P. Manuel
Mosquero Martin S.J. †
Sexta Promesa del Sagrado Corazón de Jesús
"Los pecadores hallarán en mi Corazón el manantial y el océano infinito de misericordia"
Luis Veuillot
fue uno de los más grandes periodistas católicos de Francia, en el siglo XIX.
Fue un día a
visitarlo un amigo. Llamó. No contestaba nadie. Con la confianza, que da la
amistad, entró y se asomó al despacho.
Allí estaba el periodista abismado en la lectura de un libro. Lloraba… “Amigo,
le dijo el visitante, ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?
Luis Veuillot
pareció volver en sí de un éxtasis y por toda respuesta alargó el libro a su
amigo y dijo: “Lee. La parábola del hijo pródigo contiene el más tierno y
delicado retrato que de su misericordia nos dejó Jesús”.
Jesús dijo
también: «Un hombre tenía dos hijos.
El menor de
ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me
corresponde". Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días
después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano,
donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había
gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir
privaciones.
Entonces se
puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su
campo para cuidar cerdos.
El hubiera
deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se
las daba.
Entonces
recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!".
Ahora mismo
iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y
contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus
jornaleros".
Entonces
partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo
vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le
dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado
hijo tuyo".
Pero el
padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo,
pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el
ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto
y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la
fiesta.
Lc 15,11-24
El hombre,
que lea esta página y no llore, no tiene corazón, dice Veuillot.
Después de
leer esta página del Evangelio, quiero que leamos también en el mismo Corazón
de Jesús, que al cabo de 20 siglos sigue llamando a todos los hijos pródigos
del mundo con esta promesa:
“Los
pecadores hallarán en mi Corazón el manantial y el océano infinito de
misericordia”
El pecador que
lea estas palabras dulcísimas y no llore y se convierta, no tiene corazón.
Manantial de
Misericordia creada
La
Misericordia Divina, para atraer a las almas, debe poseer dos cualidades: “La
compasión”, sentimiento noble y delicado, que brota a la vista de los males de
otro; y la “entrega”, que traduce ese sentimiento generoso en un acto capaz de
llegar hasta el sentimiento.
Ahora bien,
propiamente hablando, en Dios en cuanto Dios, no se da ninguna de las dos
cosas. No se da la entrega-sufrimiento, porque es imposible; no se da la
compasión, porque según Santo Tomás, la compasión es una forma de la tristeza y
de la pena. Y la perfección de su naturaleza coloca a Dios por encima de todo
dolor.
Correspondió
a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad realizar este prodigio,
revistiéndose de nuestra naturaleza: Pues, como es sabido, no socorrió a los
ángeles, sino a la descendencia de Abraham. Por esto hubo de asemejarse en todo
a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso, y fiel en las cosas,
que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo” (Heb 2,16-17)
Y en esta
naturaleza humana de Jesús hay un corazón humano, compasivo y capaz de
sacrificio, con un amor de misericordia creada. Puede, pues la humanidad
gozarse, porque dentro de su propia raza cuenta con un corazón, que es
manantial perenne de misericordia. De Él brotan a raudales la compasión y el
sufrimiento.
Vemos la
compasión de Cristo en el caso de la mujer samaritana y de la Magdalena, y del
paralítico de la probática piscina, y de San Pedro Apóstol, y en el de las
muchedumbres: “Tengo compasión de las turbas”.
Vemos el
sufrimiento voluntario durante toda la vida mortal de Jesús.
La compasión
es la flor; el sufrimiento es el fruto de la misericordia creada.
¡Cuánto
sufrió el Corazón de Jesucristo por los pecadores! La Iglesia lo reconoce en
las letanías, cuando le invoca así: “Corazón de Jesús, propiciación por
nuestros pecados”; “Corazón de Jesús, saturado de oprobios”: “Corazón de Jesús,
triturado por nuestros delitos…”
El mismo se lo
manifestó a Santa Margarita María de Alacoque: “He aquí este Corazón, que tanto
ha amado a los hombres, que nada ha omitido hasta agotarse y consumirse por su
amor”.
Todos los
pecadores podemos decir de verdad con San Pablo: “Me amó y se entregó a la muerte
por mí”.
Océano de
Misericordia increada
El Corazón de
Jesús es corazón de hombre, pero es también Corazón de Dios, porque pertenece a
la Santa Humanidad, unida hipostáticamente al Verbo Divino. Su Misericordia,
pues, en cuanto Corazón de Dios, es infinita, increada.
Ninguna
comparación mejor, para explicar esta idea, que la empleada por Santa Margarita
María, llamándole a Jesús “Océano de Misericordia”.
Y añade la
Santa con mucha precisión: “Océano infinito”, porque sólo el término océano
resultaría inexacto, siendo, dentro de su inmensidad, limitado, finito. ¡Océano
infinito! Es la expresión cabal, adecuada, que mejor nos da a entender la
misericordia ilimitada del Corazón del hombre-Dios para con los pecadores.
Intentemos penetrarla, meditándola.
Lo que más
nos arrebata, al contemplar el océano, es su grandiosidad: el mar es grandioso
por la elevación de sus olas, grandioso por su profundidad, grandioso por su
extensión. La Misericordia del Corazón de Jesús es también grandiosa por su
sublimidad, grandiosa por su profundidad, grandiosa por su extensión.
A este océano
divino se pueden aplicar las palabras de San Pablo: “Que podáis comprender en
unión con todos los Santos cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad,
y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos
de toda plenitud de Dios. (Ef 3,18-19).
Las olas de
nuestros océanos no alcanzan más de 10 a 15 metros de altura; la altura de la
misericordia del Corazón de Jesús sobrepasa todos los límites, pues es Divina.
Los tesoros
de Misericordia del Corazón de Jesús en profundidad son insondables. Alcanza a
todos los pecados: “Venid y entendámonos, dice Yavé, aunque vuestros pecados
fuesen como grana, quedarían blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la
púrpura, vendrán a ser como la lana blanca” (Is 1,18).
Y Santa
Margarita añade: “Este Divino Corazón es un trono de misericordia, donde los
más culpables son los mejor recibidos, si el amor los presenta abismados en su
miseria”
“Has
perdonado la iniquidad de tu pueblo y has ocultado todos sus pecados” (Salmo
85,3)
Abarca la
misericordia en su anchura a todas las almas de todas las razas y condiciones: “La
misericordia de Dios se extiende a todas las almas” (Eclesiástico, 18,12).
Y en la
largura la misericordia alcanza a todas las almas de todos los países y de
todas las generaciones: “Los pensamientos de su Corazón se extienden a todas
las generaciones, para librar de la muerte sus almas” (Salmo 33, 11-19).
A grandes
rasgos, ésta es la Misericordia del Corazón de Jesús para con los pecadores.
Un Diálogo
“Jerónimo, -le
dice Jesús- ¿quieres hacerme un regalo?
“Pero, Señor, -responde el Santo-, ¿no os lo
he dado todo: mi vida, mis energías, mis penas, mi dicha, mi alma?
Jerónimo,
dame algo más –replica Jesús.
“¿Y qué
Señor, qué más puedo darte? ¿Habrá algo en mí, una sola fibra de mi corazón,
que no sea tuya?
“Jerónimo,
Jerónimo, dame algo que no es todavía mío: algo, que guardas para ti; y debe
ser mío.
“Hablad,
Señor, pedid: ¿qué es ello?
“Jerónimo,
dame tus pecados”
Demos
nuestros pecados a Jesús, démosle mediante el humilde reconocimiento de ellos y
una dolorosa confesión. Confiemos en Él.
Jesús nos ama
como nadie y nos perdona como nadie, precisamente porque nos conoce como nadie.
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