Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hace unos días celebramos la Asunción al cielo de la Madre de Jesús. Este misterio ilumina el cumplimiento de la gracia que configuró el destino de María, y también ilumina nuestro destino. El destino es el cielo. Con esta imagen de la Virgen asunta al cielo, quisiera concluir el ciclo de catequesis sobre la vejez. En Occidente la contemplamos elevada hacia lo alto envuelta en una luz gloriosa; en Oriente se la representa tendida, durmiente, rodeada de los Apóstoles en oración, mientras el Señor Resucitado la sostiene en sus manos como a una niña.
La teología siempre ha reflexionado sobre la relación de esta singular “asunción” con la muerte, que el dogma no define. Creo que sería aún más importante explicitar la relación de este misterio con la resurrección del Hijo, que abre el camino a la generación de la vida para todos nosotros. En el acto divino del reencuentro de María con Cristo resucitado, no sólo se supera la corrupción corporal normal de la muerte humana, no solo esto, se anticipa la asunción corporal de la vida de Dios. De hecho, el destino de la resurrección que nos ocupa es anticipado: porque, según la fe cristiana, el Resucitado es el primogénito de muchos hermanos y hermanas. El Señor resucitado es el que fue primero, el que resucitó primero, luego iremos nosotros: este es nuestro destino: resucitar.
Podríamos decir —siguiendo las palabras de Jesús a Nicodemo— que es un poco como un segundo nacimiento (cf. Jn 3,3-8). Si el primero fue un nacimiento en la tierra, este segundo es el nacimiento en el cielo. No es casualidad que el apóstol Pablo, en el texto leído al principio, hable de los dolores de parto (cf. Rm 8,22). Así como, en cuanto salimos del vientre de nuestra madre, seguimos siendo nosotros, el mismo ser humano que estaba en el vientre, así, después de la muerte, nacemos al cielo, al espacio de Dios, y seguimos siendo nosotros los que hemos caminado por esta tierra. De la misma manera que le ocurrió a Jesús: el Resucitado sigue siendo Jesús: no pierde su humanidad, su experiencia vivida, ni siquiera su corporeidad, no, porque sin ella ya no sería Él, no sería Jesús: es decir, con su humanidad, con su experiencia vivida.
La experiencia de los discípulos, a los que se les aparece durante cuarenta días después de su resurrección, nos lo dice. El Señor les muestra las heridas que sellaron su sacrificio; pero ya no son la fealdad del desaliento dolorosamente sufrido, ahora son la prueba indeleble de su amor fiel hasta el final. ¡Jesús resucitado con su cuerpo vive en la intimidad trinitaria de Dios! Y en ella no pierde su memoria, no abandona su historia, no disuelve las relaciones en las que vivió en la tierra. Prometió a sus amigos: «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). Él se fue para preparar un lugar para todos nosotros, y habiendo preparado un lugar vendrá. No sólo vendrá al final por todos, sino que vendrá cada vez por cada uno de nosotros. Vendrá a buscarnos para llevarnos a Él. En este sentido, la muerte es un poco un peldaño hacia el encuentro con Jesús que me está esperando para llevarme a Él.
El Resucitado vive en el mundo de Dios, donde hay un lugar para todos, donde se está formando una nueva tierra y se está construyendo la ciudad celestial, la morada definitiva del hombre. No podemos imaginar esta transfiguración de nuestra corporeidad mortal, pero estamos seguros de que mantendrá nuestros rostros reconocibles y nos permitirá seguir siendo humanos en el cielo de Dios. Nos permitirá participar, con sublime emoción, en la infinita y dichosa exuberancia del acto creador de Dios, cuyas interminables aventuras viviremos en primera persona.
Cuando Jesús habla del Reino de Dios, lo describe como una comida de bodas, como una fiesta con amigos, como el trabajo que hace que la casa esté perfecta: es las sorpresa que hace que la cosecha sea más rica que la siembra. Tomar en serio las palabras evangélicas sobre el Reino permite que nuestra sensibilidad disfrute del amor activo y creador de Dios, y nos pone en sintonía con el destino inédito de la vida que sembramos. En nuestra vejez, queridos amigos, y me dirijo a los “viejos” y a las “viejitas”, en nuestra vejez se agudiza la importancia de tantos “detalles” de los que se compone la vida: una caricia, una sonrisa, un gesto, un trabajo apreciado, una sorpresa inesperada, una alegría hospitalaria, un vínculo fiel. Lo esencial de la vida, lo que más apreciamos al acercarnos a la despedida, se nos hace definitivamente claro. Pues bien, esta sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra gestación, que ilumina la vida de los niños, los jóvenes, los adultos y de toda la comunidad. Los “viejos” debemos ser esto para los demás: luz para los demás. Toda nuestra vida es como una semilla que tendrá que ser enterrada para que nazca su flor y su fruto. Nacerá, junto con todo lo demás en el mundo. No sin dolores de parto, no sin dolor, pero nacerá (cf. Jn 16,21-23). Y la vida del cuerpo resucitado será ciento y mil veces más viva que la que hemos probado en esta tierra (cf. Mc 10,28-31).
El Señor Resucitado, no por casualidad, mientras espera a los Apóstoles junto al lago, asa un poco de pescado (cf. Jn 21,9) y luego se lo ofrece. Este gesto de amor solidario nos permite vislumbrar lo que nos espera al cruzar a la otra orilla. Sí, queridos hermanos y hermanas, sobre todo vosotros, los ancianos, lo mejor de la vida aún lo tenemos que ver; “Pero somos viejos, ¿qué más tenemos que ver?”. Lo mejor, porque lo mejor de la vida está aún por llegar. Esperamos esta plenitud de vida que nos espera a todos, cuando el Señor nos llame. Que la Madre del Señor y nuestra Madre, que nos ha precedido al cielo, nos devuelva el estremecimiento de la espera, porque no es una espera anestesiada, no es una espera aburrida, no, es una espera con estremecimiento: “¿Cuándo vendrá mi Señor? ¿Cuándo podré ir allá?” Un poco de miedo, porque este pasaje no sé lo que significa y pasar por esa puerta da un poco de miedo, pero siempre está la mano del Señor que te hace avanzar y una vez atravesada la puerta hay fiesta. Tengamos cuidado, queridos “viejos” y queridas “viejitas”, tengamos cuidado, Él nos espera, sólo un paso y luego la fiesta.
Tomado de:
https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2022/documents/20220824-udienza-generale.html
Para anteriores catequesis del Papa AQUÍ
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