PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de junio de 2014
Miércoles 25 de junio de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy hay otro grupo de peregrinos en conexión con nosotros en el aula Pablo VI: son los peregrinos enfermos. Porque con este tiempo que está haciendo, entre el calor y la posibilidad de lluvia, era más prudente que ellos permaneciesen allí. Pero ellos están en conexión con nosotros a través de la pantalla gigante. Y así estamos unidos en la misma audiencia. Todos nosotros hoy rezaremos especialmente por ellos, por sus enfermedades. Gracias.
En la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles pasado, hemos partido de la iniciativa de Dios que quiere formar un pueblo que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Comienza con Abrahán y luego, con mucha paciencia —Dios tiene mucha paciencia, mucha—, prepara a este pueblo en la Antigua Alianza hasta que, en Jesucristo, lo constituye como signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre ellos (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, const. Lumen gentium, 1). Hoy queremos detenernos en la importancia, para el cristiano, de pertenecer a este pueblo. Hablaremos sobre la pertenencia a la Iglesia.
No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta, no, nuestra identidad cristiana es pertenencia. Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es «soy cristiano», el apellido es «pertenezco a la Iglesia». Es muy hermoso notar cómo esta pertenencia se expresa también en el nombre que Dios se atribuye a sí mismo. Al responder a Moisés, en el episodio estupendo de la «zarza ardiente» (cf. Ex 3, 15), se define, en efecto, como el Dios de los padres. No dice: Yo soy el Omnipotente..., no: Yo soy el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. De este modo Él se manifiesta como el Dios que estableció una alianza con nuestros padres y permanece siempre fiel a su pacto, y nos llama a entrar en esta relación que nos precede. Esta relación de Dios con su pueblo nos precede a todos, viene de ese tiempo.
En este sentido, el pensamiento se dirige en primer lugar, con gratitud, a quienes nos han precedido y nos han acogido en la Iglesia. Nadie llega a ser cristiano por sí mismo. ¿Está claro esto? Nadie llega a ser cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en el laboratorio. El cristiano es parte de un pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a un pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano, el día del Bautismo, y luego en el itinerario de la catequesis, etc. Pero nadie, nadie se convierte en cristiano por sí mismo. Si creemos, si sabemos rezar, si conocemos al Señor y podemos escuchar su Palabra, si lo sentimos cercano y lo reconocemos en los hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han vivido la fe y luego nos la han transmitido. La fe la hemos recibido de nuestros padres, de nuestros antepasados, y ellos nos la enseñaron. Si pensamos bien en esto, quién sabe cuántos rostros queridos pasan ante nuestros ojos, en este momento: puede ser el rostro de nuestros padres que pidieron para nosotros el Bautismo; el de nuestros abuelos o de algún familiar que nos enseñaron a hacer el signo de la cruz y a recitar las primeras oraciones. Yo recuerdo siempre el rostro de la religiosa que me enseñó el catecismo, siempre me viene a la mente —ella, con seguridad, está en el cielo, porque es una santa mujer—, y yo la recuerdo siempre y doy gracias a Dios por esta religiosa. O bien el rostro del párroco, de otro sacerdote o de una religiosa, de un catequista, que nos ha transmitido el contenido de la fe y nos ha hecho crecer como cristianos... He aquí, esta es la Iglesia: una gran familia, en la cual uno es acogido, donde se aprende a vivir como creyentes y como discípulos del Señor Jesús.
Este camino lo podemos vivir no sólo gracias a otras personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no existe el «hazlo tú solo», no existen «jugadores líberos». ¡Cuántas veces el Papa Benedicto ha descrito a la Iglesia como un «nosotros» eclesial! En algunas ocasiones sucede que escuchamos a alguno decir: «Yo creo en Dios, creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa...». ¿Cuántas veces lo hemos escuchado? Y esto no está bien. Hay quien considera que puede tener una relación personal, directa, inmediata con Jesucristo fuera de la comunión y de la mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y perjudiciales. Son, como decía el gran Pablo VI, dicotomías absurdas. Es verdad que caminar juntos es comprometedor, y a veces puede resultar fatigoso: puede suceder que algún hermano o alguna hermana nos cause problema, o nos provoque escándalo... Pero el Señor ha confiado su mensaje de salvación a personas humanas, a todos nosotros, a testigos; y es en nuestros hermanos y en nuestras hermanas, con sus dones y sus límites, que Él viene a nuestro encuentro y se hace reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recordadlo bien: ser cristiano significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es «cristiano», el apellido es «pertenencia a la Iglesia».
Queridos amigos, pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer nunca en la tentación de pensar que podemos prescindir de los demás, que podemos prescindir de la Iglesia, que podemos salvarnos por nosotros mismos, ser cristianos de laboratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos, no se puede amar a Dios fuera de la Iglesia; no se puede estar en comunión con Dios sin estarlo en la Iglesia, y no podemos ser buenos cristianos si no es junto a todos aquellos que buscan seguir al Señor Jesús, como un único pueblo, un único cuerpo, y esto es la Iglesia. Gracias.
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Tomado de
www.vatican.va
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