I
Sin querer meternos en honduras filosóficas. ¿Tienen los animales conciencia de su “yo”? No lo sabemos. Pero en los seres humanos, en mí como en cualquiera, ser consciente de que soy “yo”, distinto y aparte de los demás, que yo vivo, que yo entiendo, que yo soy responsable de lo que hago, es lo más característico de mi existencia personal. Yo puedo dar. Yo puedo recibir. Yo valgo. Yo conozco. Yo amo. Yo quiero ser más feliz. Yo soy yo. Yo siempre seré yo. Yo soy único e irrepetible. Es la conciencia del YO.
A mi lado hay otros como yo, que a su vez e igualmente dicen “yo”. Todos somos personas distintas e independientes unas de otras. Pero, al mismo tiempo, todos vivimos en relación, viéndonos unos a otros, conociéndonos, atrayéndonos o rechazándonos, dependiendo los unos de los otros de muy diversas maneras, lo queramos o no. Sólo así cada uno decimos “yo”: porque tengo ante mí un “tú” y un “él”, o solamente un “tú” y muchos “ellos”. El más próximo a mí, acaso no físicamente, pero sí en el vínculo de la relación, a quien conozco, amo o aborrezco de manera primordial, de quien siento depender, y se lo digo, es mi “tú”; y a todos los demás, ambos los consideramos “él” o “ellos”. Así ocurre también en el matrimonio.
Pero aunque se esté unido a otro en matrimonio; dado el caso, “tú” sería el amante cuando están juntos, y “él” sería el cónyuge. Desde el momento en que hablando del cónyuge resulta ser un “él” en vez de “mi pareja”, está minada la relación matrimonial, la relación que hay es ya distinta, de manera consciente o inconsciente, pero distinta. En una buena relación de pareja en matrimonio, el hombre no deberá decir “ella” hablando de su mujer, sino “mi esposa”; y la mujer no debería decir “él” para mencionar al hombre de su pareja, sino que dirá “mi marido”.
Son simples detalles, pero muy significativos al querer ser precisos hablando de la verdadera relación entre casados. Su vida de relación debe tener la prioridad entre todos sus intereses, y es la que más deben cultivar para gozarla siendo felices; por delante de “sus hijos”, de “sus papás”, de “sus amigos”, y de “ sus negocios”, esté siempre “su relación de pareja”.
II
Vivir en relación es aquello de la Biblia de “no es bueno para el hombre estar solo”. Dios, al verlo, creó a la mujer para que fuese su compañía. Cuando el hombre se encuentra con una mujer semejante a él para ser su compañía, exclama complacido: “Esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Replicando Dios, como sentencia: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”. La realización cabal del hombre está en el matrimonio; como para el sacerdote, desde su celibato, ha de estarlo en la vinculación de amor con su Iglesia.
Vivir esa relación de pertenencia, en la Unidad vivida fielmente, es lo que dará la felicidad, esa felicidad distinta que hay en un buen matrimonio. Cualquier otro modo de relación entre los hombres será secundaria frente a la relación de los esposos que se han comprometido a amarse y ayudarse todos los días de su vida, y que lo viven con toda verdad. Conociéndose al verse hechos el uno para el otro, conociéndose de veras y sintiéndose más en verdad el uno parte del otro, aceptarán la obligación de amarse como se ama al propio cuerpo, como siendo “una sola carne”.
Conocer a Dios es conocer todo el amor que Dios nos tiene; porque “Dios es amor”. Pero hechos a imagen y semejanza de Dios, conocerse a sí mismo es conocer la bondad que uno tiene personalmente y su capacidad de darse amando. Igualmente, conocer a tu cónyuge es conocer toda la bondad y amor que hay en esa persona por lo cuál es digna de ser amada y de amarse. Cuando decimos de otro: “No le conoces bien, todo lo malo que es y lo capaz que es de hacerte el mal”, decimos una aberración que procede de lo malo que hemos abrigado en nuestro corazón pensándolo, no por lo que somos ni queremos ser, sino por la degeneración a la que hemos llegado complaciéndonos en encontrar lo malo y degenerado del otro; almacenado en nuestro corazón, nos produce aversión, pero dejamos al margen lo bueno que seguramente tiene.
Pero yo me redimiré si logro quedarme con lo bueno que soy y tengo, para así dar mi verdadero “yo” a quien amo, a la vez que para dejarme amar yo mismo. De la misma manera, el otro tiene la capacidad de convertirse y redimirse de lo malo en que degeneró, recuperando lo bueno que es para así darse y amar; necesita sentirse amado sin límites, y que se crea y se espere en él sin límites. Esta ha de ser la principal tarea del cónyuge, creado para ser la ayuda del otro; haciendo que se note: haciéndole venir hacia uno para entenderse ambos dialogando, aunque el otro no esté haciendo esfuerzo para acercarse. “Ya no son dos, sino una sola carne; pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre”, dijo Jesús (Mt 19, 6), y es la meta a conquistar.
Es muy frecuente que en los primeros tiempos, días o meses, de estar casados, se dé como natural y por supuesto que para amarse no necesitan trabajarlo ni estar atentos a todos esos detalles aquí mencionados, que les parecerían “complicaciones”. Consiguientemente no toman en cuenta que el romance con el que se unieron en matrimonio puede ir deteriorándose en la rutina del día a día, y en los sutiles detalles que van apareciendo en el otro, antes desconocidos porque en el enamoramiento no se manifestaban. Poco a poco van sumándose y haciendo un bulto que le hace sentir a uno la decepción de haberse equivocado: “esa no es la persona con la que yo me casé”.
Si a ello se añade que al casarse no rompieron “el cordón umbilical” ambos a la par, o uno de ellos; y que, en consecuencia, la prioridad en la relación no la tiene el esposo o la esposa, sino el papá o la mamá de uno o de los dos, insensiblemente dejan de ser “una sola carne”, siguen siendo “dos” y cada día más de veras dos en vez de uno. Resultando que es “el hombre” quien está separando “lo que Dios ha unido”.
Por eso, ya desde antes de casarse deberían saber bien estas cosas. Ninguno nació adulto y sin necesidad de trabajar para llegar a serlo. Por eso, después de casados, desde el primer día del matrimonio tienen obligación de tomarlas muy en cuenta, para esforzarse ambos con mucho cuidado a fin de que “el amor eterno” que se juraron no vaya quedándose en una mentira dicha con juramento, inconsciente e irresponsablemente.
La meta en el matrimonio es gozar la unidad en la intimidad. Pero la unidad no es algo que ya se tiene conseguida desde un comienzo, sino algo que se construye viviendo juntos, en el camino del día a día, superando las barreras que se les presenten. Sabiendo que esta unidad para el buen matrimonio es cosa de tres: de los dos que se han casado, y de Dios que los ha unido para darles sus bendiciones si mantienen su plan de ser una sola carne. Ni los propios esposos, ni los padres de cada uno de ellos, ni otra persona alguna, pueden meterse a romper esa unidad pretendiendo que así sean más felices los se casaron responsablemente para, unidos, hacer su vida amándose.
III
Hay más para puntualizar acerca de la relación. Uno puede estar en medio de una multitud, en una aglomeración, en un tren, etc., y sentirse solo, porque no está de veras en relación con ellos: no tiene él interés por ellos ni ellos por él, no les habla ni le hablan. Estando juntos, cada uno vive solo. No sólo es que no se aman, es que ni se conocen ni quieren conocerse.
Cuando en mis estudios para sacerdote yo estudiaba Filosofía y en ella el tema de “la relación”, éste siempre se me hizo uno de los temas muy difíciles y sin que encontrase en ello mayor interés. Posteriormente, en los estudios de Teología, se me hacía aplicar eso de “las relaciones” a Dios en su Trinidad de Personas dentro de su Unidad de un solo Dios. Se me hizo todavía más difícil de entender por no captar el interés del asunto.
Era así porque no se me hablaba de que, si hemos de entender a Dios como infinitamente feliz, no podremos dejarle en la soledad de una sola Persona desde una eternidad anterior a la creación de las cosas y del hombre. En su mismo ser es Trinidad de Personas en Relación divina, con una Relación de amor tan íntima que es un solo Dios. Y ahí encontramos toda la profundidad de lo que dice la Biblia cuando afirma que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, que a su propia imagen creó al hombre, “varón y mujer los creó”. Los hizo para vivir a semejanza de El, viviendo entre ellos la relación del amor que Dios los tiene. Especialmente en la vida de matrimonio.
Pero si yo no amo a los otros, ni los otros me aman a mí, ellos no me pertenecen a mí ni yo les pertenezco a ellos; estando juntos, vivimos solos, independientes, y propiamente no estoy yo con ellos, ni ellos conmigo. Si los que me rodean son enemigos o están para hacerme sufrir, me siento todavía más solo: la relación me separa de ellos, no me une. Y si no los conozco, podrán preguntarme si estuve alguna vez con fulano, uno de los que allí estaban, y yo diré “no estuve nunca con ese”, sin mentir al afirmarlo.
Cabe puntualizar, como cosa al margen, que “mentir” no es simplemente “ocultar la verdad”, con el silencio o con palabras que engañan; si el otro no tiene derecho a saber la cosa de que se trata, como ocurre con frecuencia, no se miente. No todas las verdades deben decirse a cualquiera; sino que hay verdades que se tiene la obligación de ocultarlas, pues son verdades sagradas.
IV
La relación de Dios con el hombre se nos revela en el tema de La Alianza, permanente en toda la Biblia. Desde el Paraíso a donde cada tarde bajaba Dios a pasear con el hombre; con la promesa después del pecado por la que se compromete Dios a dar al hombre la victoria sobre el mal; continuando con lo del arco iris, terminado el diluvio, como señal de que El sería desde el cielo el cobijo y protección de aquella humanidad nueva; siguiendo con ese “Yo estoy contigo”, de tantos modos dicho a Abraham y su descendencia.
Esa será la Alianza mantenida en el “vosotros seréis mi Pueblo y yo seré vuestro Dios si vivís guardando mis mandatos”, formulada así por medio de Moisés y los Profetas. “Al llegar la plenitud de los tiempos”, Jesucristo será la Alianza Nueva y definitiva, en la que Dios hace suyo todo lo humano para hacer del hombre todo lo divino, mediante la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo el Hijo de Dios.
Semejante a esa Relación de Dios con el hombre ha de ser la del varón y la mujer en el matrimonio desde la fe cristiana; por lo que “alianza” llamamos los cristianos al matrimonio, y “alianza” se llama el anillo de metal hermoso que cada uno pone en la mano del otro en el momento de casarse. Como creyentes, se comprometen a ser el uno del otro amándose no con un amor cualquiera, sino como Dios los ama: para que Dios ame a la esposa por medio del esposo, y a su vez sea Dios quien ame al esposo por medio de la esposa. Con su unión matrimonial, ambos se hacen Cuerpo de Cristo, al que Dios ama tanto como puede amar a su propio Cuerpo. Es una Alianza hecha con Dios.
Esa es la misma relación que se ha de hallar también en el sacerdote “alter Christus” unido a su Iglesia, y en el celibato como vocación suya. Los Presbíteros tienen su sacerdocio como recibido en participación del sacerdocio de los Obispos. Pero apenas advertimos y valoramos el hecho de que el Obispo tiene estos distintivos: la mitra como signo de su dignidad de maestro de la fe, el báculo como distintivo de su función de pastor en lugar de Cristo, y el anillo como signo de esposo de su Iglesia, siendo Cristo el esposo de la misma mediante él. Con ese amor de enamoramiento vino Dios al mundo buscando al hombre, haciendo suya nuestra humanidad.
Esta relación íntima del sacerdote con su Iglesia a él encomendada y con la que está unido, es muy distinta de todo tipo de relación entre seres humanos aun comprometidos en matrimonio; es la relación de Dios hecho hombre, Jesucristo, comprometido con su Iglesia en la nueva y definitiva Alianza prometida. Pero sin esa fe, el sacerdote será con su celibato un pobre hombre que sentirá la carencia del matrimonio; y el celibato le resultará una carga pesada en la que no verá un sentido serio, sino como una frustración.
No sólo será así para el propio sacerdote. Para los demás que lo ven, aun los mismos cristianos, el celibato les resultará normalmente poco inteligible. Podrá llegar a ser considerado hasta como una renuncia inadmisible. El Celibato del Sacerdote o de los consagrados en la Vida Religiosa, no es sólo para que el propio interesado lo entienda y aun lo goce; es también para que, al verlo vivido desde ese amor esponsal de Cristo hacia su Iglesia, lo entiendan también los demás, y gocen al encontrarlo como realidad hermosa en este mundo en el que se valora solamente lo material, caminando a perecer en la corrupción si no se admiten otros valores superiores.
La relación de Dios con el hombre se nos revela en el tema de La Alianza, permanente en toda la Biblia. Desde el Paraíso a donde cada tarde bajaba Dios a pasear con el hombre; con la promesa después del pecado por la que se compromete Dios a dar al hombre la victoria sobre el mal; continuando con lo del arco iris, terminado el diluvio, como señal de que El sería desde el cielo el cobijo y protección de aquella humanidad nueva; siguiendo con ese “Yo estoy contigo”, de tantos modos dicho a Abraham y su descendencia.
Esa será la Alianza mantenida en el “vosotros seréis mi Pueblo y yo seré vuestro Dios si vivís guardando mis mandatos”, formulada así por medio de Moisés y los Profetas. “Al llegar la plenitud de los tiempos”, Jesucristo será la Alianza Nueva y definitiva, en la que Dios hace suyo todo lo humano para hacer del hombre todo lo divino, mediante la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo el Hijo de Dios.
Semejante a esa Relación de Dios con el hombre ha de ser la del varón y la mujer en el matrimonio desde la fe cristiana; por lo que “alianza” llamamos los cristianos al matrimonio, y “alianza” se llama el anillo de metal hermoso que cada uno pone en la mano del otro en el momento de casarse. Como creyentes, se comprometen a ser el uno del otro amándose no con un amor cualquiera, sino como Dios los ama: para que Dios ame a la esposa por medio del esposo, y a su vez sea Dios quien ame al esposo por medio de la esposa. Con su unión matrimonial, ambos se hacen Cuerpo de Cristo, al que Dios ama tanto como puede amar a su propio Cuerpo. Es una Alianza hecha con Dios.
Esa es la misma relación que se ha de hallar también en el sacerdote “alter Christus” unido a su Iglesia, y en el celibato como vocación suya. Los Presbíteros tienen su sacerdocio como recibido en participación del sacerdocio de los Obispos. Pero apenas advertimos y valoramos el hecho de que el Obispo tiene estos distintivos: la mitra como signo de su dignidad de maestro de la fe, el báculo como distintivo de su función de pastor en lugar de Cristo, y el anillo como signo de esposo de su Iglesia, siendo Cristo el esposo de la misma mediante él. Con ese amor de enamoramiento vino Dios al mundo buscando al hombre, haciendo suya nuestra humanidad.
Esta relación íntima del sacerdote con su Iglesia a él encomendada y con la que está unido, es muy distinta de todo tipo de relación entre seres humanos aun comprometidos en matrimonio; es la relación de Dios hecho hombre, Jesucristo, comprometido con su Iglesia en la nueva y definitiva Alianza prometida. Pero sin esa fe, el sacerdote será con su celibato un pobre hombre que sentirá la carencia del matrimonio; y el celibato le resultará una carga pesada en la que no verá un sentido serio, sino como una frustración.
No sólo será así para el propio sacerdote. Para los demás que lo ven, aun los mismos cristianos, el celibato les resultará normalmente poco inteligible. Podrá llegar a ser considerado hasta como una renuncia inadmisible. El Celibato del Sacerdote o de los consagrados en la Vida Religiosa, no es sólo para que el propio interesado lo entienda y aun lo goce; es también para que, al verlo vivido desde ese amor esponsal de Cristo hacia su Iglesia, lo entiendan también los demás, y gocen al encontrarlo como realidad hermosa en este mundo en el que se valora solamente lo material, caminando a perecer en la corrupción si no se admiten otros valores superiores.
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