí deriva para nosotros los cristianos la necesidad de participar en los divinos misterios. Un cristianismo sin liturgia, yo me atrevería a decir que quizá es un cristianismo sin Cristo. Sin el Cristo total. Incluso en el rito más despojado, como el que algunos cristianos han celebrado y celebran en los lugares de prisión, o en el escondite de una casa durante los tiempos de persecución, Cristo se hace realmente presente y se dona a sus fieles.

La liturgia, precisamente por su dimensión objetiva, pide ser celebrada con fervor, para que la gracia derramada en el rito no se disperse sino que alcance la vivencia de cada uno. El Catecismo lo explica muy bien y dice así: «La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma» (ibid.). Muchas oraciones cristianas no proceden de la liturgia, pero todas, si son cristianas, presuponen la liturgia, es decir la mediación sacramental de Jesucristo. Cada vez que celebramos un Bautismo, o consagramos el pan y el vino en la Eucaristía, o ungimos con óleo santo el cuerpo de un enfermo, ¡Cristo está aquí! Es Él que actúa y está presente como cuando sanaba los miembros débiles de un enfermo, o entregaba en la Última Cena su testamento para la salvación del mundo.

La oración del cristiano hace propia la presencia sacramental de Jesús. Lo que es externo a nosotros se convierte en parte de nosotros: la liturgia lo expresa incluso con el gesto tan natural del comer. La Misa no puede ser solo “escuchada”: no es una expresión justa, “yo voy a escuchar Misa”. La Misa no puede ser solo escuchada, como si nosotros fuéramos solo espectadores de algo que se desliza sin involucrarnos. La Misa siempre es celebrada, y no solo por el sacerdote que la preside, sino por todos los cristianos que la viven. ¡Y el centro es Cristo! Todos nosotros, en la diversidad de los dones y de los ministerios, todos nos unimos a su acción, porque es Él, Cristo, el Protagonista de la liturgia.

Cuando los primeros cristianos empezaron a vivir su culto, lo hicieron actualizando los gestos y las palabras de Jesús, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, para que su vida, alcanzada por esa gracia, se convirtiera en sacrificio espiritual ofrecido a Dios. Este enfoque fue una verdadera “revolución”. Escribe San Pablo en la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (12,1). La vida está llamada a convertirse en culto a Dios, pero esto no puede suceder sin la oración, especialmente la oración litúrgica. Que este pensamiento nos ayude cuando se vaya a Misa: voy a rezar en comunidad, voy a rezar con Cristo que está presente. Cuando vamos a la celebración de un Bautismo, por ejemplo, Cristo está ahí, presente, que bautiza. “Pero, Padre, esta es una idea, una forma de hablar”: no, no es una forma de hablar. Cristo está presente y en la liturgia tú rezas con Cristo que está junto a ti.


Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210203_udienza-generale.html

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La fe cristiana desde la Biblia: "Matrimonio y Sacramento"

 


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita

Normalmente los cristianos viven su fe en Jesucristo formando una pareja estable de hombre y mujer que tiende a generar como fruto de su amor mutuo una familia de padres e hijos. Si esta reducida comunidad humana funciona de forma amorosa ella se constituye en la razón de ser de casi todo lo demás. El amor desinteresado y digno da un sentido a la vida y hace que ésta merezca la pena. Tratándose del amor como centro existencial, la fe cristiana que es un don del Dios que se define como “amor” (véase más arriba) puede y debe aportar al matrimonio una visión renovada y hasta deslumbrante y muy atractiva.

Citando una vez más a san Pablo, traemos aquí la frase siguiente que hace al caso: “Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a la muerte por ella” (Ef 5,25). No se dice que el amor fiel de Jesucristo a su Iglesia sea como el del esposo a su esposa, sino que la relación en un matrimonio cristiano se asemeja a esta comunión entre Cristo y su Iglesia. Y el mismo san Pablo asombrado de tal comparación añade: “Gran misterio éste, que yo lo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia” (Ef 5,32). Con palabras distintas: A la luz del amor de comunión de Cristo a su Iglesia, podemos quizás descubrir el fondo “divino” del amor íntimo entre los esposos que se quieren y se aman.

Si el matrimonio es un regalo del Dios creador, se ha de manifestar en él algo de lo que pertenece al ser de Dios: “Por eso deja el hombre a sil padre y a su madre y se une a sil mujer, y se hacen una sola carne (persona)” (Gn 2,24). El amor trinitario de Dios (ser Padre, ser Hijo y ser Espíritu Santo) es un dar, un recibir, un asociar y un hacer partícipes, un vivir en comunión: “Yo les he dado la gloria que tú me diste a mí de manera que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectos en la unidad y conozca el m lindo que tú me has enviado, y que les amas a ellos, como me amas a mí. (...) Les he dado a conocer quién eres, y continuaré haciéndolo, para que el amor que tú me tienes esté también en ellos y para que yo mismo esté en ellos” (Jn 17,22-23.26). Se ha escrito bastante sobre la iglesia doméstica. Si los cristianos casados tomaran conciencia de su matrimonio como sacramento salvador alcanzarían a ser los mensajeros más reales y actuales de la figura del Jesucristo cercano que se muestra en las escrituras.

La entrega y ofrenda en vida de Jesús, y su muerte y resurrección nos señalan hacia un amor en el que la cruz ocupa su lugar y en el que la esperanza no ha de disolverse en amargura y desengaño. “Casarse en el Señor” significa que el matrimonio no es la aventura de dos personas solitarias. Es una unión hacia la plenitud. Es “sacramento” y Dios acompaña. Es una paciente “comunión” generadora de una vida nueva.

Jesucristo no promete que será dicha y alegría. Y aunque el “signo” del matrimonio cristiano se expresa en un amor mutuo, recíproco, digno y familiar, no excluye los errores, las incompatibilidades, las dificultades, el nerviosísimo, el aburrimiento y la enfermedad. La presencia del espíritu del Padre que comunica paz, fortaleza y consuelo, no deja de recordarnos la frase misteriosa que encontramos en los Hechos: “Se es más feliz en el dar que en el recibir” (Hch 20,35). Darse al estilo del Padre que les quiere siempre como a hijos. Ellos por vocación son llamados a ser padres.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Domingo V Tiempo Ordinario. Ciclo B – Jesús nos acompaña en nuestras enfermedades

 


P. Adolfo Franco, jesuita

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1, 29-39)

En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.

Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca.»

Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»

Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.


Palabra del Señor


Dios quiere estar presente en nuestra enfermedad para que curados o enfermos estemos siempre en sus manos.

Jesucristo comienza a actuar. Tendrá un tiempo muy breve de actuación pública: tres años. En esos tres años tiene una gran actividad, muy intensa y variada. Marcos nos narra el trabajo de un día de la vida apostólica de Jesús. Y en ese día pone como una síntesis de toda la variedad de actividades de Jesús, que después desarrollará en todo su Evangelio: predicación, curaciones, oración, peregrinaje.

Reflexionemos en la importancia que tienen las curaciones de enfermedades en el actuar de Jesús. Es tan importante esta parte de la actividad del Señor que era inclusive una de las señales fundamentales de la venida del Mesías; y así cuando Juan Bautista envía algunos discípulos a Jesús para que averigüen si es el Mesías, Jesús mismo les dará como señal: los cojos andan, los ciegos ven (o sea los enfermos son curados).

Así que las curaciones de enfermos fue una actividad muy importante del Mesías. Manifiestan, entre otras cosas, la bondad del Señor. Pero cuando los enfermos no son curados ¿es que entonces está lejos el Mesías? Y es necesario plantearnos esta cuestión, pues tenemos la tentación de pensar que cuando hay una enfermedad y no se cura, a pesar de nuestras oraciones, es que Dios se nos fue lejos. Y otras veces pensamos que, si una persona tiene una grave enfermedad, es que esa persona ha cometido algo malo y por eso es castigado. Cuántas veces se piensa así. Ya en el Evangelio Cristo mismo tuvo que responder a sus propios apóstoles, cuando se le presentó un ciego de nacimiento y le preguntaron ¿Quién pecó éste o sus padres, para que naciera ciego? Y Jesús claramente responderá que ni pecó el ciego ni sus padres; sino que esto servirá para que Dios se manifieste.

La verdad es que las curaciones en el Evangelio tienen mucha importancia para manifestar la bondad y el poder de Dios. Pero muchísimos enfermos no fueron curados entonces, ni lo son ahora. Y nosotros pedimos y pedimos curaciones de enfermedades, y muchas veces parece que Dios no hace caso; simplemente pasan los días y no hay curación. ¿Qué es esto?

Hay un planteamiento equivocado con respecto a la enfermedad; simplemente la catalogamos como mal: es mejor estar sano que estar enfermo; esta afirmación parece obvia. Y sin embargo, no lo es tanto. Analicemos esto.

La enfermedad primero es un asunto intrínsecamente humano; de alguna forma se puede decir que constituye parte del plan de Dios sobre nuestra vida en la tierra. Es tan precario y milagroso el equilibrio de los diversos componentes corporales, que basta que un pequeño agente externo intervenga y el equilibrio se descompone. Basta que haya un poco más de alguna sustancia o un poco menos de otra y nuestro organismo se desmorona.

La enfermedad no es un castigo de Dios, sino la expresión de la fragilidad del ser humano. 

Además, muchas veces de una enfermedad resulta un extraordinario beneficio espiritual del que carecía el sujeto cuando estaba sano. Aunque tampoco hay que sacar la conclusión de que nos hace falta la enfermedad para ser buenos. Pero no hay duda de que la enfermedad es un período en el que muchísimos se sienten más cerca de Dios. ¿Podríamos calificar en este caso la enfermedad como una gracia de Dios? Muchas veces es un camino por el que Dios se hace presente a una persona.

La enfermedad, como etapa del ser humano, nos desafía a nuestro orgullo, a nuestra tentación de todopoderosos. Ayuda a muchos a ser más reflexivos, especialmente los que siempre andan aturdidos por la distracción y por una vida superficial. Nos ayuda a todos a sentirnos necesitados y Dios tiene especial cuidado de los que claman a El en su necesidad. 

De hecho, Dios se hace presente en la enfermedad, para el que está atento. Y cuando esa enfermedad es grave, quiere hacerse compañero del enfermo mediante uno de los sacramentos, el de la Unción de los Enfermos, al cual le ha dado una extraordinaria capacidad curativa del espíritu. Y es que el Señor, quiere así decirnos que El está presente siempre en nuestra vida; y especialmente en la enfermedad, quiere decirnos que nunca nos abandona y más aún cuando sentimos la debilidad de nuestro frágil ser humano.

La enfermedad, en conclusión, no es una situación tan negativa: puede ser una presencia privilegiada de Dios en nuestras vidas.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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