Misterios Luminosos

PRIMER MISTERIO LUMINOSO

EL BAUTISMO DE JESÚS EN EL RÍO JORDÁN



Después de los hechos que contemplamos en el quinto misterio gozoso: «El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo», Jesús regresó con José y María a Nazaret, donde continuó viviendo sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Y Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

Llegado a la edad de 30 años, Jesús decidió dejar el retiro de Nazaret para iniciar su vida pública en cumplimiento de la voluntad del Padre.

Por aquellos días había aparecido Juan el Bautista, predicando en el desierto la conversión y bautizando en el Jordán a las multitudes que acudían a él y confesaban sus pecados.

Entonces se presentó también Jesús, que venía de Nazaret (en Galilea) para ser bautizado por Juan. Pero éste intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?»

Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere». Entonces Juan se lo permitió.

Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto, en quien me complazco».

Así pues, «Misterio de luz es ante todo el bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace "pecado" por nosotros, entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto, y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera».
Un nuevo punto de reflexión pueden ser los años que Jesús pasó retirado en Nazaret donde, como hombre, fue cuidado y educado por José y María. Estos le prestaban el cariño y atenciones que necesitamos los humanos de manera especial durante nuestro desarrollo, lo iban instruyendo en la Ley y los Profetas, le enseñaban las costumbres y tradiciones del Pueblo de Dios, lo formaban para el trabajo y lo introducían en la vida social, en fin, eran los padres que Jesús necesitaba para progresar en estatura, sabiduría y gracia.

Cuando Jesús se marcha al Jordán, María, su madre, se queda sola en Nazaret. ¿Cuánto tiempo había pasado María cuidando, contemplando, dialogando, rezando... con su hijo Jesús? Toda esa convivencia en el hogar se termina con el inicio de la vida pública del Señor, que tuvo que ser para su Madre motivo de mucha pena y aflicción, aunque el Hijo hiciera lo posible por consolarla y ella, una vez más, estuviera dispuesta a colaborar en los designios de Dios.

En este misterio contemplamos la primera manifestación pública de Jesús adulto. Tiene unos 30 años. Los relatos de la vida de Jesús señalan su bautismo como la inauguración de su vida pública. Además, el bautismo de Jesús es la gran teofanía o manifestación de Dios en que por primera vez se revela el misterio de la Trinidad. Las tres divinas personas se hacen sensibles: El Hijo en la persona de Jesús; el Espíritu en forma de paloma que se posa suavemente sobre su cabeza; el Padre mediante la voz de lo alto: Éste es mi hijo... que proclama la filiación divina de Jesús y lo acredita como su Enviado. Era conveniente este testimonio, porque Jesús salía del anonimato de Nazaret y se disponía a realizar su obra de Mesías.

Evidentemente Jesús no necesitaba para sí mismo el bautismo de conversión que administraba el Bautista para el perdón de los pecados. Pero, para cumplir el designio del Padre, Jesús tenía que asumir los pecados del mundo, más aún, como dice San Pablo, «hacerse pecado por nosotros» y así, como cordero de Dios, quitar el pecado del mundo en la inmolación pascual a la que le llevaría el camino emprendido en el Jordán.

Nosotros no somos bautizados con el bautismo de Juan, sino con el que inauguró Jesús y al que se refería el Bautista cuando decía: «Yo os bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y en nosotros, en el ámbito de la fe y de la gracia, se reproducen los prodigios del bautismo de Cristo: el Padre nos adopta como hijos y se nos da el Espíritu para que a lo largo de nuestra vida sigamos las huellas de Cristo.

Un Padre nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.


SEGUNDO MISTERIO LUMINOSO

JESÚS Y MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ




Después del bautismo en el Jordán, Jesús empezó su ministerio público, y pronto lo siguieron los primeros discípulos.

Según refiere el evangelista San Juan, por aquel tiempo se celebraba una boda en Caná de Galilea, cerca de Nazaret, y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara el vino, le dice a Jesús su madre: «No tienen vino». Jesús le responde: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora». Dice su madre a los sirvientes: «Haced lo que él os diga».

Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Les dice Jesús: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. «Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala». Ellos se lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde venía (los sirvientes, que habían sacado el agua, sí lo sabían), llama al novio y le dice: «Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya todos están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora».

Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos. Después bajó a Cafarnaúm con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días. Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.

Por todo ello, «Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente».

En este episodio podemos contemplar la primera intervención de María en la vida pública de Jesús, que pone de relieve su cooperación en la misión de su Hijo. El significado y el papel que asume la presencia de la Virgen se manifiestan cuando llega a faltar el vino. Ella, como experta y solícita ama de casa, inmediatamente se da cuenta e interviene para que no decaiga la alegría de todos y, en primer lugar, para ayudar a los esposos en su dificultad. Dirigiéndose a Jesús con las palabras: «No tienen vino», María le expresa su preocupación por esa situación, esperando una intervención que la resuelva, más precisamente, esperando un signo extraordinario, dado que Jesús no disponía de vino. Aquí la Virgen muestra una vez más su total disponibilidad a Dios. Ella que, en la Anunciación, creyendo en Jesús antes de verlo, había contribuido al prodigio de la concepción virginal, ahora, confiando en el poder de Jesús aún sin revelar, provoca su «primer signo», la prodigiosa transformación del agua en vino.

La presencia de Jesús en Caná manifiesta, además, el proyecto salvífico de Dios con respecto al matrimonio. En esa perspectiva, la carencia de vino se puede interpretar como una alusión a la falta de amor, que lamentablemente es una amenaza que se cierne a menudo sobre la unión conyugal. María pide a Jesús que intervenga en favor de todos los esposos, a quienes sólo un amor fundado en Dios puede librar de los peligros de la infidelidad, de la incomprensión y de las divisiones. La gracia del sacramento ofrece a los esposos esta fuerza superior de amor, que puede robustecer su compromiso de fidelidad incluso en las circunstancias difíciles (Juan Pablo II).

La respuesta de Jesús a su madre: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora», es difícil de comprender, y ha sido por eso objeto de las más variadas interpretaciones. En cualquier caso, el desarrollo de los acontecimientos nos muestra la confianza familiar entre madre e hijo, así como la profunda sintonía entre la confiada solicitud de María y la generosa condescendencia de Jesús.

La exhortación de María: «Haced lo que él os diga», conserva un valor siempre actual para los cristianos de todos los tiempos, y está destinada a renovar su efecto maravilloso en la vida de cada uno. Invita a una confianza sin vacilaciones, sobre todo cuando no se entienden el sentido y la utilidad de lo que Cristo pide.

Las palabras de María: «No tienen vino», nos invitan a meditar en la sensibilidad que deberíamos tener hacia las necesidades y carencias de los demás para contribuir por nuestra parte a llenarlas y presentárselas a Jesús.
Las otras palabras de la Virgen: «Haced lo que él os diga», nos inducen a la total confianza en Cristo como medio y camino necesarios para que Él obre en nosotros incluso lo extraordinario.

Las palabras de Jesús: «Llenad las tinajas de agua», nos indican que de ordinario Dios requiere nuestra colaboración, que hagamos lo que está de nuestra parte, aun cuando Él podría hacerlo todo sin necesitar de nosotros.
La contemplación de la gloria de Jesús, manifestada en este misterio, debe llevarnos a creer y confiar en Él, tanto más cuando contamos con la intercesión de su Madre.

Un Padre nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.


TERCER MISTERIO LUMINOSO

JESÚS ANUNCIA EL REINO DE DIOS E INVITA A LA CONVERSIÓN



Nos dice San Marcos que Jesús, al enterarse de que Juan el Bautista había sido entregado en manos de Herodes Antipas, dejó Judea y marchó a Galilea, donde proclamaba la Buena Nueva de Dios, diciendo: «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». En estas palabras se describe, como en programa, el contenido de la predicación de Jesús. El Reino de Dios, su llegada y lo que para los hombres trae consigo forman el tema fundamental de la «Buena Nueva» o «Evangelio» de Jesús. A su vez, el mensaje de la llegada del Reino de Dios exige de los hombres una conversión total del pensar y querer, y fe. Conversión y fe forman en conjunto un solo acto, una determinada posición religiosa del hombre ante Dios.

San Mateo, por su parte, nos dice que Jesús empezó a predicar y decir: «Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado»; y añade que Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curanto toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama se extendió por todas partes, le seguían las multitudes y Él les enseñaba incansablemente.

A lo largo de su ministerio público Jesús pregona que todos los hombres están llamados a entrar en el Reino, para lo que es necesario acoger su palabra como semilla sembrada en el campo o levadura puesta en la masa de harina, imágenes de una verdadera conversión. En las Bienaventuranzas, código fundamental del nuevo Reino, proclama que ese Reino pertenece a los pobres de espíritu y a los que sufren persecución por causa de la justicia. En las parábolas Jesús nos hace entrever qué es el Reino y nos señala las disposiciones necesarias para vivir en el mismo.

Repetidamente invita Jesús a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores». Les invita igualmente a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les demuestra con palabras y con hechos la misericordia sin límites del Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta». La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados».

Por tanto, «Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión, perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe, iniciando así el ministerio de misericordia que Él seguirá ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la reconciliación confiado a la Iglesia».

Este misterio abarca muchas páginas del Evangelio. Son numerosas las escenas de la vida de Jesús que podemos contemplar o las enseñanzas suyas que nos estimulan a la meditación. Bien podemos recordar, sin duda, alguno de los evangelios escuchados en misa o pasajes leídos en diversas ocasiones. Hemos de pensar que Jesús se dirige a cada uno nosotros cuando nos dice que el Reino está cerca, que ha llegado, que está dentro de nosotros, donde hemos de descubrirlo y consolidarlo; es la gran noticia que nos da, y a lo largo de los episodios de su predicación nos va describiendo los rasgos y características de ese Reino, la vida que se vive en el mismo, las condiciones para entrar y permanecer en él; etc. La otra cara del Reino, la que mira hacia nosotros y de la que somos responsables, es la acogida del don de Dios, creer y aceptar lo que nos regala, dejarnos transformar por su gracia, ir conformando nuestra vida a la nueva vida de hijos de Dios, en una palabra, la conversión.

El concilio Vaticano II, después de recordar la intervención de María en las bodas de Caná, subraya su participación en la vida pública de Jesús: «Durante la predicación de su Hijo, acogió las palabras con las que éste situaba el Reino por encima de las consideraciones y de los lazos de la carne y de la sangre, y proclamaba bienaventurados a los que escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente. Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz» (Lumen Gentium, 58).

Un Padre nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.


CUARTO MISTERIO LUMINOSO

LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS EN EL MONTE TABOR




En Cesarea de Filipo, al norte de Palestina, Pedro dijo a Jesús que era el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo, y Jesús le prometió a Pedro el Primado de la Iglesia. Desde entonces, recuerda San Mateo, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día.

Pocos días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él. San Lucas puntualiza que hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro entonces tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué hermoso es estarnos aquí! Si quieres, haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y de la nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto, en quien me complazco. Escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y les dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

Poco tiempo después Jesús les anunció de nuevo su Pasión: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará».

Así pues, «Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor. La gloria de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo "escuchen" y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo».

La Transfiguración, hecho que de suyo es glorioso, aparece enmarcado en la perspectiva de la muerte y resurrección de Jesús. Y los apóstoles necesitaban lo primero para afrontar lo segundo. También nosotros necesitamos momentos de gloria para mantenernos firmes en los momentos dolorosos.

Este importante acontecimiento, en el que por un momento la divinidad y el mundo celestial irrumpen en la vida terrena de Jesús, estuvo envuelto para los discípulos que lo presenciaron, y también para nosotros, en el velo del misterio; no podemos llegar a una plena comprensión de él. Los evangelistas, para expresar lo inefable, se valen de imágenes como «... brillante como el sol... blancos como la luz», y añaden que los discípulos estaban llenos de miedo, aunque las palabras de Pedro revelan bienaventuranza y complacencia.
De la nube, que es símbolo y revelación de la presencia de Dios, salió una voz divina que, al igual que en el Jordán, atestiguaba que Jesús es el Hijo amado y único de Dios. La voz del cielo constituye el elemento central de la escena del Tabor, y va dirigida expresamente a los discípulos, para quienes significaba una confirmación divina de la mesianidad de Jesús, afirmada poco antes por Pedro y ratificada por el propio Cristo. El «Escuchadle», que resuena aquí y no en el Bautismo, se refiere a toda la actividad doctrinal de Jesús, cuya personalidad ha quedado divinamente garantizada y definida.

Santo Tomás de Aquino comenta que en la Transfiguración «apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa». Y una plegaria de la liturgia bizantina dice al Señor Jesús: «Tú te transfiguraste en la montaña, y tus discípulos, en la medida en que eran capaces, contemplaron tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que, cuando te vieran crucificado, comprendieran que tu Pasión era voluntaria, y anunciaran al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre».

Un Padre nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.


QUINTO MISTERIO LUMINOSO

LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA




El evangelista San Juan introduce la narración de la Última Cena con estas solemnes palabras: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Y sigue el relato del lavatorio de los pies y demás.

Por su parte, los Evangelios sinópticos nos dicen que, llegado el día de los Ázimos, en el que se había de sacrificar el cordero de Pascua, Jesús envió a Pedro y a Juan diciendoles: «Id y preparadnos la Pascua para que la comamos». Ellos le dijeron: «¿Dónde quieres que la preparemos?» Les dijo: «Cuando entréis en la ciudad, os saldrá al paso un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre, y diréis al dueño de la casa: "El Maestro te dice: ¿Dónde está la sala donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?" Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta; haced allí los preparativos». Fueron y lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.

Cuando llegó la hora, Jesús se puso a la mesa con los apóstoles y, mientras estaban cenando, les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios».

Tomó luego pan y dando gracias lo bendijo, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros». Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz y, dando gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía». Y añade San Pablo: «Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga».

Terminada la Cena, en la que Jesús instituyó, además de la Eucaristía, el orden sacerdotal y dio a sus discípulos el que por antonomasia es su mandamiento: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado», salió con ellos hacia el monte de los Olivos, y por el camino les anunció, una vez más, que eran inminentes los acontecimientos de su Pasión.

En verdad, «Misterio de luz es la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad "hasta el extremo" y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio».

«Mientras estaban cenando...». Jesús utiliza el marco de la cena pascual judía, que celebra entonces por última vez, para instituir, en su lugar, una cena nueva, sagrada y repetible por los discípulos.

El Concilio Vaticano II nos enseña: «Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (SC 47).

La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11). «Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5).

El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras «hasta que venga», no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.

San Francisco contempla enlazados los misterios de la Eucaristía y de la Encarnación cuando dice: «Hijos de los hombres, ¿por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos, con la mirada corporal, sólo veían su carne, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que Él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero».

Y cuando escribe a sus sacerdotes: «Oídme, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista se estremeció y no se atrevió a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar!».


Un Padre nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.

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