40. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - El Padre nuestro: 1era Parte


 

P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


II MINISTERIO DE JESÚS EN GALILEA

(Mayo 28 - Mayo 29)


B. SERMÓN DE LA MONTAÑA

40.- EL PADRE NUESTRO: 1ª. PARTE

"SANTIFICADO SEA TU NOMBRE, VENGA TU REINO,
HÁGASE TU VOLUNTAD ASÍ EN LA TIERRA
COMO EN EL CIELO"

Omitimos el texto completo y la introducción, por haber sido expuestos en la meditación anterior.

MEDITACIÓN

1) "Santificado sea tu nombre"

Santificar el nombre de Dios significa dar gloria a Dios, glorificar a Dios; que Dios sea glorificado por todos los hombres. La gloria interna de Dios es su misma grandeza, inmensidad, infinitud en todos sus atributos; la glo­ria externa es que esa gloria interna sea reconocida por todos los hombres.

La primera petición que hace Cristo manifiesta el deseo más profundo que hay en su corazón y que debe haber en el corazón de todos los hijos de Dios. Por eso, al final de su vida, en la oración sacerdotal, dirá: "Yo te he glorificado en la tierra... He manifestado tu nombre... Yo les he dado a co­nocer tu nombre" (Jn 17,4.6.26)

Glorificar a Dios es reconocerle en una actitud de profunda humildad y adoración; pero reconocerle tal cual es, como Creador absoluto de todas las cosas, infinito en su grandeza, poder, sabiduría; y reconocerle como Padre, infinito también en su amor, en su providencia paternal.

Pero este reconocerle, no termina en un mero acto intelectual de conoci­miento de Dios, sino que a ese conocimiento tiene que acompañar la acti­tud de profundo amor, de abandono y confianza en su providencia, y de sumisión alegre a su santísima voluntad.

Y dada toda la revelación de Cristo, supone también que ese reconoci­miento de Dios lleva consigo reconocerle como Padre de nuestro Señor Jesucristo. El mismo Cristo dirá en su oración sacerdotal: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesu­cristo." (Jn 17,3) Es reconocer a Dios en todo el misterio de su divinidad tal como nos la revela Cristo: El misterio de un Único Dios verdadero, pero comunidad trinitaria Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Y al hacer esta petición de "Santificado sea tu nombre", si la hacemos con sinceridad, supone que nosotros sinceramente sentimos un gran celo apostólico para, siguiendo el ejemplo de Cristo, dar a conocer a todos los hombres el misterio de Dios. Que todos los hombres lleguen a ese conoci­miento, que todos los hombres le adoren, le reconozcan como Creador y Padre, le amen como hijos, y se esfuercen en manifestar ese amor cum­pliendo sus mandamientos.

2) "Venga tu Reino"

La segunda petición es consecuencia de la primera. Si realmente quere­mos que Dios sea glorificado y reconocido por todos los hombres, hemos de pedir que la gran obra que Dios quiere realizar entre los hombres se lle­ve a cabo. Y hemos de estar dispuestos a que esa petición no sea una hipo­cresía, sino una petición sincera, colaborando intensamente con los planes que Dios tiene sobre la humanidad.

Y, ¿cuáles son esos planes de Dios? Establecer su Reino en este mundo. Toda la predicación de Cristo se centra en la llegada de ese Reino de Dios y en la necesidad que el hombre tiene de aceptar ese Reino para poder sal­varse.

Jesús empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios, hablada de esta for­ma: "El plazo está vencido, el Reino de Dios ha llegado. Tomen otro cami­no y crean en la Buena Nueva." (Mc 1,15)

Y en la misión a los apóstoles a predicar les dirá: "Digan a la gente: El Reino de Dios ha llegado a ustedes." (Lc 10,9)

El Reino de Dios tiene principalmente un triple sentido que se va aclaran­do con la predicación de Cristo.

a) El primer sentido se refiere al mismo Cristo. Es decir, es Cristo mismo aceptado en el corazón del creyente

En una discusión con los fariseos que le preguntaban: ¿Cuándo llegará el Reino de Dios? Jesús les contestó: "La llegada del Reino de Dios no es cosa que se pueda verificar. No se va a decir: está aquí o está allí. Sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes" (Lc 17, 20-21).

Cristo se refiere a sí mismo. El está en medio de ellos, en medio del pue­blo que le seguía. El mismo era el Reino de Dios. Pero aclarará esta afir­mación con mayor profundidad en la explicación de algunas parábolas. En la parábola del Sembrador, El, la Palabra de Dios, fructificando en el cora­zón de los creyentes, es el término de comparación con el Reino de Dios. Podríamos decir que en las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa, El mismo es ese tesoro y esa piedra poseída por el hombre.

Pero donde aparece con mayor claridad este Reino de Dios como Cristo mismo habitando en nuestros corazones, es en el Sermón de la Ultima Cena y en su Oración Sacerdotal:

"Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros." (14,20)

Y toda la alegoría de la vid y los sarmientos nos habla de una inmanencia de la vida de Cristo en cada uno de los creyentes:

"Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada." (Jn 15,5)

Y pedirá a su Padre: "que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí." (Jn 17,22-23)

Y este estar Cristo en nuestros corazones lleva consigo el misterio inefable de que el Padre también hace morada en nuestro interior:

"Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, vendremos a él y haremos morada en él." (Jn 14,23)

Y conocemos también, por la revelación del mismo Cristo, la inhabitación del Espíritu Santo que nos hace verdaderos templos de Dios.

Todos estos misterios y todas estas verdades maravillosas que sólo pueden proceder de un Dios Omnipotente y todo Amor, es lo que significa en pri­mer lugar el Reino de Dios. Y esta gran realidad de Cristo viviendo en nuestros corazones con todas las demás consecuencias que hemos consi­derado es lo que San Pablo significaba en esa frase tan expresiva:

"Estoy crucificado con Cristo, y ahora no soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en mí. Sigo viviendo en la carne, pero vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí."(Gal 2,20). Es toda la vida de fe, esperanza, caridad y oración.

Y es lo que pedía para todos sus cristianos:

"Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones." (Efes 3,17)

b) El Reino de Dios en el sentido de Iglesia.

Este Reino de Cristo interno en el corazón de todos los que han creído, han aceptado a Cristo y sus enseñanzas, tiene también una manifestación exterior en la comunidad eclesial que Cristo ha fundado; comunidad que tiene su estructura jerárquica y que tiene una vida común manifestada ex­teriormente a través de toda su liturgia, sus sacramentos, la Palabra de Dios compartida, el magisterio de la Iglesia, y la sumisión a los pastores que Dios ha colocado al frente de su pueblo.

Son muchas las parábolas que nos hablan de este reino externo, manifesta­do en medio del mundo. Las parábolas del trigo y la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura son algunos ejemplos.

Y son las palabras de Cristo dirigidas a Pedro después de la confesión de su divinidad: "Y ahora yo te digo: Tu eres Pedro y sobre esta piedra edifi­caré mi Iglesia, que los poderes de la muerte no podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: Todo lo que atares en la tierra será atado en el cielo, y lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos." (Mt 16,18-19)

Y después el Señor conferirá a todos los apóstoles, para que puedan ex­tender este reinado de Dios, la Iglesia, la Iglesia por todo el mundo, pode­res de magisterio, poderes de santificación, poderes de pastoreo sobre to­dos los hombres.

El Prefacio de la festividad de Cristo Rey nos señalará las cualidades de este Reino y cómo debe manifestarse en la tierra. Es el Reino de la Ver­dad, el Reino de la Gracia y de la Vida, el Reino de la santidad, el Reino de la paz, el Reino de amor, reino universal. Son los apóstoles de Cristo, y son todos los cristianos, los que tienen la obligación de implantar este Rei­no de Dios en la tierra. (Cfr. Mateo 28, 16-20)

Nadie puede pertenecer al Reino de Dios, sin que pertenezca a esta Igle­sia, el Reino de Dios en la tierra.

c) El Reino de Dios escatológico

Las parábolas de las bodas del Hijo del Rey (Mt 22,2-24); de las vírgenes sensatas y de las vírgenes imprudentes (Mt 25, 1-13); la parábola del Jui­cio Final (Mt 25, 31-46); se refieren todas ellas al Reino de Dios en su es­tado definitivo, escatológico, al final de los tiempos, reino eterno, que no tendrá fin.

Todos los pasajes en que Cristo habla de vida eterna, de premio eterno, to­dos se refieren al cumplimiento de este Reino escatológico.

Y es también la promesa que Cristo hace a sus discípulos comiendo la úl­tima Pascua con ellos:

"Ustedes han permanecido conmigo compartiendo mis pruebas. Por eso les preparo un Reino, como mi Padre me lo ha preparado a mí. Ustedes comerán y beberán de mi mesa en mi Reinó." (Lc 22,27)

"En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros." (Jn 14,2-3)

Y es la contemplación final de todo el Apocalipsis: El Reino definitivo de Dios donde no habrá más llanto, ni ninguna clase de sufrimiento, sino todo será alabanza y glorificación de Dios, y amor y felicidad en todos los cora­zones, compartiendo en la unión y visión beatífica la vida intratrinitaria de Dios. Y todo esto por una eternidad.

Será la consumación y perfección plena del Reino de Dios en el corazón de cada cristiano, y del Reino de Dios como Iglesia peregrinante en este mundo.

3) "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo"

Es la petición que Cristo mismo manifestó con más frecuencia en su vida. "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34)

"Yo no busco mi voluntad, sino la de Aquel que me envió" (Jn 5,30)

"Yo no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino para cumplir la vo­luntad del que me ha enviado." (Jn 6,38)

Y en la angustiosa oración del Huerto:

"Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya."(Lc 22,42)

Y esta petición no debe producir cierto temor o intranquilidad, pensando que la voluntad de Dios puede ser muy dura para nosotros. Algunos llegan a pensar que a veces, es una voluntad cruel, como si Dios se deleitase en el dol9r y sufrimiento humano. Toda esa manera de pensar y de sentir es no sólo falsa, sino que además se convierte en una injuria a Dios, nuestro Padre.

Es cierto que muchas veces el hombre tiene que pasar por momentos difí­ciles, dolorosos, e incluso verdaderamente trágicos. Pero no podemos olvi­dar que el dolor y el sufrimiento y la misma muerte son fruto del pecado y del mal moral que existe en el mundo. Respecto a la misma Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo no podemos decir que Dios, Padre de Jesús, quiso con una voluntad positiva que su Hijo fuese crucificado: él quiso la Redención de los hombres, quiso positivamente la Encarnación de su Hijo, y previó que la maldad humana llevaría a su Hijo a la misma Pa­sión y Muerte en cruz. Y el Padre, con voluntad permisiva, toleró ese sa­crificio de su Hijo para redención de todos los hombres y como la muestra más patente del infinito amor que tenía a los hombres. Dios jamás desea y se goza en el sufrimiento del hombre. Repetimos que, en definitiva, todos los males han venido y vienen al mundo por el pecado.

Ahora bien, si Dios permite que ese dolor o sufrimiento llegue a mí, lo permite porque sabe que es para mi bien, y su deseo es que se realice ese bien que él pretende. Es revelación de Dios la palabra que nos dice Pablo en su carta a los Romanos 8,28: "Sabemos que en todas las cosas intervie­ne Dios para bien de los que le aman". No permitiría el Señor nada, nin­gún dolor, ningún sufrimiento, ninguna prueba, si no fuese para nuestro bien.

Si tuviésemos una auténtica fe, por la cual creyésemos que Dios es omni­potente, todo sabiduría y, sobre todo, infinito amor para nosotros, que nos ama a cada uno más que nos pueden amar nuestros padres o nuestros hi­jos, o nuestros cónyuges; más que nadie; incluso más que yo mismo me amo a mí mismo, viviríamos plenamente abandonados a la Providencia de Dios, nuestro Padre, y con una confianza plena de que su voluntad con respecto a nosotros es siempre una voluntad amorosa encaminada a nues­tro bien.

Y desear y cumplir la voluntad de Dios ha sido la esencia de la vida de to­dos los santos, y debería ser la vida de todos los cristianos. La voluntad humana es la que puede engañarse y juzgar que algo es bueno, o incluso necesario para uno, cuando en realidad, es algo dañino. Fiémonos de la voluntad de Dios; de El hemos recibido todos los bienes y todas las ale­grías que hemos tenido hasta ahora; y las pruebas que hayamos pasado han sido para crecer en la fe y confianza en El.

Era tal la fe y confianza que tenía en Dios San Claudio de la Colombiere que decía: "Dios mío, estoy tan persuadido de que velas sobre todos los que en Ti esperan, y de que nada puede faltar a quien de Ti aguarda todas las cosas, que he resuelto vivir en adelante sin ninguna preocupación, des­cargando sobre Ti todas mis inquietudes."

Y acordémonos siempre de las palabras infinitamente consoladoras de Cristo, cuando le anuncian que afuera le están esperando su madre y sus parientes; señalando a sus discípulos dijo: "Estos son mi madre y mis her­manos; porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cie­lo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre." (Mt 12,50)


Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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Siéntete en libertad de compartir en los comentarios el fruto o la gracia que el Señor te ha regalado en esta meditación.






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